—¿Te desahogaste? —preguntó con suavidad.

Quedé confundido y pensé un momento.

—No sé... —dudé, porque desahogarse sonaba a estar conforme o contento—. Dije cosas crueles... que yo no tenía padres, que quería que se mueran... mi intención fue lastimar.

Me pareció necesario aclarar que no se trató de un encuentro terapéutico en ninguna forma posible, seguro de que él intentaría buscarle el lado positivo.

—Me da envidia que lo hayas hecho —comentó con simpleza.

Lo miré con sorpresa pero él caminaba indiferente a su confesión.

—Creí que te llevabas bien con tus padres.

Su respuesta fue una extraña sonrisa, de esas que son deliberadamente forzadas.

Incluso él podía guardar rencor. Ante esa idea me sentí menos horrible, menos avergonzado y mi crueldad dejó de parecerme tan desalmada.

En el espejo del ascensor pude ver mi pésimo aspecto, mis ojos estaban un poco hinchados, mi pelo desordenado, mi rostro demacrado. Me sentí lastimoso y feo, por lo que bajé la vista al suelo. Francisco, a mi lado, se apoyó en mí demostrando que me prestaba atención.

—Perdón por venir a verte con mis problemas.

—¿No fue así cómo nos conocimos?

Su intento de hacerme sonreír funcionó. Se me había olvidado que él me vio en peor estado, de mal humor, grosero, descuidado, y, a pesar de eso, yo le gustaba.

Cuando entramos a su casa dejó caer la mochila que llevaba en la mano y me abrazó.

—Sigues pálido —murmuró.

Aun así el abrazo no fue interrumpido. Quería quedarme allí, en sus brazos, con su calor, su perfume, escuchando su respiración. Limpiaba mi alma. Volvió a mí un pensamiento, mezclado con una sobrecogedora sensación: Francisco era fácil de amar. Una sonrisa suya, una mirada, una caricia, cosas tan sencillas como esas, reparaban el daño en mí. Pero en ese momento mi cuerpo y estómago no pensaban lo mismo, sentí que las náuseas aumentaban

—Creo que mejor me recuesto.

En realidad eso era lo que mi estómago me estaba pidiendo y una vez acostado mi malestar empezó a aliviarse. Francisco se sentó a mi lado acariciándome, sin sacarme los ojos de encima.

—Ahora puedo devolverte el favor de cuidarme —bromeó.

Cuidar y ser cuidado, acompañar y ser acompañado. La vida era injusta, con él y conmigo, pero también nos daba nuevas oportunidades. En ese momento podría estar solo en mi casa, llorando, dolido, sintiéndome la persona más miserable del mundo, consumido por pensamientos y sentimientos oscuros. Pero estaba allí, recostado en la cama de Francisco, siendo consolado por su expresión llena de afecto. Cada caricia borraba una tristeza y me devolvía un poco de esperanza.

—Gracias.

Después de un rato insistí en que cenara, un momento que me sirvió para repasar el encuentro con mis padres de una forma más calmada. La furia dentro de mí había cesado pero no podía arrepentirme de mis palabras. Que murieran o no, no cambiaba nada, verlos sufrir tampoco era gratificante, pero no me arrepentía. Posiblemente era un desahogo como Francisco insinuó. Aunque se sentía un desahogo que llegaba tarde, como si fuera algo que tuve que haber hecho el día de la traición. Ese día me quedé callado por miedo, no tenía el carácter necesario para responder, discutir y defenderme.

Francisco pidió una bebida deportiva para mí junto con la cena. Mi estómago parecía una piedra que no permitía ingerir ningún tipo de alimento por lo que la bebida se ocupó de devolverme la fuerza que me faltaba. Se recostó a mi lado a pesar de ser muy temprano con la única intención de hacerme compañía.

—¿Te sientes mejor?

Se apoyaba sobre un codo mientras que con un dedo dibujaba líneas en mi brazo.

—Sí, mucho mejor.

Sonrió con dulzura y besó mi cabeza. Contemplé sus ojos brillantes, sus labios suaves, su piel cuidada, su cabello desordenado por el cambio de ropa, cada detalle que tenía a mi alcance. A mis ojos era precioso, no solo por su aspecto, toda su persona lo era. Y la verdad era que la vida fue más injusta con él que conmigo.

—¿Es cierto que envidias lo que hice hoy?

Puso atención a su mano que paseaba por mi brazo, no muy a gusto con mi pregunta.

—Sí. —dijo sin mirarme—. Lamentablemente entiendo por qué mis padres hicieron las cosas que hicieron y mi conciencia no me deja hacerlo. Es uno de los problemas de mi profesión —intentó bromear.

Tomé su mano y la besé.

—Yo te envidio a ti. Me gustaría ser tan fuerte como tú.

Se sonrió complacido al oírme.

—¿Hablas de no perder la paciencia? —se burló buscando hacerme reír.

Cosa que logró. Y esa risa se mezcló con algunas lágrimas que me tomaron por sorpresa. Pero no eran de amargura, eran de gratitud. Una gratitud que me invadía al punto de conmoverme, porque a pesar de toda mi desdicha, una vez más estaba riendo y era gracias a Francisco. Me acurruqué a su lado, escondiendo mi rostro en su pecho, y él siguió con la tarea de acariciar mi cabello en silencio.

Me pregunté si estaría mal pensar en un futuro junto a él y vivir a su lado las cosas que creía que ya no podría vivir. Si estaría mal volver a tener un hogar.

 Si estaría mal volver a tener un hogar

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.
Oculto en SaturnoWhere stories live. Discover now