4. Muerte

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Ante aquellas palabras, no pude más que colgar el teléfono totalmente malhumorada, coger las llaves con una furia bestial y salir de casa sin despedirme de mi perro, Tobías.

Y es que no solo había sido la jaqueca la que me había puesto de tal humor, sino aquel idiota que me había llamado prostituta sin importarle en lo más mínimo que se había aprovechado de una chica atormentada por el alcohol.

Me revolví entre pensamientos mientras me maldecía mentalmente. ¡Gracias a los cielos que no era virgen! Si no, tal vez, realmente estaría llorando por mi habitación y haciendo locuras que seguramente me reprocharía después mi mejor amigo.

Así que, estando consciente de que me había revuelto en la cama con un extraño, todo el camino hacia mi trabajo se volvió pésimo. No solo los autos yacían en contra mía, sino todos los murmuros de la gente a mis costados y hasta los pájaros cantando alegres me parecieron de mal gusto. Probablemente, solo por eso, le agradecí a Dios de que mi empleo estuviera a unas cuantas cuadras de mi hogar, así que mi martirio fue poco. ¿Lo malo? Es que no recordaba que en un hospital, las cosas nunca eran silenciosas.

—¡Llegas tarde! —Mi jefe señaló su muñeca con cierta prisa—. ¡Anda, muévete, te toca el tercer piso!

—¡¿Embarazadas?! ¡No por favor, ahí no!

—Roselyn, muévete, la Señora Raquel está entrando ya en trabajo de parto.

Hice una mueca. Creo que ser enfermera en un hospital en una zona muy bien ubicada no era para nada bueno. Ahí, bueno, parecía ser solo el infierno en un debate. Tenía que ir siempre de ahí a allá, correr de un lado a otro, ayudar a los enfermos e incluso, mancharme las manos de sangre, ¿Silencio? Creo que no era el caso de este edificio. Millones de doctores, muchos murmuros entre los recién llegados. Niños llorando ante las vacunas. Zapatos y tacones por todos lados.

                                                         * * *

—Ten, tomate una aspirina —soltó Michelle, preocupada.

¿Quién era ella? Bueno, tan solo era una de mis compañeras más apreciadas que tenía a un lado mío. Egresada de mi misma facultad y por tanto, una enfermera hecha y derecha. Atenta cuando se necesitaba, amable como se pintan los ángeles blancos y claro, nada preguntona, cosa que le había agradecido desde siempre, ya que, estaba segura que había escuchado los cientos de rumores que se contaban de mi persona.

Así que, al estar a mi lado y callar sus dudas, era más que perfecto. Me escuchaba cuando era necesario y más importante, no me daba consejos inútiles, para supuestamente, tenerle algún afecto a la vida.

Simplemente, su solidaridad me bastaba y por eso se lo agradecía. Se podría decir que era como mi confidente, mas no la consideraba una mejor amiga. Porque al decir verdad, nunca había tenido una, por el mismo motivo del que no me gustaba mucho el abrirme con otras personas. Era tedioso y molesto. Además, ella no parecía tener ningún interés en mi vida y eso era genial.

—Gracias Mich, te debo una —solté adolorida mientras me echaba en la cama de una de las recamaras desocupadas por esa tarde.

—No te preocupes —dijo en una sonrisa cariñosa y maternal—. Iré a checar a la Señora Raquel. Tu quédate aquí y descansa un rato… estaré aquí como en dos horas ¿Vale?

Sonreí.

 —Vale.

Tras mi sonrisa tan solo pude escuchar como cerraba la puerta con candado, para asegurar tanto su trabajo como el mío. Y, ya sola, tan solo me recosté resoplando y relajándome en la cama. ¿Por qué no podía ser yo uno de los enfermos? Tenían tanta paz en esos cuartos antisonoros que parecía el paraíso.

La vida no es solo suicidioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora