━ 𝐋𝐗𝐗𝐕𝐈𝐈𝐈: ¿Quién dice que ganarías?

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Floki había sido una prueba fehaciente de ello, de lo mucho que el poder la estaba corrompiendo. Puede que lo hubiese dejado marchar junto a su tripulación, pero si lo había hecho era porque no había tenido otra alternativa. Su prohibición de que no se llevase a nadie de Kattegat, luego de que el constructor de barcos le comentara sus intenciones de regresar a la Tierra de los Dioses junto a todo aquel que quisiera acompañarlo, aún resonaba en sus oídos.

Ojalá hubiese puesto el mismo empeño en tratar de rescatar a Astrid.

Se secó el sudor de la frente con la manga de su camisa y, tras dejar su espada y su broquel en el suelo, avanzó hacia el árbol más cercano. Abrió el morral que colgaba de una de las ramas y sacó un odre lleno de agua. Bebió hasta saciar su sed y luego se mojó la palma de su mano derecha, para finalmente humedecerse la nuca y el cuello.

Cerró los ojos, disfrutando de la frescura del líquido en su piel sudorosa. Se encontraban en pleno skammdegi, lo que significaba que las temperaturas eran sumamente bajas, pero el esfuerzo físico mantenía su sangre caliente.

Segundos después volvió a meter la cantimplora en su zurrón y se pasó ambas manos por el cabello. Las deslizó por la larga trenza que le llegaba a la mitad de la espalda, a fin de asegurarse de que ningún mechón se hubiera salido de su sitio, y suspiró lánguidamente. El sol ya se encontraba en su punto álgido, señalando la llegada del mediodía.

Era hora de volver a casa.

—¿Ya te vas?

Eivør dio un ligero respingo, sobresaltada. Había estado tan inmersa en sus cavilaciones que no se había percatado de que alguien se había situado tras ella... Siendo ese alguien nada más y nada menos que Björn Piel de Hierro.

El mayor de los Ragnarsson, que también había estado entrenando durante la última hora, la observaba con una sonrisa torcida coloreando sus facciones. A pesar del ambiente frío, se había desabotonado la camisa, dejando al descubierto su torso. La morena tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no fijarse en los músculos que asomaban bajo la oscura tela.

—¿Tan evidente es? —respondió ella con sorna.

No habían vuelto a hablar desde la noche del banquete. Lo había estado evitando, tratando de poner tierra de por medio para no tener que enfrentarse a la principal causa de sus quebraderos de cabeza. Y aun así, lo que habían hablado en aquella desértica —o no tan desértica— callejuela, las cosas que Björn le había dicho con sus rostros a apenas unos centímetros de distancia, no dejaba de repetirse una y otra vez en su mente.

Al igual que su conversación con Torvi.

Con ella tampoco había vuelto a hablar. Y aunque le dolía que las cosas hubiesen acabado así entre ellas, sabía que era lo mejor. Le había hecho mucho daño y era perfectamente entendible que la rubia no quisiese saber nada más de ella.

Cogió el morral y se lo cruzó sobre el pecho, consciente de que Björn no le quitaba el ojo de encima. Se sacó la trenza de debajo de la correa y se dispuso a volver sobre sus pasos para recoger sus armas, que continuaban en el suelo. El hombre no titubeó a la hora de ir tras ella, lo que le generó una enorme satisfacción.

Adoraba el poder que tenía sobre él, debía reconocerlo.

—¿No te vas a enfrentar a mí ni una sola vez, Hrólfrsdóttir? —pronunció Björn, deteniéndose cuando Eivør así lo hizo. Esta se agachó para poder aferrar su espada y su escudo—. Y yo que te había reservado un duelo... —Negó con la cabeza en un gesto melodramático.

Una vez recuperada la verticalidad, la skjaldmö lo miró con una ceja arqueada y la sombra de una sonrisa tironeando de las comisuras de sus labios. La insistencia del caudillo vikingo en todo lo referente a ella seguía asombrándola, aunque debía admitir que no le desagradaba. A una parte de ella le gustaba que no se diera por vencido, que estuviese constantemente buscando la más mínima excusa para poder estar con ella y disfrutar de su compañía.

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