El turco Rissit

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A unos doscientos  metros del lugar donde Pedro Pablo se encontró con el perro negro; más arriba, había una pequeña loma que se destacaba por tener una  casa en lo alto. Era una casa de color marrón, de adobe en bruto, con techo de tejas.  Allí vivía un hombre de avanzada edad y con dificultades para caminar. Algunos decían que era el padre del turco Rissit, y que esos terrenos, en las afueras del pueblo, eran de él.

De vez en cuando, el dueño de la botillería Estambul subía a dejarle agua, alimentos, medicamentos y algo de vino tinto. Lo hacía a lomos de un caballo pelirrojo, bien aperado. Y fue así  como, regresando de una de esas visitas, vio que algo estaba sucediendo más abajo. Aminoró el paso del caballo y se fue acercando lentamente, sin dejarse ver. Pero, él vio, sorprendido, a un hombre trenzado en lucha con un gran perro negro. A pesar de la poca luminosidad, pudo darse cuenta que el hombre era, ni más ni menos que Pedro Pablo, uno de sus clientes y casi vecinos. Pensó acudir en su ayuda; no obstante, al ver caer al perro, esperó un instante más. Y, cuando Pedro Pablo, luego de esconder al animal muerto, se fue del lugar, dirigió su caballo hacia los matorrales y, luego de mirar a diestra y siniestra, desmontó y rápidamente dio con el perro. Éste había muerto con el hocico abierto y, el destello de los dientes, fue suficiente para activar su ambición. Agarró al pesado cadáver y lo puso, con cierta dificultad,  sobre su caballo, detrás de la montura y bien amarrado. Se puso en marcha, y el equino caminaba lentamente soportando el peso de una ambición desconocida.

 El turco entró al pueblo con mucha cautela; no quería curiosos cerca, menos aún si, por casualidad, lo viera Pedro Pablo. Al parecer nadie lo vio ni él a nadie. Ya en el patio trasero de su casa agarró el cadáver del perro negro y se lo llevó a un pequeño taller ubicado bajo una protección de planchas de zinc. Puso al animal sobre una rústica mesa de trabajo y procedió a sacarle los dientes. Efectivamente... ¡eran de oro! Todos eran de oro hasta la raíz.  Trabajo árduamente por muchas horas. No fue fácil.  Debió sostener la negra cabeza entre dos planchas  metálicas de una prensa fuertemente apretada. Tiraba y quebraba huesos, usando un alicate y un  martillo. Cuando, finalmente, logró su objetivo, se retiró a descansar, a dormir. Ya pensaría qué hacer con ese tesoro.

Pasaron dos semanas y media, casi tres.

Y así fue como llegó  el día en que, desde no muy lejos, el turco observaba muy atentamente a Pedro Pablo que escribía y fumada sentado en "su" tronco,  distraídamente, sin levantar cabeza. Sintió pena por él, tanta que quiso ver la forma de retribuirle el haber dejado al perro escondido.

Algo más cerca, un niño de unos ocho años jugaba inocentemente pateando una pelota casi desinflada. El turco lo vio y, con un corto silbido, lo llamó. Le dio unas cuantas monedas y algunas precisas instrucciones, señalando con un dedo en dirección sur.

Fue así, como, sin darse cuenta Pedro Pablo, el niño pasó disimuladamente por su lado y arrojando "esa pequeña cosa brillante" entre las tantas colillas de cigarrillos, se alejó, pensando que el juego estaba terminado. Pero no, no lo estaba, ni tampoco se trataba de un juego.

Cuando Pedro Pablo se marchó a su casa, no vio más que colillas en el suelo. Libre el camino, el turco Rissit, que no lo perdía de vista, fue a sentarse al tronco y, disimuladamente, revolvía con sus zapatos los restos de cigarrillos. Allí estaba el diente de oro, entre las cenizas, brillando tímidamente.

Con otro corto silbido, el hombre volvió a llamar al niño. Éste llegó corriendo. Y las instrucciones ahora eran más osadas. Tenía que llevarle "esa cosa" a don Pedro; entregársela  sin decir nada y salir corriendo, como si lo persiguiese un perro.

Cuando Pedro Pablo abrió la puerta para ver de qué o de quién  se trataba, quedó sorprendido al ver que ese pequeño estiraba el brazo derecho para entregarle "algo". El chico salió corriendo, sin decir nada. El hombre, al ver el diente de oro en sus manos, quedó como paralizado por varios segundos. Cuando reaccionó para preguntarle al niño de dónde lo había sacado, éste ya estaba muy lejos. Salió tras él. Lo vio entrar a una casa. Llegó al punto y gritó varias veces "aló, hay alguien aquí". Al rato se abrió una puerta y salió una mujer madura, mal humorada y desarreglada. Era corpulenta y odiaba a los hombres viejos porque los consideraba unos pervertidos. Cuando el hombre preguntó por el pequeño diablillo, que resultó ser el nieto de la mujer, ésta lo increpó y lo amenazó con un palo de grueso calibre que movía en el aire. El hombre debió retirarse del lugar por temor a ser agredido. Como el chico salía a la calle a patear su pelota, ya vería la oportunidad de hablar con él. 






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