Capítulo VI: Un campamento en medio de la nada

110 3 7
                                    

El camino interminable, el sol alto en el cielo, las noches implacables minaban el ánimo de Maelle. Los frutos que había tomado del árbol le habían valido de alimento, pero habían causado gran malestar en su estómago, lo cual había profundizado su deshidratación.

Había contado tres puestas de sol desde que dejó aquel árbol que le había dado cobijo y alimento. Sus pasos eran cada vez más erráticos, irregulares y cansados. Sus fuerzas estaban flaqueando y su ánimo decaía, junto a las esperanzas de llegar al lago para sobrevivir. Sin embargo, cuando creyó perdida toda esperanza, pudo visualizar en el horizonte el reflejo de la luna joven sobre unas aguas tranquilas, junto a un pequeño bosque reseco, solo ramas desnudas acompañando la pequeña extensión de agua. Tomó un último impulso de fortaleza y se largó a la carrera. El lago que hubo allí no era ahora más que una charca de agua sucia. Pero era agua al fin.

Bebió hasta saciarse y quedó tendida, descansando por el esfuerzo que le había demandado llegar hasta allí. Se quedó por un momento observando el cielo nocturno, con una luna y estrellas deslumbrantes. Se sintió agradecida de haber contado con su luz para llegar hasta este lugar con premura. De no haber sido por ellas, probablemente se habría perdido en la oscuridad de las noches o su marcha se habría demorado más viajando sólo de día.

Pero ahora que había conseguido una fuente de agua, recrudecía el otro interrogante, no sabía cómo haría para alimentarse. De todos modos, siguió tendida, esperando que tal vez el amanecer trajera nuevos vientos de esperanza. Sintió por primera vez la belleza que embargaba cada noche a su hermana, en la soledad de aquella cascada, donde pasaba semanas enteras. En sus días en la isla, podía transcurrir una luna antes que volviera a ver a Ellienne, pero encontrarse con ella siempre le daba paz. Sin embargo, no poseía el espíritu para acompañarla en aquellas noches sin un techo que la protegiera de los elementos. Podría romper un cuello con sus manos, pero la supervivencia no se le daba bien. Y ahora estaba sola, en medio de la nada, sin suministros y sin armas con las que cazar. Ahora daría su vida por pasar una noche junto a su hermana, así tuviera que vivir a base de larvas, pero ni larvas había en esa tierra maldita.

El día siguió a la noche, y cuando Maelle abrió los ojos, nada había cambiado para ella. Pero con las fuerzas un poco más renovadas, fabricó una yesca con una roca pequeña y unas ramitas muy secas del bosquecillo. Tomó una rama reseca de su altura aproximadamente y la pulió y le hizo una punta afilada para cazar. La humedeció un largo rato con barro y luego la secó en una pequeña hoguera, repitiendo varias veces esos pasos para hacerla flexible y resistente. Decidió tomarse el tiempo necesario para poder recobrar su vitalidad y conseguir alimento antes de seguir viaje. Nadie se había molestado en buscarla, por lo que ella no se apresuraría en llegar a destino.

Al pasar las horas sucesivamente, fue perdiendo la cuenta de los días y se fue familiarizando con aves y algunos animalillos que se aventuraban a acercarse para beber agua de la charca. Había racionado los pequeños frutos que había tomado del árbol, pero ya no tenía más con que alimentarse. Estaba famélica, pero decidida. Una mañana esperó muy quieta, respirando apenas, que una liebre más hambrienta que ella se acercara lo suficiente. Cuando el desventurado animalito estuvo a tiro de brazo, extendió rápidamente la lanza que ella misma había fabricado, hiriéndolo de gravedad. Aguardó en su lugar para que el animal no se alejara demasiado, pero en pocos metros, la liebre cayó rendida. De un salto, corrió hacia donde agonizaba el animal y con su daga lo remató. Quitó el cuero con cuidado de no cortarlo de más, lo armó en forma de bolsa y lo rellenó con los hierbajos que rodeaban la pequeña extensión de agua y piedras, atándolo con su cinturón y lo dejó secando al sol. Cortó tiras de piel de los restos sobrantes y también los colocó a secar al sol.

Encendió un fuego y armó un rustico espetón con más ramas, aportadas por los árboles muertos a la vera del antiguo lago y se sentó a esperar que la carne de la liebre estuviera cocida. Los ojos le escocían fuerte, pero no se alejaría de su presa y su fuego. Había cazado más de la mitad de su vida, pero sin las armas necesarias y sin el ingenio de Ellienne, todo le costaba mayor esfuerzo. Racionó la liebre en cuatro y se dispuso a almorzar una de las raciones. Se sintió tan satisfecha como nunca antes, sin extrañar condimentos ni hierbas aromáticas.

Hasta el final de nuestras vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora