Capítulo 47

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Amanda por fin llegó a su casa luego de un agotador día de clases. Había corrido a través de todos los colegios de Carillanca para llegar al horario que le correspondía. Estaba sumamente extenuada. Ignacio ya había usurpado su lugar en el despacho lleno de niños y adolescentes que tomaban clases particulares en horario de la tarde. La tarde había comenzado a caer lentamente, y los sonidos comenzaban a apagarse con el crepúsculo. Era una hermosa tarde de una «casi» primavera.

Dejó todos sus papeles y carpetas sobre la mesa del comedor de entrada. Y se dirigió a la cocina. Enseguida puso una pava con agua para cebarse unos mates reparadores. Oía el bullicio de los chicos que casi gritaban fórmulas ante una pregunta que les hacía el profesor. Suspiró. Pero estaba acostumbrada, tantos años en la docencia. Sintió ganas de ir a callarlos, aunque tampoco le molestaban tanto.

Abrió la alacena de arriba buscando el mate, la yerba, el azúcar. Lo preparó y de a poquito fue echándole agua, primero tibia, después cada vez más caliente, hasta que tomó la temperatura ideal. Entonces, apagó la hornalla. Y por fin se sentó a tomar mates tranquila.

Su marido entró a la cocina en un momento, para volver a calentar el agua para el termo. Le encantaba compartir mates con sus alumnos y hacer que sus clases no fueran tan estructuradas. Saludó a su mujer con un beso. Y le robó la pava, vaciando toda el agua caliente en su termo. Y volvió a llenarla nuevamente sobre el fuego. Ante la cara de su mujer de sorpresa y falsa indignación.

—¿Mucho trabajo? —preguntó él amablemente, haciendo caso omiso.

Después de la mueca, Amanda le respondió.

—Me volvieron loca los chicos. Debe ser que se está acercando fin de año, que se ponen cada vez más revoltosos. ¡Qué bien me vendrían unas vacaciones! —estiró sus brazos hacia arriba—. ¿Julieta ya llegó?

—No la he escuchado. Si vino, debe estar en su cuarto —respondió Ignacio.

Amanda terminó de beber su mate, pero le disgustaba saber que había llegado a su casa y su hija no estaba todavía allí.

—Parece que lo hace adrede... —rezongó—. Si le digo que venga a casa temprano, hace lo contrario. Y ni siquiera sé dónde está.

—Pero es una buena chica, ya te dije que no tenías que ahogarla tanto. Está bien que pasó por una desgracia traumática. Lo sería para cualquier chica de su edad. Pero tampoco es que se ha portado tan mal.

—No, claro que no —acotó en tono irónico—. Apareció en el medio del campo, después de una fiestita. Y encima sola. Menos mal que la encontraron. Sino, no quiero ni pensarlo. Se está volviendo rebelde, lo que nos faltaba.

—¿Ves? Dejala un poco, pobre hija, dejá que ella misma decida hablar, contar sus cosas. Yo estoy seguro de que tiene sus razones. Y cuando lo decida, ella misma vendrá a hablar con nosotros. Siempre lo hizo, ¿no?

—Encima está este alumno nuevo que no me cae para nada bien —farfulló, ahora sí, realmente indignada, haciendo referencia a Ariel.

—¿El hijo del dueño del supermercado? ¿Vos crees que sea para tanto? Lo vi un par de veces, pero no puedo asegurar nada. Si Julieta se junta con él...

—No solo se junta con él, Ignacio, no seas tan ingenuo —lo interrumpió Amanda impacientemente—. No me gustan sus supuestos orígenes. No es un chico para Julieta.

—Bueno... —Ignacio puso sus ojos en blanco—, si sale con él... ¿Qué no la notás mejor a nuestra hija? Yo opino que está mucho más contenta. Si es gracias a él, y sus supuestos orígenes, le estoy agradecido —cerró el termo con el tapón—. Voy a seguir, que mis alumnos me destrozan el cuarto en cinco minutos. Después charlamos. No seas tan cabezona. Julieta está creciendo, hay que confiar un poco más en ella, como lo hicimos con Camila.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora