1. Vestigio

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  • Dedicado a Danelby Gelabert Ventura
                                    

Vancouver, Canadá 1912

 Una penumbra inusual, cubría la ciudad aquel crudo invierno; la fría noche  arremolinaba la nieve, y solo ellos, estaban destinados a morir.

Cientos de copos de nieve caían constantemente desde un cielo oscuro y neblinoso, desplomándose suavemente sobre aquel  jardín cuadrado, donde a pesar del frío glacial, Alexander Branderburg, disfrutaba su libertad.

Tras él, una enorme casa solariega, reflejaba el calor abrasador de una chimenea encendida, emitiendo un humo denso que ascendía en espirales hacia el negro firmamento.

Las palabras de su hermano y de sus padres, se percibían distantes en la negrura de la noche.

La libertad era una de las pocas cosas que Alexander, podía agradecer.

La familia Branderburg, vivía en una espléndida casa de campo de tejado inclinado, rodeada por un gran lago –congelado en aquellos momentos-, y oculta en lo más profundo del bosque, permitiéndoles que fuesen libres, siendo quienes realmente eran.

Sin temor, sin remordimientos.

Aquello era un mundo de fantasía, un mundo del que nadie hubiera querido salir.

Pero aquella noche acabaría todo.

Los cazadores habían seguido las pequeñas huellas en la tierra húmeda; iban firmes, cautelosos, sin importarles la oscuridad del bosque ni el frío efímero de la noche marchaban con determinación, fuego y armas reposaban en sus manos inquietas, y toda una jauría de enormes perros les acompañaba, dispuestos a eliminar a la amenaza que los asechaba.                       

En cuestión de segundos, las luces de las llamas iluminaron el bosque y el aire se llenó de voces.

Apenas consiente de lo que ocurría, Alexander escuchó los movimientos desesperados en la casa, y repentinos sintió los forcejeos de su padre obligándole a levantarse del suelo con rapidez. Entonces los vio.

Varios hombres emergieron de entre las sombras como  fantasmas, y un fuerte estampido provocado por un disparo cortó el aire; Félix Branderburg se tambaleó palpándose el pecho, la sangre salía a borbotones y escurría por entre sus dedos, y de pronto se desplomó por completo tiñendo de escarlata el blanco piso, a la vez que perdía el aliento para siempre.

Alexander ni siquiera pudo gritar de la conmoción que sobrevino. Su hermano ya estaba junto a él, lo arrastraba con fuerza obligándole a entrar en la casa.

Una vez dentro, se escuchó el crujir de la madera cuando un pesado tablón fue puesto a modo de cerrojo, sobre la puerta.

La madre estaba fuera de sí, y se dirigió al mayor de sus hijos sin perder tiempo.

— Daniel, huyan, corran hasta la trampilla y ocúltense. Debes  proteger a tu hermano, es muy importante que lo hagas. — Ordenó la mujer con los ojos anegados en lágrimas.

— ¿Pero...? ¿Cómo...? — Balbuceó Dan confundido, pero su madre lo acalló.

— Solo hazlo. Ahora —. Gritó la madre cuando dos estruendos resonaron en la casa.

Movilizado solo por la fuerza de su hermano, Alexander y él llegaron al sótano, al mismo tiempo que escuchaban los gruñidos de su madre cuando la puerta principal se salió de los goznes y los cazadores entraron en tropel.

— ¡Rápido, corre¡ —bramó Dan, empujando a su pequeño hermano a través del largo túnel subterráneo. Otro disparo retumbó y se escuchó el grito desgarrador de la muerte.

Alexander intentó volver, forcejeando con su hermano, pero él le bloqueaba el paso.

— ¡Ya basta, tienes que huir¡ Escuchaste lo qué dijo nuestra madre. Ahora, llega al bosque y ocúltate, yo volveré a ayudarle.

La furia y el pesar de Daniel parecían llenar el espacio, y por un minuto, Alexander supo qué debía obedecer.

Asintió gimiendo.

Siguió con la mirada a su hermano, que volvía sigiloso desandando el camino, pero antes de que comprendiera lo qué sucedía, Daniel fue a dar al suelo, cuando un tercer impacto hizo eco en los oídos de Alexander y se expandió por el interminable túnel.

Gritó, como antes no había podido hacerlo.

Ya no podía esperar más.

Finalmente obedeció su última orden, y huyó lo más veloz que pudo. La presión y el miedo le impregnaban los pulmones y casi lo hacían caer. No había mucho tiempo.

Oyó nuevos disparos, ladridos y gritos intentando alcanzarlo, pero Alexander no se detuvo.

Corría para salvarse, con la fija idea de la supervivencia.

Con dificultad llegó a la trampilla oculta, y con esfuerzo tiró de ella para abrirla. La puertecilla de metal oxidado rechinó al abrirse.

Alexander escaló como un animal salvaje, y salió al helado bosque sintiendo su cuerpo entumecido y agarrotado en la brisa nocturna.

Su libertad había terminado, y su mundo sucumbió inevitablemente.

Las sombras de los enormes árboles le parecieron terroríficas, como si cientos de ojos malévolos le observaran desde las sombras.

Sintió un miedo desenfrenado, como si la sangre se le helará.

Un búho ululó a lo lejos de manera siniestra.

El chico temblaba de pavor y se mordía las uñas frenéticamente, mientras buscaba un escondite en medio de la oscuridad que lo envolvía.

Por fin, vislumbró un claro tenebroso entre la maleza y corrió hacia el con desesperación.

Una vez allí, Alexander Branderburg se sentó sobre la dura superficie húmeda y dejando fluir el llanto, comenzó a llorar amargamente.

Cada minúsculo sonido, hacia que su cuerpo reaccionara instintivamente ante la amenaza de ser descubierto. Y entonces fracasó en su alerta.

— He aquí el último. ¡Mátenlo¡ — Rugió una voz sádica con un fuerte acento americano, acompañado de un sonoro ladrido de un gigantesco perro de caza. Provenía de un hombre grotesco parado a metros de él.

Los cazadores lo habían conseguido. Él los miró, temeroso, sin poder evitarlo.

En segundos el odio se apoderó de él, y soltó un bramido gutural a la vez que sentía el dolor en su cuerpo y el palpitar de su corazón acelerado.

Sus pupilas se dilataron y comenzó a temblar violentamente ante el malestar insoportable que sentía. Era como si su cráneo estuviera siendo partido por la mitad.

 El cambio estaba fluctuándose y él no se detendría. Deseaba más que nada, arrancarles la cabeza.

Y sin embargo a expensas de lo qué le estaba ocurriendo, notó que de improviso aquellos hombres huían despavoridos, más no era por él.

Había algo, o alguien detrás de él, podía escuchar su respiración amplificada, sentir el tibio aliento sobre su espalda.

Por un momento tuvo esperanzas, que se desvanecieron inmediatamente cuando sin esperarlo, sintió un dolor punzante en la nuca tras un fuerte golpe que le hizo perder el equilibrio, y mientras Alexander Branderburg caía inconsciente al frío suelo, no supo nada más.

EL PORTADOR 1:  El medallón perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora