Capítulo 6: Mas bien, Patagonia

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Sus aun adormilados ojos no visualizaban por completo los pedazos que formaban aquel mosaico de ciudad. Parecieran escapársele junto a las voces y recuerdos de un día que parecía bastante lejano aunque en realidad solo había transcurrido hace unas cuantas horas atrás.

Noel tuvo que arrojarlo del sofá. Ni si quiera así había vuelto por completo, solo le escuchó varias veces decir llamadas perdidas. Después de eso tenía un vaso de polietileno con pésimo café instantáneo frío en las manos. A mitad de camino suponía que estaba volviendo a su casa.

Estaba oscuro. Luego estaba esta sonrisa de labios ciruela. Y luego esta señora vendiendo tamales en la esquina. Oscuro. Ahora un vaso de margaritas sin margarita. Una palmera sucia al pie de la autopista. Unos pocos perfectos dientes entre crema de violeta. Oscuro, oscuro, oscuro. Olor a vómito. Brillante. Sutil aroma a naranja.

Sacudió la cabeza. Veintitantas llamadas perdidas. Una parte de él parecía elevarse y otra lo arrastraba hasta la fosa de las Marianas. Cuarenta minutos pasados el medio día y ya había llegado. Pagó al taxista y maldijo en voz baja cuando se dio cuenta que había olvidado las llaves, otra vez.

Tocó dos veces, su padre lo recibió y le hizo un gesto con la cabeza para que lo esperara en la sala.

— ¿Qué mierda te pasa, León? —dijo su padre con severidad—.Tengo que enterarme por los doctores que has faltado toda la maldita semana y ahora llegas como un badulaque ebrio a medio día.

La especie de telarañas que se habían posado entre sus ojos y pestañas se desvanecía lentamente y una suerte de enredaderas con espinas tortuosas se posaba en el rostro de su padre. Silencio.

—Cabrón de mierda —musitó—, ¡responde! ¿Por qué has faltado toda la semana?

Más silencio. Ese gusto de mimetizarse con una metralleta, igual que Lily. Este gusto de este tipo de pensamientos de colarse en los momentos menos apropiados. Y aquí estaban otra vez los labios ciruelas filtrándose por rejillas que creía había obliterado.

No recordaba bien la primera vez que había visto ebrio a su padre pero sí todas las demás. Ahora que lo pensaba, las cosas habían terminado así: El carácter de los mil demonios para Lily, ese sosiego post etílico para él y para Lorenzo, qué importaba. «Ah, no» se corrigió a sí mismo. Para Lorenzo era la capacidad de destruir todo lo que tocara sus labios.

Raras veces su progenitor se tomaba la molestia, se suponía que eso pasaba cuando se rebalsaba el vaso pero esta vez León no sentía que hubiera sido así. A pesar de todo eso la situación que tenía en frente lo ponía tan feliz, tanto que resistía la tentación de enrostrarse una sonrisa socarrona que arruinara el momento.

Un tono de llamada que no era suyo retumbó. Ya se había arruinado.

León sintió que la resaca se le había ido de repente. No había que intercambiar palabras o gestos o sonidos. Solo se arrastró a su habitación de nuevo.

Sus manos se deslizaban en la baranda de las escaleras y sus dedos recordaban una sensación que su memoria no parecía traer a su presente. La tibieza de una cinta ámbar le hizo dar cuenta que estaba por decolorar una fotografía. León la apartó de la ventana cuando se dio cuenta de que pertenecía cuando era pequeño, junto a Lily y Lorenzo. Habría tenido cuatro años tal vez, no podría decirlo con seguridad; ella le llevaba seis años. Sonrío junto con Lily en ese instante, con esa Lily a la que le faltaban un par de dientes, esa Lily despeinada del pasado. Luego esta se desvaneció al exhalar, tan veloces como las conversaciones con su padre.

Al borde del abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora