Capítulo VIII

En başından başla
                                    

En algunos pueblos de relativa importancia encontraba Oliver a la orilla del camino grandes cartelones en los cuales se anunciaba que toda persona que mendigase en su distrito sería conducida a la cárcel, prevención que asustaba tanto al desdichado, que procuraba salir de la jurisdicción de aquéllos con toda la prisa posible. En otros, buscaba la posada y, de pie en la entrada del corral, dirigía miradas lastimeras a cuantos acertaban a pasar por su lado, recurso que solía terminar con una orden dada por la posadera a los mozos de la casa de que echaran al desconocido que sin duda rondaba la casa con intención de robar alguna cosa. Si pedía una limosna a la puerta de una casa de labor, de cada diez veces nueve se encargaban de contestarle los perros, azuzados por el amo, y si se atrevía a asomarse a una tienda, resonaba inmediatamente en sus oídos el terrorífico nombre del alguacil, nombre que le ponía el corazón en la boca... única cosa que en ella había tenido en muchas horas.

De no haber sido por el buen corazón de un encargado del portazgo y la caridad de una pobre vieja, los sufrimientos de Oliver hubieran terminado como terminaron los de su madre, es decir, habría caído muerto sobre el camino real. El encargado del portazgo le dio un pedazo de pan y queso, y la anciana, que tenía un nieto caminando con los pies desnudos por tierras desconocidas después de haber naufragado el barco en que navegaba, apiadóse del pobre huérfano, dióle lo poco que tenía, y por añadidura, le prodigó palabras cariñosas y excelentes consejos, a lo cual añadió tantas lágrimas de simpatía, que el corazón del pobre muchacho se conmovió hasta el punto de hacerle olvidar por algunos instantes sus propios sufrimientos.

La mañana del día séptimo de marcha, después de abandonar su país natal, Oliver entró caminando pesadamente en la pequeña población de Barnet. Las ventanas de las casas estaban cerradas, desiertas las calles y todo el mundo durmiendo. Alzábase el sol radiante, pero sus resplandores solamente servían para mostrar al muchacho todo el horror de su miseria y desamparo mientras cubierto de polvo, destrozados y cubiertos de sangre los pies, se sentó a descansar un poco sobre los fríos peldaños de una escalinata que daba acceso a la puerta de una casa.

Poco a poco fueron abriéndose las maderas de las ventanas, alzándose las persianas y dejándose ver algunas personas, que comenzaron a circular de aquí para allá. Hubo algunas que se detuvieron durante breves instantes a contemplar a Oliver, otras que volvieron la cabeza sin detener sus pasos; pero nadie le socorrió, nadie se tomó la molestia de preguntarle qué hacía allí. Oliver, en cuyo pecho no latía un corazón de mendigo, permanecía inmóvil y silencioso.

Llevaba ya algún tiempo sentado en la escalinata, admirándose de que hubiera tantos establecimientos públicos (en Barnet, una puerta sí y otra también eran tabernas), mirando con envidia las diligencias que pasaban y pensando con cierto sentimiento de dolor que aquellos carruajes podían recorrer en pocas horas y con comodidad la distancia inmensa que él tardó toda una semana en franquear, cuando llamó su atención un muchacho, que pocos instantes antes había pasado por su lado sin mirarle, al parecer, y ahora se había detenido frente a él y le miraba con atención. Al principio, apenas si Oliver hizo caso; pero tanto rato duró la muda observación del muchacho, que al fin nuestro héroe alzó la cabeza y contestó a la mirada con la mirada. El desconocido cruzó entonces la calle, y encarándose con Oliver, le preguntó:

—¡Hola, compañero! ¿Qué te pasa?

El que así interrogaba al viajero tendría poco más o menos la misma edad que éste, pero era el tipo más extraño que Oliver había visto en su vida. Tenía la nariz achatada, deprimida la frente, las facciones de lo más ordinario y su aspecto resultaba todo lo repugnante que es compatible con un rostro de niño, pues niño era aunque de hombre quería darse importancia y de tal afectaba los modales. Tipo desmedrado, de piernas combadas y ojos muy pequeños y vivos, llevaba el sombrero tan a flor de la cabeza, que se le hubiera caído irremisiblemente a cada paso si un movimiento peculiar de aquélla no le llevara nuevamente a su puesto, cada vez que principiaba a caer, lo que ocurría con mucha frecuencia. Vestía una levita de hombre de gran talla cuyos faldones le llegaban hasta los talones, y las mangas eran tan largas, que las había doblado en una mitad para poder hundir las manos en los bolsillos de sus calzones de pana. En una palabra, parecía tan pagado de sí mismo como jamás lo haya estado un galán de cuatro pies y seis pulgadas, pues ésta venía a ser su estatura.

Oliver TwistHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin