18. Conflicto

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Cuando Alexander Branderburg despertó de su inconciencia una hora más tarde se dio cuenta que estaba totalmente desnudo y cubierto de barro, tirado aún sobre el frío y duro suelo de musgo y tierra.

Su rostro, espalda y manos lucían manchadas de una sustancia viscosa y rojiza, ligeramente seca: sangre.

En medio del repentino silencio que lo embargó, el muchacho no pudo evitar sentir escalofríos; el viento soplaba intensamente gélido, moviendo la copa de los siniestros árboles y allá en el cielo, la negra oscuridad había permitido que algunas pocas estrellas brillaran opacamente entre nubarrones ennegrecidos.

Entonces recordó el motivo de su temor.

Ángela finalmente lo había descubierto. Su más oscuro y aberrante secreto guardado con tanto recelo durante años había sido expuesto en una sola noche de llanto y dolor; y lo que más le angustiaba, era la manera horrorosa en que la pobre chica lo había percibido.

Alex vio, como en una imagen fugaz, el rostro pálido y atemorizado de la rubia, cuando él –un muchacho aparentemente normal- se había transformado ante sus propios e incrédulos ojos en un gigantesco lobo. En una bestia colosal y sanguinaria.

Sí la perdía por ello, él no podría soportarlo.

Con rabia y duda entremezclándose en su abrumada cabeza, el joven licántropo se puso en pie y se aproximó al ancho y caudaloso río Isar –que discurría entre los tupidos árboles-, cuyas aguas antes claras y frescas, lucían turbias y temibles en la oscuridad de la noche.

No obstante, sin detenerse a pensar en nimiedades ni en lo fría que pudiera estar, el chaval se introdujo lentamente en la corriente hasta dejar solo la cabeza fuera, confiando que la temperatura de su propio cuerpo fuera suficiente para amainar la frialdad de aquellas aguas caprichosas.

Con insistente esmero se talló y limpió cada manchón de tierra y lodo que lo cubrían, y aun con mayor esfuerzo lavó su cara y sus manos para eliminar hasta el último rastro de sangre en su cuerpo. La sangre de un asesino, de un asesino y de su Némesis, cuyo paradero ahora era incognoscible.

Las heridas que él mismo había sufrido en el hombro y la espalda al ser desgarrados por las zarpas de la loba ya habían sanado mediante el poder de la auto sanación, y solo la sangre seca que intentaba lavar era muestra vital de que ahí habían estado presentes, bañándolo con su dolor.

Pero él también había contraatacado.

En su forma lupina, Alexander consiguió morder con furia la oreja de su contrincante casi hasta el punto de arrancársela, pues sabía que si perdía una de sus extremidades la agonía sería tan atroz que terminaría obligándola a volver a su forma humana.

El muchacho bufó, estuvo tan cerca de conseguirlo pero la maldita y astuta loba logró zafarse de su mordida, y sintiéndose derrotada huyó una vez más ¿o tal vez no?, lo único que el chaval tenía seguro era que más tarde que temprano Charlotte habría de volver, y esa ocasión nadie podría detener su venganza pues ya se había derramado su propia sangre.

— ¿Pero cómo? ¿Cómo consiguió hacerlo? — Se preguntó a sí mismo en un susurro a la vez que salía del caudaloso río, de vuelta al pastizal.

Un ligero escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando las gotas de agua comenzaron a evaporarse ante el soplido del viento, haciéndolo tiritar.

— No hay luna llena hoy, ¿cómo entonces lo hizo? Es imposible, al menos de que...

El hilo de sus pensamientos se vio interrumpido por un sorpresivo ventarrón, como si la oscuridad de la madrugada le exigiera marcharse de ahí de una vez.

EL PORTADOR 1:  El medallón perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora