—Hoy mismo si así lo desea —sonrió.

 —En hora buena —por supuesto que quería huir del hospital.

—Tiene visita, por cierto —me dijo.

—Hola, hija, ¿cómo va todo? —era mi papá que acababa de entrar con mi madre. Se veían más preocupados de lo normal. 

—Excelente. Gracias a Dios, no tengo ninguna complicación. El doctor me ha dicho que puedo salir pronto —dediqué una mirada al doctor, que aún seguía con nosotros.

—Me da gusto escuchar eso. 

—¿Qué hay de mis hermanos? —se miraron cómplices de una verdad—. ¿Qué les sucede?

—No sabemos como decirte esto, pero es lo más conveniente —me miró a los ojos con ganas de derrumbarse—. Es una sorpresa terrible para nosotros, pero debemos ser fuertes.

—¿Eh? ¿Por qué lo dices, papá? —papá miró al doctor. Este aprobó con un gesto.

—Tus hermanos han entrado en coma —No sabía que era peor. Estar en un estado profundo de inconsciencia o la misma muerte. Ambas se complementaban de alguna manera.

La noticia me tomó por sorpresa, haciéndome sentir culpable de su destino. Entonces comprendí el comportamiento de mi mamá ante mis preguntas. En el fondo sabía que la noticia podría afectarme. Debía estar enojada con ella por haberme ocultado la realidad. Sin embargo, no tenía derecho a juzgarla. Todo lo que hacía por nosotros era lo mejor. Nos aguardaba meses de angustia y esperas, pero debíamos mantenernos fuertes. 

—¿Cuánto tiempo puede estar una persona en coma? —pregunté al doctor. Él miró a mis padres. Ahora eran ellos los que daban la aprobación.

—Bueno. Hay pacientes que han durado dos a tres semanas, otros duran meses y otros años batallando por sus vidas.

—Tenemos que ser fuertes, hija. Tus hermanos saldrán adelante —dijo mi madre, batiéndose entre su posición y la realidad.

Nos abrazamos, confiando que solo un milagro podía salvar sus vidas.

  Con respecto a la situación del hospital Saint Marie, me enteré de que las familias de las víctimas se estaban preparando para entablar una demanda en contra del hospital por la ineficiencia del equipo de seguridad. Por otro lado, la policía se dedicó a buscar testigos importantes. Entre ellos se encontraban el vigilante, mi mamá y yo. Durante el interrogatorio y con el permiso del doctor, conté los hechos con sumos detalles. Les describí al extraño, tal y como lo recordaba. Sabía que era alto. Su estatura lo confirmaba. Vestía un traje negro con capucha, como una especie de impermeable y un cuchillo en su mano. La verdad no lo pude ver de frente, ni con claridad, porque el pasillo estaba medio oscuro. Les aclaré que aquel extraño había salido de la habitación como si nada. También les conté que me encerré de inmediato, mientras mamá regresaba. Luego apareció ella junto al vigilante, alguien gritó después y nos encerramos a la espera de las autoridades. Como era de esperar, mi mamá también fue interrogada. Ella les dijo que había ido a ver a sus otros hijos que también se encontraban en el hospital. Exactamente en el sexto piso. Después, regresó a mi habitación y encontró que la puerta no cedía. Por lo tanto, fue por ayuda y volvió con el vigilante. El vigilante dio la misma versión de los hechos. Añadiendo que después de escuchar el grito, se armó de valor y llegó al piso de arriba; en el cual algunas personas salieron de las habitaciones a curiosear. Fue en ese momento cuando encontró otras víctimas, masacradas de la misma manera.   

Además de los interrogatorios, revisaron las cámaras de seguridad. No obstante, el asesino fue precavido. Como si nunca hubiese estado allí.

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Había transcurrido un mes desde el cuádruple asesinato y no había pistas del homicida. Era todo un misterio y una piedra en el zapato para las autoridades, víctimas de burlas y boicoteo a través de los medios. El tiempo no se detenía y mis hermanos continuaban dormidos. Inertes y ajenos a su verdad. Estaba empezando a dudar de su resurgimiento, pero recordaba una y otra vez las palabras de mamá y papá. Sin embargo, era difícil evitar la melancolía. Recordé el día de nuestro cumpleaños como el comienzo y el martirio de nuestros días. Queríamos empezar a vivir la vida al máximo, enamorarnos, llorar por nuestra primera decepción amorosa, estudiar una carrera y muchas cosas más. A nadie jamás se le ocurrió que la vida se nos acabaría aquella noche de septiembre. Mis pensamientos fueron interrumpidos y me concentré en el alboroto de una enfermera que pedía la colaboración de sus colegas. Eran las once de la mañana cuando esa misma enfermera anunció:

—¡Doctor! ¡Doctor! Los pacientes de la habitación 666 han desaparecido —y supe que se trataba de mis hermanos.

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