Tardes de otoño

By JoanaMarcus

29.2M 2.2M 11.4M

¿Qué es lo peor que podía pasarle a la pobre Mara después de reencontrarse con el que fue el amor de su infan... More

Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
EXTRA DE AIDEN

Capítulo 18

1M 83.5K 336K
By JoanaMarcus


18 - COSAS DE LAS QUE ME ARREPENTIRÉ MAÑANA


(Con las ganas - Zahara)


Me dolía la cabeza. Esa fue mi primera conclusión al despertarme.

Me puse de pie a trompicones, casi cayéndome de culo al suelo, y me arrastré a mí misma hacia el pasillo. No sé cómo me las apañé para llegar al cuarto de baño, pero ahí noté que me entraba una arcada y vomitaba en el retrete. No sé qué demonios vomité, ni siquiera había comido en horas, pero bueno, al menos me sentí mejor.

Me metí en la ducha sin siquiera mirarme al espejo, aunque no me quedó más remedio que hacerlo al salir. Tenía un aspecto lamentable. Ese aspecto que tienes una noche después de salir de fiesta y pasártelo bien. Solo que en esta ocasión no había bebido por estar pasándolo bien. Ojalá no me acordara de nada. Especialmente de la parte del cuarto de baño.

Me puse una camiseta ancha, unos pantalones de algodón y unos calcetines gruesos y me tumbé en el sofá. Creo que volví a quedarme dormida mientras veía la televisión, acurrucada en la mantita. Cuando volví a abrir los ojos, era mediodía.

Espera, ¿por qué me había despertado?

Parpadeé al reconocer un sonido. Mi móvil. Mi madre me había mandado un mensaje. En realidad, tenía muchos mensajes. Uno de Grace diciendo que habían pasado a despedirse antes de volver a casa pero que no había respondido y habían preferido seguir dejándome dormir. Otro de mi madre. Iba a estar más tiempo con su nuevo novio, el que había conocido anoche en el bar. Los otros eran de Lisa, preguntando cómo estaba. Había uno de Aiden, pero no lo miré.

Y, no sé por qué, pero no respondí a ninguno.

Volví a mirar la televisión y así me quedé todo el día. Solo me levanté dos veces para ir al baño y para beber algo. O mordisquear cualquier cosa que tuviera por la nevera. No tenía mucha hambre. El móvil me sonó, pero no me apetecía hablar con nadie, así que pasé de él y, cuando vi que volvía a hacerse de noche, me arrastré con la manta hacia la cama y me tumbé sobre ella. No tenía sueño, así que me quedé varias horas sin hacer absolutamente nada. Ni siquiera sabía que pudiera hacer eso sin volverme loca. En algún momento me quedé dormida, porque cuando abrí los ojos volvía a ser por la mañana.

Y estaban aporreando mi puerta.

Oh, no. No quería hablar con nadie.

Pensé en fingir que no estaba hasta que se marcharan. Y lo hice.

Volví a darme una ducha. En realidad, me di un baño. Llené la bañera de agua caliente, me hundí en ella y me quedé ahí durante lo que pareció una eternidad, hasta que los dedos se me arrugaron, mirándome las pecas de la piel como si fuera a descubrir algo en ellas que todavía no supiera de mí misma. Me sentía como si no fuera mi cuerpo, de alguna forma. Como si lo estuviera viendo desde fuera.

Al final, hundí la cabeza en la bañera y me quedé unos segundos bajo el agua antes de decidirme a salir y ponerme el mismo atuendo que el día anterior.

Y así pasé una semana entera.

Las llamadas continuaron, pero seguía sin apetecerme hablar con nadie. Básicamente, me alimenté del helado de vainilla que había dejado mi madre en el congelador, unas pocas piezas de fruta que tenía y unas galletitas saladas que había comprado una semana atrás con Lisa. Y agua. Todo mientras veía películas de tarde o reposiciones de series que me sabía de memoria.

No fue hasta el final de esa semana que decidí volver a mirar el móvil.

Tenía más de cuarenta llamadas perdidas y casi cien mensajes. Muchos eran de mi madre contándome lo maravilloso que era todo con su nuevo novio, otros de Lisa preocupada por mí y, la mayoría, de Aiden. Solo que él no preguntaba nada, solo me pedía que abriera la puerta.

Ah, así que era él quien había venido unas cuantas veces.

Justo cuando dejé el móvil otra vez en la mesita, escuché que alguien volvía a llamar a la puerta. Esta vez sin tanta fuerza como las otras. Dudé un momento antes de ponerme de pie. Estuve a punto de ir con la manta sobre los hombros, pero me detuve y volví al sofá para dejarla. Cuando llegué a la puerta, ya era la tercera vez que llamaban con los nudillos.

Estuve a punto de escabullirme hacia mi habitación, pero me detuve en seco al oírlo.

—Vamos —murmuró Aiden, y por el sonido supuse que había apoyado la frente en la puerta—, ábreme, por favor.

Me quedé ahí de pie, dudando durante varios segundos, antes de abrir y cerrar los puños. Me sudaban las manos.

Al final, avancé hacia la puerta y puse una mano en el picaporte. Me tomó unos pocos segundos más decidirme a abrirla.

Aiden se apartó de la puerta cuando notó que se movía y dio un paso atrás. No sé qué aspecto tenía yo, pero él estaba vestido como si volviera del gimnasio. Espera, ¿ya era de noche? Ni siquiera me había dado cuenta. Seguramente, me había vuelto a dormir.

Lo único que no formaba parte de su habitual atuendo era que tenía mala cara, como si hubiera descansado mal. Y no sonreía como hacía siempre. De hecho, parecía bastante tenso cuando me miró de arriba a abajo con los labios apretados.

