El fantasma de Villadusta

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El marqués Hugo Díaz de Villadusta, en ocasiones, cuando no miraba, lo veía, como si siguiera estando ahí. Y eso es lo que pasaba en aquel momento, pues sabía que estaba en alguna parte detrás de él, mirándolo, juzgándolo, aunque su atención estuviera más allá de la gran ventana: en los árboles que se agitaban violentamente por el viento, en la lluvia que replicaba contra el techo, los cristales y el pavimento, en la creciente oscuridad de la tarde-noche, acrecentada por la falta de Sol y la presencia de las nubes tormentosas. Había sido un día oscuro, típico del recién llegado otoño, época de chimeneas y paseos sobre las alfombras de hojas caídas, de tiempo en familia y de caza. Era la época que Hugo de Villadusta más odiaba.

—Excelencia, el baño está listo.

Su Excelencia tuvo que apartarse de la ventana. Con las manos entrelazadas en su espalda, se dio media vuelta para atender a su sirvienta.

Arturo desapareció.

La joven esperaba su respuesta, fuera verbal o no. Vestía muy sencilla y, por tanto, dispar con respecto al resto de la casa, toda llena de ornamentos hasta en el más mínimo espacio. Aquella mansión era otra de las cosas que el marqués de Villadusta más odiaba.

Se dirigió hacia su dormitorio y seguidamente hacia la bañera, llena de agua caliente. En un día como aquel se agradecía tanto como una simple sopa recién hecha.

La joven sirvienta fue detrás de él, silenciosa como las estatuas que moraban por el comedor. Ayudó a su señor a desvestirse y, una vez que él entró en la bañera, empezó a enjabonarle los brazos. Todo fue tranquilo hasta que Hugo oyó un fuerte estrépito y vio el jarrón con las flores marchitas en el suelo.

Apartó a la sirvienta con fuerza y se puso de pie sobre la tina.

—¡Largaos! ¡No me toquéis las cosas! ¡Dejadme en paz!

Mientras ella, acostumbrada a los ataques de ira repentina de su señor, se alejó y aguardó hasta nueva orden. Echaba de menos la persona que era meses atrás, antes del verano, cuando recién conoció a cierto individuo que comenzó a visitar regularmente la villa. Pero que ella echara algo de menos le era indiferente al mundo. Así que obedecía y complacía a Hugo Díaz de Villadusta para que un día, tardase lo que tardase, volviera a entrar en razón.

—¡Largo! —esta vez miraba a la sirvienta—. ¡Lárgate!

Tras una reverencia, abandonó la habitación con los bajos del sencillo vestido mojados y con restos de jabón. Permitió —muy a su pesar— que la locura siguiera abriéndose paso a través de Hugo. Porque claro, qué iba a poder hacer ella, una simple joven cuya familia había estado al servicio de los Díaz de Villadusta desde siempre, que no era sino un adorno más en aquella casa. Así que salió y, tras vacilar unos segundos ante la puerta cerrada, consciente de que quizá su señor la necesitara en breve, fue a ayudar a la cocina.

En el dormitorio de la cabeza de la casa, el marqués iba de un lado para otro hecho una furia, desnudo y chorreando agua. Gritaba a quien veía cuando no miraba que se fuera y lo dejara tranquilo, que lo abandonara de una vez por todas a un silencioso suplicio, que se olvidase de él y fuera a atormentar a cualquier otra criatura del reino.

Pero era otoño, época de lluvias, marrón y familia; y residía en la mansión de Villadusta, con salones donde bailaban las estatuas y jardines donde cantaban la niebla y las flores muertas; por lo que sus deseos no podían ser cumplidos.

El marqués siguió y siguió hasta que oyó su voz. Una voz que misteriosamente había olvidado. Una voz que lo rozó por dentro y que brotó por su corazón. Una voz cuyo sonido podría haber revivido a la flor marchita rodeada de cristales del suelo.

Historias hialinasWhere stories live. Discover now