Capítulo XXVII: Patíbulo

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Todo parecía haberse quedado en silencio. Las nubes cruzaban el cielo, oscureciendo por momentos el mortecino sol de la tarde. Lo único que podía escucharse eran los cascos de los pocos caballos que se acercaban al grupo. Todos los que estaban en los muelles, la gente de Ellienne y Maelle y los mercenarios, de pronto se habían detenido en seco, dejando lo que los mantenía ocupados. El grupo que venía a caballo, ahora mucho más cerca y al alcance de la vista, estaba conformado por no más de diez hombres y venían atropellando, aplastando y cercenando las cabezas de los mercenarios que se encontraban a su paso y que iban camino hacia los muelles.

Tan pronto como los mercenarios advirtieron las intenciones de los soldados de Artrey retomaron el ataque a los desterrados y los desertores. La batalla recrudeció mientras los caballos galopaban y se acercaban cada vez más al belicoso grupo. Aun heridos, cansados, los hombres de Deron, los soloshianos y las hermanas permanecían en la resistencia. Damien había matado a su oponente y no quitaba la vista de los soldados que se les venían encima.

—Damien, reacciona. No podemos cuidar tus espaldas —advirtió Deron, que había rematado al mercenario que intentaba atacar a Damien, a la vez que intentaba defenderse de otro.

Astalgert reaccionó tras el pedido de Frosier, pero de tanto en tanto miraba hacia adelante. Estaba buscando a alguien, algo en su interior le decía que estaba entre aquellos hombres uniformados. Ellienne cayó, estaba perdiendo sangre en una cantidad bastante considerable. Soren Rustel, que estaba a su lado, le tendió un recipiente con aguardiente y le ordenó que bebiera mientras le practicaba un torniquete. Sabía que estaba deshidratada y que debía beber agua, pero la pérdida de sangre la estaba descompensando y necesitaba reanimarla. Luego de unos segundos se recuperó levemente y el soloshiano la ayudó a ponerse en pie justo en el momento que tres hombres venían a atacarlos.

Finalmente, los soldados llegaron rematando mercenarios, desmontaron y se colocaron para pelear hombro con hombro con el apaleado grupo que venía a tomar la isla.

—Greder, me temía que eras tú. No necesitamos tu ayuda —le dijo Damien sin mirarlo, con expresión de pocos amigos.

—A mí me parece que sí, Astalgert. Matemos mercenarios, por ahora. Luego tendremos tiempo para ponernos al día.

Damien gruñó alterado, pero en el fondo sabía que el soldado tenía razón. No tuvo más alternativas que dejar que el bando contrario se les uniera. Para cuando hubieron rematado a todos los mercenarios que habían venido a atacarlos, la noche ya estaba bien entrada. Pasó casi una hora hasta que recuperaron el aliento, curaron a los heridos, se hidrataron y trataron de alimentarse. El castillo se alzaba imponente hacia el sur. Ellienne y Maelle estaban exhaustas, la menor estaba herida y débil. Estaban tendidas en el suelo y pudieron advertir cuan oscuro se veía su hogar, tan distinto a como ellas lo recordaban: a pesar de la desidia de su padre, el castillo ahora se veía aún más lúgubre.

Damien se había apartado de su grupo y se acercó a Shuren Greder, ansioso por increpar al hombre.

¿De qué va todo esto, Greder?

—Para ti, capitán Greder. Vinimos a socorrerlos porque estamos cansados de Artrey y sus locas ideas.

—No me extraña, siempre traicionando a tus superiores, capitánaseguró, poniendo mucho énfasis en la última palabra—. ¿Ahora vas a decirme que estás de mi lado?

—Por favor, Astalgert, no seas ridículo. Jamás estaré de tu lado. Además, no hace falta mucho para darse cuenta que las pelotas grandes las tienen esas dos mujeres. Siempre serás un subordinado.

—Claro que sí, pero bajo las órdenes de aquellos a quienes yo quiera seguir.

—Como digas, desertor. No sé quiénes son, pero supongo que vienen a tomar la isla.

Hasta el final de nuestras vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora