━ 𝐋𝐗𝐗𝐕𝐈: Ya no estás en Inglaterra

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Ella, junto a su madre Kaia, le había brindado la oportunidad de empezar de cero, de sobrevivir. Le habían proporcionado ropa, alimento y un techo bajo el que dormir. Y aunque la realización de las tareas domésticas le resultaba sumamente tediosa la mayoría de las veces, no lo sobrexplotaban ni se aprovechaban de él. De hecho, Kaia, a quien conocían como «La Imbatible», solía despacharlo siempre que podía, enviándolo de vuelta a las barracas antes incluso de que acabase el día.

A Drasil, por el contrario, le gustaba exprimir al máximo su tiempo con él. Siempre que podía, la guerrera le enseñaba palabras y expresiones en su lengua. A él se le daba mejor entenderlo que hablarlo, pero estaba haciendo grandes progresos, sobre todo a raíz de desembarcar en Kattegat y comenzar a desempeñar su labor de esclavo.

Sin dejar de caminar, miró por el rabillo del ojo a la que ahora era su dueña, que permanecía inmersa en sus cavilaciones. Esa mañana Drasil le había pedido que la acompañara al mercado, de ahí que ambos se estuviesen dirigiendo a la plaza de la ciudad. El trayecto estaba siendo extrañamente silencioso, lo que era bastante inusual. La vikinga siempre solía hablar, ya fuera para trabajar en la superación de la barrera del idioma o simplemente para pasar el rato, pero aquel día —al igual que los anteriores— estaba demasiado callada.

Ya llevaba cuatro días así, sumida en un retraimiento que nunca antes había visto en ella. Y todo había sido a raíz de aquella noche en la que su prometido, Ubbe Ragnarsson, se había presentado en su casa, preocupado por algo que debía de haber sucedido en el Gran Salón, que era como una especie de casa comunal.

Como era lógico, había detalles que se le escapaban, pero estaba convencido de que el mal que aquejaba a Drasil tenía que ver con su futuro esposo. Lo más probable era que hubiesen discutido, de ahí el abatimiento de la muchacha y sus comentarios acerca del amor y las relaciones de pareja.

No lo iba a negar: le había sorprendido descubrir aquella faceta tan sensible de Drasil, tan humana. Su visión de los nórdicos siempre había sido cruda y descarnada. Desde niño los había considerado demonios carentes de escrúpulos que solo buscaban matar y saquear, pero ahora... Ahora ya nada tenía sentido para él.

Al estar conviviendo con ellos se había dado cuenta de que no eran más que personas. Personas que tenían sus familias, sus problemas, sus ocupaciones... No eran tan diferentes a los cristianos, a él. No vivían en el pecado ni cometiendo actos atroces diariamente.

Podría decirse que eran normales.

Extrañamente normales.

Por lo que había podido observar, los escandinavos poseían un sistema jerárquico bastante rígido. Al igual que Inglaterra, Noruega estaba dividida en reinos, siendo Kattegat uno de ellos. Sin embargo, allí el papel de la mujer era mucho más importante y trascendental que en su patria, donde apenas eran tenidas en cuenta. No en vano aquella región estaba gobernada por una fémina, una doncella escudera bastante famosa, según tenía entendido.

Lagertha, la primera esposa de Ragnar Lothbrok.

Los dos se adentraron en la plaza del mercado, que sorprendentemente no estaba muy llena, al menos de momento. Drasil no titubeó a la hora de tomar la delantera, con una gruesa capa sobre los hombros y una cesta de mimbre colgada de su antebrazo izquierdo. Él, por su parte, se limitó a seguirla en el más absoluto mutismo.

Pasaron de largo varios puestos hasta que finalmente la pagana se detuvo en uno en concreto. El sajón echó un vistazo rápido al mostrador de madera sobre el que había expuesta una gran variedad de hierbas y raíces. Una rica mezcla de olores se coló sin previo aviso en sus fosas nasales, lo que le hizo cerrar los ojos. Cuando los volvió a abrir, Drasil ya estaba hablando con la herborista, con quien parecía tener una buena relación.

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