Capítulo II: Destinos

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Las penumbras fueron su única compañía en el camino hacia el salón donde la aguardaba su padre. Podía percibir el penetrante hedor de la humedad que hacía años llevaba reptando las paredes. Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al recordar aquellos lejanos tiempos en que la edificación oscura y arruinada gracias a la desidia de su padre, era un luminoso castillo; con todos sus ventanales de alabastro abiertos al aire costero, los rayos del sol de la mañana penetraban hasta los pasillos, donde sus paredes refulgían encaladas, otorgándole más luminosidad. Los pisos de madera lustrada eran perfectos para las correrías de las pequeñas, que gustaban de deslizarse por ellos como si fueran de hielo. Ahora estaban podridos a tal punto que en varios lugares solo había tierra bajo sus pies. Los techos eran altos, en otro tiempo no se veían tan lúgubres; pero ahora se encontraban enmohecidos, descascarados e inestables y la oscuridad les otorgaba un aspecto aterrador. Encontrarse encerrada en aquel castillo le producía un pánico desconocido. Se sentía más segura bajo el manto de las estrellas, o hasta de negros nubarrones, con el viento acariciando su cuerpo. Incluso besada por la lluvia, se sentía en paz. Dentro de esos muros, todavía podía percibir la muerte rondando vestida de telarañas y perfumada con olores rancios.

No era muy difícil darse cuenta que la verdadera Señora del Eclipse había sido su madre, y su padre aportaba sólo su apellido. Ahora que Guertrice había muerto, todos podían notar en lo que se había convertido su esposo; era un secreto a voces murmurado por los señores del alto consejo, que ahora seguían a un menguado Rogart Darwell por conveniencia más que por convicción. Ellienne desconocía la razón por la que su padre seguía con vida, podía ver la traición en los ojos de los hombres de su padre. Sin embargo, él seguía en pie y Ellienne se descubría deseando cada día de su vida que ocupara el lugar de su madre.

Se sobresaltó con el golpe de una ventana medio podrida, con los goznes oxidados. Muy a su pesar, en su interior había un miedo irracional. Ella, que tan valientemente deambulaba sola por la isla y que tanto le hubiese dado tener que enfrentarse al dios de los mares, temblaba como una hoja ante la perspectiva de tener que hacer frente a su cobarde padre. Una palabra de su padre podía herirla más que un centenar de espadas. Ya lo había hecho en más de una oportunidad.

Llegó por fin al lugar de reunión y se encontró frente a dos caballeros en deslustradas armaduras, con rostros pétreos bajo los yelmos. No sabía quiénes eran, pero podía notar en sus ojos y su postura que no querían estar allí. Abrieron ante Ellienne las puertas y permitieron su paso al interior. El Salón del Eclipse se encontraba como siempre en penumbras. Era un hall amplio que en sus tiempos de gloria necesitaba de ciento setenta antorchas para verse realmente luminoso. Pero en los últimos diecisiete años, habían mermado a tan solo treinta. La falta de luz proyectaba sombras, vestigios fantasmales de la tristeza y la oscuridad de las almas que habitaban aquel castillo. Sus pasos eran lentos, inestables. Los tablones de madera que aún permanecían relativamente enteros, estaban sueltos y medio apolillados. Rogart Darwell se encontraba en su asiento, acompañado por sus señores vasallos a su izquierda, y su hija mayor a su derecha. A la vista era un cuadro grotesco, desequilibrado, pero el Señor del Eclipse no toleraba a nadie más que a su primogénita a su derecha. Maelle y Ellienne nunca habían participado en una sesión de consejo porque no les estaba permitido, y por supuesto, no les interesaba en lo más mínimo. Primero, de pequeñas, era en esos momentos en los que aprovechaban para canjear sus presas por artículos de valor, puesto que nadie cercano a su padre podría verlas e informar sus travesuras. Aunque para ellas, eso se había convertido en su estilo de vida. Y cuando fueron más grandes empezaron a notar la influencia de Allontië, pero por más que pidieron a su padre lo que por derecho les correspondía, jamás se les dio un lugar allí, donde se tomaban las decisiones importantes.

Hasta el final de nuestras vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora