—¡Dios mío! ¡Levántate, hijo mío, y deja que te peine! —exclamó la señora Bedwin—. ¡Señor! ¡No haber sabido que pensaba llamarte, pues te hubiera puesto un cuello limpio para que estuvieras hermoso como un sol!

Obedeció Oliver las órdenes de la anciana, la cual, aunque lanzó al aire mil y mil lamentaciones, no bien le arregló la cabeza, encontróle tan delicado y hermoso, que llegó en su entusiasmo a decir, previo examen de cabeza a pies, que le parecía imposible que en tan breve espacio de tiempo hubiera podido ganar tanto.

El muchacho, animado por las entusiastas ponderaciones de la anciana llamó con los nudillos en la puerta del despacho de su protector, y al entrar, después de oír la frase sacramental de adelante, encontró al señor Brownlow en una estancia reducida, escondida en el centro de la casa, cuyas paredes desaparecían detrás de las estanterías llenas de libros que la cubrían. La habitación tenía una ventana que daba a unos jardines preciosos, frente a la cual estaba la mesa de trabajo ante la que encontró sentado al cariñoso anciano. Cuando éste vio entrar a Oliver, dejó vivamente el libro que estaba leyendo e hizo que el muchacho se acercara y sentara a su lado. Obedeció Oliver, maravillándose de que hubiera en el mundo mortal que pudiera leer tantos libros, que seguramente bastaban y aun sobraban, para hacer sabio a todo el género humano. No es de admirar que se maravillase, pues muchos, de bastante más experiencia que Oliver Twist, no aciertan a comprender el fenómeno de que, habiendo tantos libros, haya tan pocos sabios.

—Muchos libros y muy buenos, ¿no es verdad, hijo mío? —preguntó con dulzura el señor Brownlow al reparar en la curiosidad con que Oliver contemplaba los estantes.

—Muchos, sí, señor; nunca tuve ocasión de ver tantos —contestó Oliver.

—Todos podrás leerlos si te portas bien —observó el caballero—. Por cierto que su lectura te agradará mucho más que sus cubiertas... es decir, no siempre, pues libros hay cuyo mérito único está en la encuadernación.

—Serán esos tan grandes, señor —dijo Oliver, extendiendo el brazo hacia unos volúmenes en cuarto mayor, cuyos lomos ostentaban hermosos relieves dorados.

—No me refiero a ésos precisamente —replicó el anciano, dando unos golpecitos en la espalda al muchacho—. Otros hay que pesan tanto como éstos, aun cuando sus dimensiones sean muchísimo más pequeñas. ¿Te gustaría llegar a ser un sabio y escribir libros, hijo mío?

—Creo que preferiría leerlos, señor.

—¡Cómo! ¿No te agradaría ser autor?

Al cabo de algunos momentos de reflexión, contestó Oliver que, a su juicio, era mejor el oficio de librero que el de autor, contestación que hizo reír de muy buena gana al caballero, quien concluyó por declarar que no dejaba de estar en su punto la respuesta. Huelga decir que Oliver quedó sumamente satisfecho, bien que sin comprender el porqué de la risa de su protector.

—¡Bien, hijo mío, bien! —exclamó el señor Brownlow con seriedad—. No te asustes, que mientras haya un oficio que aprender, te prometo que no serás autor.

—Gracias, señor, muchas gracias —respondió Oliver, con entonación que arrancó nuevas risas al anciano, a la par que murmuraba entre dientes algo acerca del instinto.

—Ahora, hijo mío, necesito que prestes toda tu atención a lo que voy a decirte —repuso el señor Brownlow, hablando con entonación más dulce, si cabe, a la par que con solemnidad excepcional—. Voy a hablarte sin rodeos ni reservas, seguro de que estás en estado de comprenderme tan bien como si fueras hombre de más edad.

—¡Oh, señor! ¡No me diga que trata de despedirme de su casa, por favor! —exclamó, Oliver con ansiedad, lleno de temor ante la solemnidad del preámbulo—. No me ponga a la puerta de su casa, obligándome a correr de nuevo las calles. Permítame continuar a su lado como criado. No me envíe al lugar repugnante de donde salí. ¡Tenga piedad de este pobre muchacho, señor!

Oliver TwistWhere stories live. Discover now