1.- Verano (Quinn)

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Recordaba el calor, las guirnaldas iluminadas, las calles empedradas de forma extrañamente regular con sus círculos concéntricos de pizarra subiendo y bajando por las avenidas. Recordaba la música inundando los barrios en aquel pequeño festival donde liberaban a los instrumentos de las tabernas y las salas de conciertos para dejarles salir, respirar el aire normalmente gris, sucio de la ciudad, que se había limpiado milagrosamente con las últimas lluvias como si la misma Ordia quisiese dar la bienvenida a ese momento de color en el negro casi imperturbable de su día a día. Recordaba su pelo, rojo como el atardecer: su violín, rojo como la sangre. Le bastó verle para empezar a tocar una canción que le sonaba vagamente, con acordes y saltos que venían de un mundo que era imposible que conociera. Le bastó sonreírle para que tuviera que salir a bailar.

Recordaba su casa, a las afueras. El montón de leña, el amplio salón cocina con esa mesa enorme para invitados que habían ahorrado para conseguir, los dos cuartos de grandes ventanas y sábanas siempre revueltas. Recordaba a su hijo practicando con el violín, recto como un militar, tocando con soltura y con gracia antes de las pruebas para entrar a la orquesta. Recordaba a su hija entre sus brazos, pequeña, siempre con los ojos azules tan abiertos, viéndolo todo. Ella no podía acercarse a la ciudad, no aún, pero en un futuro podría hacer todo lo que quisiera. Les vio crecer en esa casa poco a poco y a toda velocidad al mismo tiempo, con la mujer del pelo rojo a su lado, inquebrantable. Sus niños, a los que adoraba. Lo sentía tanto.

La hierba y la madera prendieron rápido. El fuego corrió, saltó tan deprisa como bailaron ellos el día que se conocieron, persiguió a su esposa, persiguió a sus hijos, pero sobre todo le persiguió a él. Habían tardado tanto, ¡tanto! ¡Casi veinte años! ¡Casi veinte años allí, escondido como mejor sabía, viviendo una vida que nunca había tenido derecho a vivir! Y entonces, solo entonces, después de haber llorado y reído y crecido y disfrutado, después de haber notado la miel en los labios y escuchado la música de aquellos a los que más quería, volvieron. Y él recordaba. El último grito de Deirdre, las alas de la pequeña agitándose en el aire para correr más deprisa a través del bosque, de la mano de su hermano. Sus consejos, el violín rojo partido en dos, unido a ellos, a su esencia, a quienes eran. Pudo decirles lo mucho que les quería antes de que la argolla de hierro se cerrase entorno a su cuello, ardiendo como si hubiera sido ella también pasto de las llamas. Le arrastraron de vuelta. Los perros correrían tras sus hijos, pero no les cogerían, esa noche no. Ojalá, ninguna.

Le llevaron de vuelta al infierno, al corazón de un verano que nunca había vivido hasta escapar de él, donde sentiría el mismo calor sofocante del verano en Ordia pero nada de su música. Le llevaron donde la luz lo inundaba todo pero nunca significaba nada, donde nadie recordaba lo que era una familia. Y allí, con las cadenas de hierro frío haciéndole arder la piel, recordaría hasta que algún día pudiera volver. 

Rolestival 2021Where stories live. Discover now