XXVIII: Allí donde todo empezó

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Volando a la velocidad de los vientos, atravesando prados, aldeas, arroyos y cualquier otro obstáculo que lo separara de su meta en ciudad Doovati, el muchacho que apenas ocho lunas atrás era un humilde campesino ahora se preparaba para afrontar esa misión singular, solo para él, último paso en el aún enigmático plan de Gasky.

—¡Adelante, Jaspen! —alentaba Winger a su compañero, que trinando con fuerza volvía a acelerar.

Habían viajado durante todo el día, casi sin detenerse. El joven aprendiz de  mago seguía tan entusiasmado como lo había estado esa mañana al despedirse de los demás, al echar el último vistazo a la casa que les había servido de guarida y hogar durante tres semanas, sintiendo que la extrañaría y preguntándose si alguna vez volvería a verla.

Ahora se hallaban muy lejos de allí; en cualquier momento entrarían en las tierras gobernadas por el rey Dolpan de la casa de Kyara, soberano de Catalsia. No pudo evitar sentir compasión por ese hombre, engañado por su propia hija. Le costaba creer que la princesa Pales fuese capaz de hacer algo tan siniestro como controlar la voluntad de su padre sin otro fin que el de obtener un libro de conjuros malditos. Por otro lado, tampoco podía decirse que estuvieran lidiando con la típica princesita dulce y delicada.

—No, más bien, un zorro astuto —se dijo con una mueca de ironía.

El paisaje se había vuelto de un dorado intenso, como si la tierra ardiera en oro. El sol no tardaría en hundirse en el oeste, pero en ese preciso instante estaba justo enfrente de ellos, recordándoles hacia dónde tenían que volar.

El guardián del día al fin partió; las estrellas entonces fueron apareciendo una a una. El firmamento entero parecía estar más cerca desde allí arriba. ¿Podría Soria alcanzar la luna montada sobre Jaspen?

—Mejor que ni se le ocurra...

Estaba por proponerle al ave tomarse un último descanso, cuando divisó luces en la lejanía.

—¡Allí está, Jaspen! ¡Es ciudad Doovati! —exclamó emocionado mientras el guingui comenzaba a descender.

«Ahora comienza la parte difícil», se dijo con mayor seriedad.

Ágil como de costumbre, Jaspen sobrevoló las inmediaciones de la ciudad, dando algunas vueltas en círculo para inspeccionar la zona. Winger avistó las ruinas de la Academia, un sector ahora cercado y cerrado al público. Sintió una nueva oleada de culpa. Poco después, reconoció el área donde se ubicaba su antiguo hospedaje. Por fortuna para él, no era un distrito céntrico y las silenciosas calles se encontraban vacías a aquellas horas.

Jaspen aterrizó con suavidad en un discreto callejón.

—No te preocupes —le dijo Winger, ya con los pies en el suelo—. Si todo sale bien, estaré de regreso en algunos minutos.

El guingui trinó levemente, dándole a entender que no se movería de su escondite. Protegido bajo la capucha de su capa roja, Winger abandonó el callejón y caminó con prisa hacia la pensión.

Durante el largo viaje aéreo había tenido tiempo para pensar en cómo entrar al hospedaje sin que nadie se percatara de su presencia. En el peor de los casos, podía utilizar algún conjuro para aturdir al somnoliento encargado de la noche, pero esperaba no tener que hacerlo.

Llegó hasta la entrada del lugar e ingresó con cautela. No se percató de la discreta figura que se ocultaba tras un árbol cercano...

Una vez en recepción, respiró aliviado al encontrar al dueño del lugar (el mismo que lo había registrado el día de su llegada a esa ciudad) dormido sobre el mostrador. Caminando en puntas de pie, Winger pasó por delante de él y subió las escaleras en dirección a las habitaciones. Las cosas continuaban siéndole por de más sencillas, pues la puerta ni siquiera estaba cerrada con llave. Miró hacia ambos lados del pasillo y entró.

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