Capítulo 11

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  Carolina fumaba un cigarrillo en su habitación con la ventana abierta. Sus padres no sabían que lo hacía, y si lo sabían, se hacían los desentendidos. En su equipo de música sonaban Los redonditos de ricota a todo volumen. Entre pitada y pitada de su voz escapaba algún «cambió la suerte en el puticlub» de la canción. Por la calle no pasaba nadie, era la hora de la siesta. Y, además, vivía en las afueras del pueblo. Se asomó para arrojar el filtro cuando llegó una vieja camioneta y se estacionó enfrente de su casa. El conductor hizo sonar la bocina y apagó el ruidoso motor. Entonces, la joven salió de su habitación descalza y en short, a pesar de que no hacía calor, y corrió por los pasillos de su casa, y sus dos perros salieron tras ella ladrando con euforia.

Abrió la puerta enrejada de la entrada y casi le saltó a Fernando como una garrapata que ya estaba fuera del vehículo, prendiéndose de su cuello y comiéndolo a besos sin que le importara ni un poco quien la veía. De hecho, del lado del acompañante de la camioneta, salió un chico de baja estatura, muy lindo y risueño y todo despeinado, apenas se le veían los ojos.

—Ejem... —carraspeó Juanito—. Menos mal que ustedes no son novios.

Los dos se separaron y se rieron del comentario de su compañero. Carolina le dio un beso en la mejilla con simpatía.

—¿Y Julieta no vino? —preguntó el chico.

—No, no tiene ganas de salir de la casa todavía... —dijo Caro alzando los hombros, como si no pudiese hacer algo más por ella.

—Antes no la dejaba el novio, y ahora no tiene ganas —comentó Fernando, el chico al que Caro había besado.

—Ponete en su lugar, tarado. No la debe estar pasando lindo. Che Caro, paso a preparar el mate, con permiso.

—Andá, Juanito —aceptó la muchacha—. ¿Todo bien, Fer? ¿Venís con noticias del viaje de egresados? Yo quiero ir a Brasil. Bariloche es demasiado cerca y ya conocemos, mejor la playa que las montañas, mientras más lejos, más desbande.

—Yo te voy a dar joda —la amenazó con gracia.

—Esa semana vamos a estar separados, nene. Acordate que tenemos un pacto.

—Ya sé, chabona —suspiró Fernando—. Que tenemos el «Tratado de Derechos Inviolables». Es un pacto sin sentido. Si los vamos a violar de todas maneras.

Carolina largó la risa y Fernando comenzó a hacerle cosquillas en la panza en medio de la vereda. Él era algo así como su novio, aunque no formalmente. Fernando era un chico por el que todas las chicas del pueblo se pelearían, pero tenía fama de mujeriego, de vez en cuando cambiaba de novia, y en determinado momento siempre regresaba con Caro. Otras veces mientras estaba con ella, tenía además varias novias a la vez. Todas, o casi todas las adolescentes de la zona, lo consideraban el más lindo, porque parecía un chico de 20 años, no de 16. Era alto y musculoso, moldeado con el trabajo del campo y su cara siempre lucía preciosa con una barbilla de días que lo hacía ver masculino. Fernando solía sacar ventaja de su posición, y a Caro no le molestaba, ella también hacía lo suyo, tenía fama de lo que se llama despectivamente una «rapidita».

—Este es el anteúltimo año de colegio. No podemos dejarnos estar con el viaje, ni el baile. Son cosas que se organizan con tiempo —meditó Caro, ansiosa de que llegue el último año escolar.

—Va a ser un año medio fiero. Sin Sergio. Y con Fellon toda triste. No le veo mucho sentido organizar alta fiesta.

—Con más razón, che. Hay que organizar algo súper alegre para que se ponga contenta. Y podríamos hacerle un homenaje a Sergio también —se le ocurrió, y Fernando sopesó la idea en su cabeza.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora