3 ~ Rapunzel

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RICK, EL YANQUI


Richard Pompadour, aunque su nombre sonase francés, era más yanqui que nadie. Patriota, fan de la Coca Cola y amante de la cacería y las armas, no perdía una ocasión de viajar a los campos de Argentina para hacerse con un par de ciervos y disfrutar de la latinidad de los argentinos, que él adoraba con toda su alma.

Era inteligente, para estándares de un hombre de mundo. No exactamente muy estudioso, pero sí listo y de lengua rápida, y sabía hacerse entender en el idioma que fuese incluso a través de su tosco acento. Era agradable y conversador, amable, generoso y de risa fácil. Sólo tenía un pequeño detalle, que Persinette pasó totalmente por alto porque, vamos, jamás había visto a un hombre que no fuese su padre y ya ni se acordaba de él:

Rick, el yanqui, era terriblemente feo.

Podía ser su nariz, roja y grande, o el comienzo de joroba en su espalda a pesar de no tener ni treinta años. O tal vez el ojo medio bizco que se desviaba, o el copete de cabello de corte estrambótico que no ayudaba a mejorarlo en absoluto. Aunque sí, se podía decir que vestía bien y con estilo, al menos.

El caso era que Rick tenía fichada esa estancia aparentemente vacía desde hacía tiempo, y cada año que viajaba de vacaciones para cazar en Argentina se prometía que iría a ver si estaban los dueños en alguna parte, pero siempre se entretenía en otras cosas y terminaba volviéndose a Estados Unidos con la curiosidad picando. Esto es, hasta que se decidió por fin y entró a paso firme en el campo, en el año 2046.

No había camino marcado ni gente a la vista, y la naturaleza había hecho de las suyas. Había ciervos y jabalíes, y liebres y conejos a montones, pero refrenó sus ganas de apuntar el arma y siguió caminando. No podía cazar nada de ahí sin tener el permiso del dueño: Rick era muy correcto y muy formal en ese sentido. Se preguntó más de una vez quién demonios (who the hell, tal como pronunció en voz alta) construía el casco de la estancia tan adentro y tan carente de señalización y caminos, pero luego se dijo que debería ser una excentricidad de los argentinos, y eso le sacó una sonrisa.

Finalmente, cuando ya estaba por rendirse, divisó la casa principal rodeada de las viviendas para los peones de la estancia, o eso supuso. Recién ahí se comenzó a cruzar con personas, pero eran todas mujeres y nadie le hablaba, y se escurrían como ratas en cuanto él intentaba acercarse.

—How nice —murmuró, medio molesto y medio divertido.

Le dio una vuelta al lugar y luego se plantó frente a la puerta principal y llamó con los nudillos. No había campana ni timbre. Esta gente se había quedado en la historia, al parecer. En la prehistoria, ironizó Rick en su cabeza, detrás del orgulloso copete que desafiaba todas las leyes de la gravedad y la física.

Por suerte, o una casualidad del destino, o porque a la vida se le dio la gana, Rubí Labelle no estaba en la casa. De hecho acababa de salir por la puerta trasera para recoger rosas hacía un minuto, y Rick no se la había encontrado al recorrer el lugar sólo porque el tiempo y el espacio trabajaron a su favor. Fue una despistada y desprevenida Persinette quien abrió la puerta y se quedó mirando a Rick con una expresión indescifrable. Rick lo atribuyó a su fealdad (él tenía muy en claro que era feo), y le ofreció una sonrisa de disculpa.

—Buenos tardes, señorita —dijo en tono galante, tratando de sonar argentino y fracasando en el intento.

Persinette, que a sus dieciséis años apenas si sabía leer y escribir en español porque su madre no era buena maestra, supuso que lo que tenía enfrente era un hombre, y que esa forma de hablar era la de todos los hombres. Se podría decir que no sabía que existían otros idiomas en el mundo, o siquiera que el mundo fuese muy grande. Sus fronteras acababan donde acababa el campo.

✱ Pero así no era el cuento... ✱Where stories live. Discover now