Capítulo 1: De tantos otros

1.3K 53 29
                                    

23 de Marzo del primer año.


Un dolor agudo le aguijoneaba el pecho y la despertó. Sudaba, estaba bastante agitada. Se sentó sobre su cama y volvió a recostarse en ella de un tirón. Y sin saber cómo explicarlo, Adela supo que moriría antes que la sociedad considerará que era suficientemente mayor para responsabilizarse por lo que hacía.

Se revolvía su corto cabello oscuro con las manos; su rostro, su cuello, todo su cuerpo emanaba tibias gotas que humedecían su blanco camisón.

Era claro que ya no podría dormir, se levantó y con los pies descalzos empezó a recorrer los amplios pasillos del lugar que su padre se atrevía a llamar hogar.


Era otoño, pero el suelo no le parecía frío; las ventanas estaban otra vez empañadas, un niño no tan pequeño que parecía ser su hermano dormía plácidamente en otra litera y una mujer con cabellos más negros esperaba sentada sobre su cama, cubierta con sendas mantas.


-No puedes seguir esperándolo mamá. Estás enferma, lo mejor es que te acuestes o más tarde ni si quiera podrás despedir a Octavio cuando vaya a la escuela -dijo acariciando una frente que se mantenía aún sin notorias arrugas a pesar de los años. 

-Lynn, hija ¿qué haces despierta? Ve a dormir, tendrás que irte temprano. Ve, duerme -respondió, la no muy joven mujer acariciando un rostro que alguna vez, también fue suyo.

-¿Por qué te haces esto? ¿Por qué? Respóndeme y no evadas mis preguntas otra vez -dijo con cierta furia en su voz.

-Cuando tengas tu propia familia, lo entenderás -dijo la cansada mujer en un suspiro-. Lo sé, lo harás. Yo lo he hecho. 

-No tienes que seguir siendo la mártir, mamá. ¿Por qué te haces esto? -preguntó, apretando los puños-. Tú estás enferma y a él qué, él se va con sus malditas golfas y tú lo esperas -dijo con dolor en su rostro.

-¡Lynnette! -gritó-, ya he escuchado suficiente, ve a tu cuarto y duerme.


Le dolía tanto, le dolía tanto que su madre lo amará. A veces no estaba segura si era amor lo que su madre sentía, pero luego recordaba que era el único sentimiento capaz de hacer que la gente cometiera las mayores estupideces. Y era en una de esas tantas noches que Adela supo que amar te volvía débil, una plastilina moldeable a la voluntad de otro, un trozo de hielo que con la mínima muestra de calor, acababa derritiéndose.

Caminó hasta la sala, la única estancia que poseía un reloj en esa casa. Eran ya cerca de las cinco y deseaba no haber discutido con su madre; algunas veces Adela se acostaba junto a ella, dejando las horas transcurrir hasta que su padre llegará o no lo hiciera; y otras veces como ésta se sentaba al borde de su ventana y esperaba a que la noche la abandonará  una vez más.



Del otro lado de esa gran ciudad, León observaba su borroso reflejo en un vaso con espeso jugo de fruta. Eran ya las doce del día y en una hora comenzaba su primera clase de su primer año en la universidad. Su padre ya le había advertido que si faltaba por sexta vez consecutiva, se las vería con él y León no quería arriesgar. Todo aquel que conociera mínimamente a su padre sabía que no era nada bueno hacerlo enojar.


Le quedaba solo una hora para que llegase a tiempo, pero lo prefería así. Al menos sin el tiempo a su favor, no recordaría la ausencia de su familia, aunque solo significase la ausencia de su pequeña Lily. Su familia se había fragmentado en miles de pedazos desde que ella se marchó de su lado, él lo había sentido así. Tal vez su familia estaba repartida desde hace mucho antes, pero desde el momento en que Lily se fue, él empezó a sentirse así. Finalmente solo.

Al borde del abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora