Capítulo IX: Heridas profundas

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El dolor se había convertido en su compañero de viaje, recorriendo cada fibra de su ser. Lo sentía junto a cada respiración, junto a cada latido de su corazón. Pero la oscuridad gobernaba sobre su consciencia, que le decía a gritos que estaba muerta. Y, aun así, el dolor anunciaba otra cosa. En el fondo de su alma, algo le decía que ese dolor, ese cansancio en su cuerpo no podía ser sentido tras la muerte. Pero si no estaba muerta, ¿por qué demonios seguía perdida en aquella oscuridad desesperante? Lo único que tenía en claro era que ansiaba descansar de todo aquello de una vez.

Sentía en su débil humanidad las marcas de los últimos días, desde el instante en que había descubierto que su padre era un patán: el desprecio por un crimen que no cometió, sólo su naturaleza salvaje, el castigo de ser casada contra su voluntad con un ser despreciable; el dolor del maltrato, del vidrio cortando la piel de su rostro; el asco de sentir las manos de Artrey recorriendo su cuerpo y de ese beso húmedo y repugnante que le había causado el mayor asco de su vida, pero que le había valido la libertad. Amargo precio. Sentía el cansancio de la huida, los músculos ardiendo a tal punto que parecían a punto de cortarse, su garganta seca y desgarrada, sus pulmones llevados al límite del esfuerzo por oxigenar su cuerpo. Pero todo había sido en vano, porque lo más doloroso era ahora la ponzoña de aquella flecha que había rozado su brazo y veía su ansiada libertad escurrirse entre sus manos como arena seca.

Sin embargo, ese dolor no había llegado sólo. Fiebre, alucinaciones, falta de aire en los pulmones venían de la mano. Y hambre, todo cuando había recolectado lo había perdido y ahora se encontraba famélica.

Pero, de todos modos, había dejado ya de luchar. Se había entregado a la suerte que le tocara sin esperanzas. Supuso que hambrienta, deshidratada, envenenada y en un bote en altamar no habría muchas posibilidades de seguir con vida. Tampoco le importaba demasiado, lo único que lamentaba era la idea de no poder ver a su hermana una vez más antes de abandonar su vida para siempre.

Debió ser esa pena y algún rastro mínimo de esperanza oculta en lo más profundo de su corazón los que habían mantenido su cuerpo con vida, su corazón latiendo débilmente. Sin embargo, la oscuridad la seguía envolviendo, y ese dolor que nunca la abandonaba era cada vez peor.

Fueron muchos los días que transcurrieron hasta que sus ojos se abrieron y aspiró una enorme bocanada de aire, como si de repente sus pulmones recordaran que su función era mantener oxigenada la sangre de ese cuerpo. La luz era tenue, pero luego de tantos días sin ver ningún tipo de claridad, los ojos de Ellienne se resintieron y volvieron a cerrarse instintivamente. Otra vez hizo el intento, esta vez dolió en algún punto de su cabeza. Por tercera vez los abrió, en esta ocasión, paulatinamente. Pudo notar que se encontraba a cubierto en algún lugar cerrado, algún tipo de refugio con una hoguera crepitante emanando un calor que se le hizo reconfortante y en parte molesto. Su piel ardía y el fuego no resultaba un buen aliado.

Todo en su cuerpo gritaba lo rota que se encontraba, doblegada. Su consciencia aún vagaba entre la luz y la oscuridad. No sabía dónde estaba, ni como había llegado allí, pero era más que obvio que habría llegado a alguna costa y alguien la había rescatado del naufragio y el veneno. Había sobrevivido contra todo pronóstico al envenenamiento, la inanición y el hecho de errar a la deriva en altamar en un bote desvencijado. Pero, además, alguien la había rescatado. Eso era seguro. Por eso no se sorprendió al ver una sombra humanoide asomándose a su campo de visión. La verdadera sorpresa fue encontrarse con una niña y Ellienne supo con seguridad y al instante que no alcanzaba las diez primaveras.

—No lo puedo creer... ¡Lo hice! Logré curarte y mantenerte con vida.

— ¿Quién eres? —Las palabras le sonaron huecas y su propia voz le resultó extraña— ¿Dónde estoy?

Hasta el final de nuestras vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora