Capítulo 10

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Capítulo 10

Harriero cerró la puerta dejándolo sentado en su sillón de piel, valorado en varios miles, junto a una irritación que tendría consecuencias muy severas; como que se llamaba Lagarto —bueno, ese tan solo era el apodo con el que unos pocos le conocían —, que así sería.

Ese maldito inspector se estaba tomando demasiadas libertades, ¡demasiadas! Tal vez sería una buena idea darle una lección para que entendiera de una jodida vez cual es su lugar en la jerárquica organización. No iba a permitir que sus lacayos se pusieran a decidir por su propia cuenta.

Bueno, eso tendría que esperar, había cosas mucho más importantes en ese momento y el plan tramado por su subordinado no era del todo deficiente, de hecho, si salía bien podría solucionar unas cuantas cosas.

Lagarto se levantó del sillón y caminó sobre la lujosa moqueta de su despacho en dirección a la mesa de roble oscuro donde guardaba tras una vitrina, y sobre un tapiz de terciopelo, sus palos de golf.

Levantó el cristal con cuidado, y tomó uno de ellos, de alta gama y brillante, que reflejaba la luz opaca de la lámpara —fuera oscurecía y necesitaba una iluminación tenue para relajarse—. Lo llevó al otro extremo de la habitación donde tenía preparado un hoyo contra el estrés de oficina.

Trataba aquella madera con mimo, casi acariciándola en cada uno de sus movimientos. Era como su amante secreta, liberadora de todos sus pesares.

Golpeó algunas bolas y su mente se relajó, era una medicina milagrosa y la necesitaba en ese momento. Debía tener todos sus sentidos alerta, pues tenía que solucionar varios asuntos.

Ese detective, ese tal «Simón», podía ser un problema; había estado con ese otro estúpido policía en el cementerio de Guadiana, cometiendo una barbarie con los difuntos que había ordenado mover hasta allí. Esperaba que sus hombres fueran tan buenos como siempre le habían asegurado tanto Harriero como el resto de sus segundos, y no hubieran dejado ningún cabo suelto demasiado esclarecedor que dificultaran el plan:

Ese detective, debía seguir una serie de pistas que apuntaran en una dirección totalmente opuesta a la suya, incriminando sutilmente a otro individuo que cargara con todos los crímenes que su asociación había generado hasta el momento; los cuales no eran pocos precisamente. Había que reconocer que sería estupendo poder comenzar desde cero sin todos esos asesinatos a sus espaldas, un nuevo inicio de forma más discreta. Para tal misión ya tenía seleccionado a alguno de sus mejores hombres y estaban trabajando en ello.

Luego estaba ese otro hijo de puta, eliminando impunemente a sus mejores clientes y sicarios con una eficiencia increíble. Lo había intentado de todas las formas posibles; contratando a asesinos, ofreciendo recompensas, sobornando a policías... De todo, pero seguía libre, escondido en algún lugar de esa putrefacta ciudad, inalcanzable incluso para sus tentáculos. Su frustración era tal que incluso había llegado a dar la orden de asesinar a aquellos que le habían fallado en su cometido.

Por suerte desde hacia unos días tenía un nuevo trabajador de la muerte a su servicio, traído desde las islas, y con un trayectoria colosal en su haber. Le había prometido un millón a cambio de la vida de esa miserable rata, y este le había asegurado que en unas semanas sería asunto resuelto.

—¿Y bien? —preguntó tras un golpe de bola Lagarto al hombre que en silencio le contemplaba desde uno de los sillones junto a la chimenea.

—Su chico es muy escurridizo; aún no he tenido ningún gran avance, pero no se disguste, yo nunca fallo.

—Escúcheme Jonathan, quería hacerle una pregunta.

La profanación (Paralizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora