Capítulo XXII: Indeseables

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El hedor lo estaba cansando, ¡pero quedaba tanto por hacer! Con los astilleros trabajando a su máxima capacidad sólo había conseguido hacer a la mar a tres embarcaciones hasta el momento en que había decidido recluirse para no tener que deambular por las nauseabundas calles de la isla, antaño esplendorosas. La gente de Sillán Manerr era un incordio. Cada día que pasaba se convencía más que necesitaban un gobierno bajo puño de hierro y bajo pena de muerte, aunque sabía que no importaba cuantos asesinara por holgazanes e impertinentes, nunca era suficiente. Pero si extinguía a los mugrosos isleños, no tendría quien le fabricara sus barcos, y realmente los necesitaba. Cuando su flota estuviera completa, se encargaría de todos ellos.

Pero su dolor de cabeza no lo ocasionaban solo los obreros. Todos los que habían servido o vivido bajo el mandato de Darwell era unos débiles que cuestionaban cualquier orden que se les diera, y eso era pura culpa del viejo cobarde. Había sido débil en el manejo de los descarriados y su palabra pronto comenzó a valer menos que una onza de excremento. Ahora, él debía reinstaurar el orden, que no era menos que una monarquía genocida: todo aquel que se encontraba a disgusto con sus órdenes, sus planes, sus leyes, debía ser guillotinado. De una isla cuyo mayor sustento había sido el impuesto en los muelles y los astilleros, pasó a ser una carnicería en poco tiempo. Y todo fue su obra.

Las importaciones de acero para armas y elementos de tortura se habían cuadruplicado, de la misma manera que los impuestos en los muelles. Las embarcaciones que pasaban cerca de la isla, indefectiblemente debían detenerse allí por provisiones, armas, redes o cualquier cosa que necesitaran para su viaje. Las distancias eran muy grandes y no había modo de evadir aquella usura.

El viento soplaba desde el mar, trayendo pestilencias de cuerpos quemados, pescado en estado de descomposición, salitre, combustión de hornos metalúrgicos y excremento. Mientras Artrey inflaba cada vez más sus caudales, la gente que antes vivía una vida relativamente próspera, ahora languidecía en la pobreza, defecando en cualquier lado, muriendo en las calles, puesto que no podían pagar los impuestos al nuevo señor de la isla y eran expulsados de sus casas, que eran quemadas para instalar más puestos de herrería. Pero así debían ser las cosas, pronto se haría con el resto de los territorios, y cuando todos estuvieran bajo su yugo iría con todas sus tropas a arrasar las cavernas de los exiliados de la isla en Solosh. Aquellas repugnantes criaturas que buscaban un mundo justo para las gentes simples. ¡Pobres estúpidos! Así les había ido, teniendo que despedirse de todo aquello que una vez les perteneció y pronto tendrían que despedirse de sus vidas. El destierro fue una de las pocas ideas que se le cayeron al viejo Darwell antes de volverse un estorbo.

Pero el hedor a carne quemada era lo que más lo perturbaba, le recordaba lo impotente que era ahora. Más de una vez había sentido apetitos que debió saciar con sodomía y torturas a las mujeres, porque también disfrutaba ver a las isleñas chillando mientras sus cuerpos se desgarraban. Sus hábitos se habían vuelto más viles, pero él sabía que no era su culpa. La perra menor lo había obligado a llegar allí y cada día se despertaba con el anhelo que hubiese perecido ante una agonía lenta y dolorosa. Y cuando torturaba a una mujer hasta verla desangrarse, imaginaba que era Ellienne la que sufría sus impulsos sanguinarios. Pero se consolaba pensando que él no era un monstruo, quería llevar Sigrén hacia el progreso, y que el progreso a veces demanda aberraciones.

Estaba en la sala del consejo. Allí, con todos los ventanales de alabastro cerrados y los pesados cortinajes de terciopelo negro de Mirfos que él mismo había mandado a pedir velando la poca luz que pudiera filtrarse, el hedor se mantenía a raya, y la oscuridad le era más grata que ese odioso sol que le ponía la piel tirante y le hacía llorar los ojos. Con el tiempo, se volcaba más y más a la oscuridad y al silencio. El único sonido que le complacía eran los gritos de dolor y estaba harto de cotilleos. En la penumbra pudo ver una silueta acercándose mientras el ruido de las botas retumbando en la sala vacía confirmaba lo que sus ojos veían. Shuren Greder. Era el único que tenía permitido interrumpir sus cavilaciones, aunque no confiaba siquiera en él ni en su interminable fidelidad.

Hasta el final de nuestras vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora