XXXV: La tumba de Maldoror

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Tres días habían pasado desde que la capital de la república de Pillón fue sitiada por las tropas de Catalsia. Las calles eran constantemente vigiladas por los invasores, y los ciudadanos debían permanecer dentro de sus casas hasta nuevo aviso. Frente a cualquier situación sospechosa, los soldados tenían la orden de aplicar el castigo de las armas.

Durante el camino hacia ciudad Bastian, Winger y sus compañeros fueron topándose con distintos poblados agrícolas, todos muy humildes, la mayoría devastados por el paso del ejército de Catalsia. Eran tristes imágenes de guerra que fueron impactando al joven mago, en cuyo interior comenzó a crecer un intenso odio hacia ese enemigo invisible que causaba tanto dolor solo por una ambición de poder. Y como ese enemigo aún no tenía un rostro definido, él proyectaba su ira sobre el general y jefe de inteligencia bélica llamado Caspión.

Pery lideraba la marcha por ser el más experimentado. Si bien aún se encontraba en forma y un simple viaje a pie no lo dejaría fuera de combate, el herrero tenía que admitirse que los años le pesaban y que ya no era el mismo que había sido en su juventud.

Por su parte, Mikán había hablado poco durante el viaje hacia la capital. Ido en sus pensamientos, su rostro denotaba una preocupación creciente que Soria no tardó en detectar.

—Mikán... —dijo la chica, igualando su paso.

—¿Qué sucede, Soria? —preguntó él con la vista al frente.

—¿Estás bien?

—Claro, por supuesto. ¿Por qué lo dices?

—Te he notado muy raro estos últimos días. No fue solo la discusión con Demián. Es como si algo te estuviera molestando desde que salimos de Dédam. Pero sí ha empeorado con lo que sucedió la otra noche...

—Tal vez sea porque estamos muy cerca de nuestra última prueba. Eso es algo que me tiene intranquilo.

—Bueno, si es por eso, todos estamos igual —suspiró Soria; luego esbozó una cálida sonrisa—. Ya verás que las cosas saldrán bien y detendremos a las personas malas.

Mikán asintió, riendo por el optimismo de la muchacha. Sin embargo, enseguida volvió a lidiar con sus demonios internos.

—¿Cuánto crees que falte para llegar, tío Pery? —preguntó Winger, quien caminaba un poco más adelante junto al herrero y la pelirroja.

—Si seguimos por este camino llegaremos justo con la caída del sol.

—Eso es una ventaja —comentó Rupel—. Habría que estar loco para entrar en una ciudad sitiada a plena luz del día.

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Mientras tanto, y a plena luz del día, Demián caminaba por las calles solitarias de Bastian.

—Pero qué lugar tan aburrido —murmuró, vagando sin rumbo.

Había llegado esa mañana, y aunque tomaba la precaución de esquivar a los soldados que recorrían la ciudad, lo cierto era que no estaba siendo demasiado cauteloso.

Merodeaba buscando algún almacén de frutas, o algo para comer, y en una esquina estuvo a punto de encontrarse cara a cara con una patrulla de ocho soldados armados, cuando de golpe una puerta se abrió y fue arrastrado hacia el interior de un local clausurado. Demián no alcanzaba a distinguir los rostros de sus captores. Forcejeó unos momentos tratando de liberarse, pero entonces le colocaron un paño con un aroma raro contra el rostro y se desmayó.

Al volver en sí, se halló amordazado y atado de manos y pies. Estaba en una habitación maltrecha y sin ventanas, iluminada por la tenue luz de una lámpara. Comenzaba a preguntarse dónde podía encontrarse cuando ingresaron dos personas: un hombre musculoso, de mandíbula prominente y barba desgreñada, y una mujer menuda y de cabello negro. Los dos fueron a pararse frente a él.

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