—Dudo que mucho. No conocía muy bien a Octavio.

—O tal vez se exaltaría aunque no lo conociera.

Ambos sonreímos con tristeza.

Esto aún no se sentía del todo real. Parecía apenas haber sido ayer cuando la conocí, tan desvergonzada y sincera que daban ganas de cubrirle la boca. Apasionada y, en algunas ocasiones, insegura. ¿En verdad una persona así podía desaparecer tan fácilmente?




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Al día siguiente, luego de ir a la universidad, me apresuré a ir al cementerio. Llegué justo cuando estaban enterrando el ataúd de Sonia. Mi hermano era de los que ayudaban a bajarla, mientras que Ángel cargaba con las flores que colocarían encima.

Lau no había podido asistir por su pesado horario, así que en representación de ambas estaba yo.

La madre de Sonia se veía destrozada, más pálida y ojerosa que el día anterior. No quería imaginar lo difícil que sería para ella perder a su única hija, sin tener a alguien que la reconfortara y entendiera su dolor de la misma forma. Intenté buscar con la mirada por milésima vez al padre de Sonia, pero no lo encontré. Tal vez había fallecido antes, pues sería increíble que no asistiera al funeral de su propia hija. Pensando de esa forma, esa mujer frágil y pequeña debía tener la peor de las suertes.

Después de un tiempo, la madre de Sonia pudo alzar la voz, dándonos las gracias por asistir, diciendo que su hija habría sido feliz de ver al montón de personas que la amaron y que estaban allí, y de forma discreta maldijo al conductor que le había arrebatado la vida, o algo así.

Finalmente, después de tomar un vasito de licor, me acerqué a Aarón para preguntarle si iba a quedarse un rato más o a irse. Yo no podía quedarme por más que lo deseara, tenía mucha tarea. Parecía que mis profesores se pusieron de acuerdo para dejar múltiples trabajos en el día menos adecuado. Como era de esperarse, él se negó a apartarse, diciendo que acompañaría a la señora Estrella.

—Entonces me voy —le susurré, acariciando su brazo.

Sólo pudo asentir. No me gustaba verlo de esa forma, tan decaído, como si algo en él hubiese muerto también.

Di media vuelta y recorrí con mucho esfuerzo los estrechos senderos que había en el panteón, lleno de tierra y hierbas secas. Antes de cruzar la entrada, una pequeña parte de mí quería regresar y despedirme de Ángel —a quien no había visto por un buen rato—, sin embargo, no sabía qué decirle ni cómo reconfortarlo. En esos últimos dos días casi no nos habíamos topado y sentía que cualquier cosa que tuviera para decirle resultaría como un patético discurso que sólo iba a hacerle sentir peor.

Sin embargo, como ya sabemos que el universo me odia, cuando iba caminando por la bajada para tomar un taxi, ahí estaba él poniéndose su casco, dispuesto a irse. Me detuve de golpe y observé a mi alrededor en busca de algún escondite. Todo lo que había no eran más que casas muy juntas sin ningún callejón de por medio. También había una tienda, aunque no era de mucha ayuda porque podría verme sí o sí.

Entonces decidí quedarme quieta detrás de él hasta que se fuera. Mi maravilloso plan duró tres segundos. Luego de que las llaves se le cayeran y que las recogiera, Saavedra se percató de mí. Aunque no podía ver su rostro del todo, sabía que sonrió apenas.

—¿Qué haces ahí parada?

—Es que... me dio un calambre, pero todo ya está bien, así que...

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