Ese mismo jueves, alrededor de las seis de la tarde, comenzó a sonar el instrumento en la cafetería. Escuché desde mi oficina sin que se sintiera como un logro, solamente hizo que mi soledad se ahondara y volviera a plantearme la posibilidad de renunciar. Después de todo ese trabajo volvería a mi casa a sentarme en la cocina y nada más, eso era todo, y para eso no valía tanto esfuerzo.

***

Sintiendo que perdía lo último que me quedaba de fuerza y la poca claridad que creía tener, el viernes después del trabajo me dirigí al consultorio donde había tratado mi insomnio, totalmente vencido. Me tragué mi dignidad y avergonzado esperé en una sala frente a la misma recepcionista de siempre. Al llamar para concertar una cita me dijo que mi cupo seguía libre, como si fuera obvio que iba a regresar. No me gustaba cruzarme con gente en esa sala de espera que se disponía para varios consultorios, vivíamos en una ciudad chica. Así que después de pasear por varios días y horarios, los viernes a última hora era el momento en que menos posibilidad había de compartir la espera con otras personas, así de ridículo me sentía porque ni siquiera yo quería ser visto yendo a un psiquiatra. Cuando vi salir a la última persona desvíe la mirada y comencé a inquietarme. Habían pasado cuatro meses desde la última vez que estuve allí, o hui de allí mejor dicho. No creí que regresaría, así que volví a repasar mi determinación de pedir una receta para las pastillas que me ayudarían a conciliar el sueño. No hablaría de nada más. Después de un rato que se me hizo eterno, la puerta se volvió a abrir y me sentí amenazado por la expresión compasiva de Francisco, carente de extrañeza o reclamo por mi deserción.

—Me alegra volver a verte —saludó como si solo hubiera pasado un par de semanas.

Al entrar rehuí de su mirada y fallé en mi plan de mantenerme en pie, terminé sentándome a modo de distracción.

—¿Quieres té? ¿Café? —ofreció.

—No, gracias.

Ese consultorio se me hacía un lugar extraño. Había una insistencia de que todo luciera nuevo y lujoso, el sillón en el que me sentaba era de un cuerpo pero de alguna forma más grande que un sillón de un cuerpo normal, las cortinas dobles, la música que sonaba de fondo, el café que siempre se ofrecía ni siquiera era común, era de cápsula. Para mí no era relajante, se veía artificial. Pero nunca tuve con qué comparar esa sala y podía ser que todas fueran así. Pero esa artificialidad también se trasladaba a Francisco, en su ropa evidentemente cara, en el innecesario uso de un iPad para tomar notas en lugar de papel como cualquier persona normal, en sus lentes de marca. Aunque no era por eso que me daba esa sensación de falsedad, él tenía una amabilidad y sencillez natural al hablar que no coincidía con lo que lo rodeaba. Para mí, la gente que vestía como él era creída y pretenciosa como Vicente. La ostentación de esa sala parecía pertenecerle a otra persona.

Se sentó delante de mí, en otro sillón igual al que yo ocupaba, en el medio había una pequeña mesa ratona de vidrio, impecable como todo lo demás.

—Vine porque no puedo dormir y necesito medicación para eso —me apuré en anunciar para evitar que él comenzara la conversación que no debía suceder.

—¿Ocurrió algo? —preguntó con interés.

A pesar de usar anteojos, estos no ayudaban a disimular su mirada fija y atenta. Era como si pudiera adivinar todo lo que no le decía tan solo observándome, lo que podía ser una sensación causada por todas las cosas que sí había contado en otras sesiones.

—La verdad es que no vine para hablar —respondí con sequedad—. Solamente necesito esas pastillas para ganar tiempo mientras busco otra persona para seguir cualquier tratamiento.

Oculto en SaturnoUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum