12 Torpes sentimientos de piedad

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Me gustaba ver el cielo azul bajo la luz del día, aunque prefería verlo chispeado con miles de estrellas titilantes. En las noches las podía ver sin problemas a pesar de las molestosas luces artificiales que alumbraban a los humanos. El cielo era aún más hermoso sin todas esas luces, por eso me daban unas tremendas ganas de que todas las bombillas de las casas explotaran. No me gustaban esos focos artificiales, pero no debía quejarme, ya que el pequeño cuerpo humano de Destello era alumbrado bajo aquel invento de los hombres.

Muchas veces, cuando observaba el cielo durante la noche, las estrellas me miraban, se susurraban entre ellas y luego me sonreían. Muchas desaprobaban lo que estaba haciendo, pero algunas pocas me alentaban, e incluso me ofrecían su ayuda. No era necesaria la ayuda de ninguna de ellas, ni de los que se creían los más cercanos a Destello, pues solo podrían entorpecer los planes que tenía que cumplir.

Respiré profundo y cerré los ojos. El cielo me daba tranquilidad, el aire libre lo hacía, a diferencia del techo frio de la casa donde vivía Destello con su madre humana y el testarudo de Esteban. Aunque quería permanecer más tiempo sobre la casa para continuar viendo las nubes pomposas, desaparecí para ir a la habitación de Destello.

— ¡Destello! —dije apareciendo junto a la cuna.

Me dio la impresión de que estiró su manito para sujetar mi cabello. Mi atención estaba puesta solo en Destello, hasta que escuché soniditos que provenían del pequeño librero de cuentos. Dos niños se encontraban mirando los dibujitos del cuento que tenían en sus manos.

—Ustedes no deberían estar aquí —los regañé, aunque sabía que era en vano, ya que ellos no podían verme. Era de día.

Me molestaba verlos en la habitación de Destello, pues me hacía recordar la desobediencia de ambos. Ellos habían venido por mí, porque me extrañaban, como me dijeron, pero no iba a recibirlos con los brazos abiertos solo por eso. Desobedecieron mi petición, pues les había dicho que no los necesitaba a ellos ni a nadie para que me ayudaran, pero aun así bajaron a molestarme. Respiré cansado en medio de aquellos niños que se divertían mirando los bonitos gráficos de un cuento.

Esteban se encontraba encerrado en su oficina, como siempre, en medio de sus proyectos, los cuales llegaban unos tras otros. Era molesto verlo trazando planos frente a su computadora. Le estaba tomando más interés a su trabajo que a Destello, y por supuesto, era una actitud que odiaba de él. Volví a respirar arto de la situación. Me recosté en el mueble y cerré los ojos para no ver el techo de la casa.

—Si esperas que te despierte con un beso, no lo haré —escuché de repente.

Esa voz fue suficiente para dejar de fingir que dormía. Oro, el molestoso remedo de humano que no tenía nada que hacer, estaba sentado en uno de los brazos del mueble. Su cabello ondeado se deslizaba dócil sobre sus hombros y sus ojos no relucían el acostumbrado color caramelo intenso bajo la clara luz de día, sino uno de color ámbar.

— Ahora qué quieres —dije a la defensiva.

—No me trates como si fuera un delincuente. Sé amable conmigo, ¿Acaso no puedes?

—Disculpa, he sido malo contigo —dije sarcástico—, pero... ¡¿Es que no entiendes que no me agradas?! , Así que no vengas —meneé mi mano para que se fuera.

—Lo siento, Luna. Bien, ya me disculpé, pero debes aceptar que eres un renegón insoportable a pesar de tener cara de niño muerto de hambre —se burló mostrándome una sonrisa en su tieso rostro.

—No es mi culpa, es solo que... —dudé un momento, pero continúe desanimado— Esteban no está ayudándome. Es un terco testarudo. Él tiene la culpa de mi mal humor, también esos niños traicioneros que solo andan revoloteando felices en la casa de este humano insensato y... ¡También tú! —Apunté acusandolo.

UNA ESTRELLA ENAMORADA |1ra parte|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora