Capítulo 1

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Aunque aún respiraba, el corazón de Julieta había dejado de latir desde hacía un par de horas. Después de eso, trataba de encontrar en el guardarropa la única falda negra que tenía. La dejó sobre la cama, con languidez, junto a una camisa del mismo tono que no había usado nunca, ya que detestaba el negro, y más en esa ocasión en especial.

Iba a asistir a su primer velorio.

Sus manos temblaban frenéticamente a medida que iba cambiándose las prendas. Todo había sido tan rápido, que aún no comprendía bien qué era lo que estaba sucediendo. No pudo evitar que su corazón diese un vuelco al recordar las horas de ese día, tan normales y cotidianas, y que ahora parecían surreales. Se limpió las lágrimas, pero no pararon de salir. Estaba descompuesta. No quería ir, no quería verlo. No soportó la idea de decirle adiós a alguien que, pocas horas antes, se había despedido de ella hasta el día siguiente, y sollozó hasta que su garganta se lastimó por el esfuerzo.

Al cabo de un rato, su padre la ayudó a bajar la escalera de su habitación, a pesar de tener dieciséis años, no tenía fuerza y estaba ausente.

Encapsulada en su mundo interior, Julieta Fellon se dejó llevar por sus papás en el auto hasta el lugar donde se reunió casi toda la gente de su pueblo. En Carillanca, nunca pasaba nada.

Y ese día, había sido completamente corriente hasta que sucedió aquello.

*

Horas antes...

Esa tarde soleada y tranquila de otoño, las sirenas irrumpieron en el aire, creciendo al punto de saturar los demás sonidos de la naturaleza, e hicieron que los vecinos del pequeño pueblo levantaran la vista al cielo, y buscaran en la tierra, los árboles y las montañas el indicio de aquello. Las sirenas nunca auguraban nada bueno.

Después de haber estado en la Plazoleta de los ángeles, besándose con su novio hasta que tuvo que marcharse para que no la retaran, Julieta estaba estudiando en su casa.

Apenas escuchó las sirenas, se asomó por la ventana de su cuarto, haciendo a un lado las cortinas blancas y pesadas.

«Otra vez un incendio forestal», pensó mientras contemplaba el imponente paisaje de los Andes y la verdosa vegetación del bosque a través de las ramas casi peladas del árbol que se alzaba desde la vereda. Ese era uno de los hechos más comunes en la zona, y por la que los bomberos y guarda-parques se desvivían, alertando tanto turistas como lugareños despistados. Extrañamente, no se veía ninguna nube de humo en los alrededores.

Indignada, volvió a tomar asiento, con un suspiro aletargado. Reacomodó sus hojas de carpeta, y continuó haciendo sus deberes para el día siguiente. Tenía que buscar leyendas locales, y justificar por qué eran consideradas así, y además sostener una hipótesis de base realista. Era algo complicado.

Con Sergio, su novio, habían estado discutiendo entre beso y beso acerca del tema. Le había contado algunas, que mezclaban las creencias de los pueblos originarios que habitaban en los alrededores, y otras que eran de tradición europea. Carillanca había sido fundada por inmigrantes, cuando las vías del ferrocarril llegaron hasta esa zona remota. Y las historias, en vez de conservar su origen se fusionaron en leyendas nuevas y en mitos del pueblo. Las historias tenían su magia. Y eran parte del folclor local, como sus carnavales.

Se apostó frente a las hojas y comenzó a elaborar su ensayo. Escribir no era uno de sus fuertes. El eje de su vida era la pintura, talento natural que heredó de su abuela materna, la cual estaba muy lejos de allí. Pero la pintura, según su madre, no era una profesión rentable de la cual pudiera vivir. Por eso, siempre estudiaba, para ser una buena alumna, y para obtener el brillante futuro que sus padres esperaban de ella. Y la posicionaba en un nivel de comparación con respecto a Camila, su hermana mayor, que estudiaba medicina en la universidad, en otro lugar muy lejos de allí, en la provincia de Buenos Aires, en una enorme ciudad turística de altos edificios con vista al mar.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora