Amy.

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Amy tenía 17 años, la misma edad que yo. No se arreglaba, le bastaba con bañarse cuidadosamente todos los días, 3 veces al día. Le daban permiso de hacerlo para mantenerla calmada. Lloraba mucho y le gustaba hacerlo con alguien, con quien fuera. Estaba desesperada tener un hombro sobre el cual llorar. Me contaron que cada verano se follaba a su nueva compañera de cuarto y que se robaba algo de ella, como un recuerdo. Todos pensaban que era parte de su frivolidad, que guardaba esas cosas como trofeos.
 Me la follé también, lo hice por que lo necesitaba. Entonces la entendí, entendí que lo único que quería era que alguien que dijera su nombre con una entonación diferente, aunque fuera entre gemidos, temblorosa por el frío y tratando de que no la descubrieran. Entendí que guardaba lo que robaba como quién guarda una carta de un amante mentiroso, como cuándo sabes que cada palabra de la carta es falsa, pero igual te aferras a ella ante la duda de si hubo aunque sea un poco de amor detrás de alguna coma.

Entendí que ella era esa parte mí que me negaba a aceptar, porque en realidad si me dolía que nunca me habían amado todas las personas que debieron hacerlo. Yo era más patética que ella por que ni siquiera aceptaba que lo necesitaba, por sentirme fuerte la usé y me la follé sin sentir nada, ni amor, ni placer ni vacío, nada. Me la follé solo para llevarle la contraria y que entendiera que ni follando ni cortándose ni llorando lastimeramente en el hombro de alguien la iban a amar. 

Idiota yo por que solo tenía razón a medias. Las dos estábamos ciegas y ella supo devolverme la vista. Fue ya muy tarde cuando me di cuenta que eso la hacía bella, que por eso no necesitaba arreglarse. Ella era tan transparente que te reflejaba, podías mirarte en ella. 

Las margaritas que florecen en el infiernoWhere stories live. Discover now