Pensé que diría algo pero, para mi sorpresa, soltó algo en voz baja que supuse que sería una palabrota y pasó por mi lado para entrar en casa sin siquiera preguntar. Cerré la puerta, confusa, cuando entró en el salón como un tornado.

Creo que no había sido del todo consciente de lo poco que había limpiado esos siete días hasta ese momento. Aiden se detuvo al ver el estropicio de envases de comida, mantas revueltas, vasos vacíos y armarios abiertos. Supuse que debería haber sentido vergüenza, pero me dio un poco igual.

—Joder, Amara —soltó en voz baja, y se puso a recoger cosas sin siquiera mirarme—. ¿Esto es lo que has estado haciendo? ¿No podías responder a un mensaje? ¿Aunque fuera de Lisa?

No respondí. Observé cómo recogía las cosas y las llevaba a la basura. Parecía bastante enfadado cuando volvió y recogió los vasos para llevarlos a la cocina. Cuando terminó, se detuvo en medio del salón y me miró. Creo que ya no sabía ni qué decir. Se pasó una mano por el pelo, pensándolo, antes de suspirar.

—Necesitamos hablar —aclaró al final.

—Yo creo que no hay mucho que decir —murmuré.

Era raro hablar. No lo había hecho en siete días seguidos. Sentí que me dolía un poco la garganta al hacerlo. De hecho, mi propia voz sonó un poco rara.

Aiden, por su parte, se contuvo para no decirme nada malo, aunque estaba claro que lo pensaba. En su lugar, dio un paso hacia mí. Y otro. Se acercaba con precaución, como un cazador con su presa. Solo que, cuando se detuvo delante de mí, se limitó a mirarme con los labios apretados.

—¿Por qué no me has respondido en una semana?

Era una pregunta bastante simple, pero me limité a encogerme de hombros. No sabía qué decirle. Ni siquiera yo misma tenía una respuesta.

—No lo sé —admití.

—No puedes encerrarte en casa durante días sin respondernos a ningún mensaje, Amara. Estábamos preocupados.

Solté algo parecido a un soplido de burla, a lo que vi que la mirada de Aiden se volvía bastante irritada.

—¿Te hace gracia?

—A lo mejor.

—No es una puta broma, Amara. ¿Sabes cómo han sido estos días sin saber nada de ti? ¿Para mí o para Lisa? Está preocupadísma. Lo mínimo que puedes hacer es mandarle un mensaje diciéndole que estás bien.

Esa vez no solté un soplido de burla. Solo me quedé mirándolo unos segundos.

—¿De eso quieres hablar?

—No. Aunque espero que le mandes ese mensaje —hizo una pausa, suavizando un poco su expresión—. ¿Recuerdas cuando me dijiste que estabas viendo a alguien para... ya sabes... hacer terapia?

Asentí, precavida.

—¿Cuánto hace que no vas a terapia? —preguntó con suavidad.

—No lo sé.

—Sí que lo sabes.

—Semanas... creo. No lo sé.

Sí que lo sabía.

Aiden cerró un momento los ojos, invocando paciencia, antes de mirarme de nuevo.

—Vamos a ir. Ahora mismo. Los dos juntos.

Durante unos instantes, no reaccioné. Después, solté lo que pareció, de nuevo, un soplido de burla.

—No quiero salir de aquí.

—Suerte que nadie ha pedido tu opinión.

—No quiero ir.

—Necesitas ayuda, Amara.

—¿Y la ayuda es obligarme a salir de casa?

—No, la ayuda es llevarte a ver a alguien que sabe lo que tenemos que hacer para ayudarte.

Empecé a sacudir la cabeza, pero me detuvo poniéndome una mano en la mejilla. No sé por qué, pero me sentí rara con ese simple contacto. Como si, de nuevo, mi propio cuerpo no me perteneciera.

—Hazlo por mí —murmuró en voz baja, mirándome—. Yo te acompaño. Si quieres... no sé... puedo entrar contigo. Para que no esté sola.

Hubo algo en la forma que lo dijo que hizo que las ganas de mandarlo a la mierda se evaporaran.

—Voy a vestirme.

Aiden se apartó de mí con gesto de alivio y, menos mal, no me siguió cuando me metí en mi habitación. Me puse lo primero que encontré en tiempo récord y él me esperó. De hecho, escuché que lavaba los vasos mientras yo terminaba. Al salir, estaba apoyado con la espalda en la pared del pasillo. Parecía pensativo, pero me sonrió al verme y me ofreció una mano. Se la acepté sintiéndome un poco rara.

Ninguno de los dos dijo nada cuando nos metimos en el ascensor —solo me lo permitía porque estaba triste, en cualquier otro caso me habría obligado a ir por las escaleras—. Aiden pulsó el botón y ambos miramos al frente, cada uno más pensativo que el otro.

Al final, fui yo quien rompió el silencio.

—Pensé que estabas enfadado conmigo —murmuré.

Aiden me miró al instante. No le vi la expresión, pero por el contexto supuse que sería de confusión.

—¿Por lo del bar?

—Obviamente.

—¿Por eso no me has respondido?

Me encogí de hombros. Él suspiró.

—No estaba enfadado contigo. Estaba enfadado por la situación.

No lo entendí muy bien, pero preferí no saber más. Salimos del ascensor y Aiden me llevó a su moto, aparcada justo delante de mi edificio. Me abracé de nuevo a él, aunque de alguna forma se sentía como algo completamente nuevo. Aiden se limitó a conducir en silencio después de que le diera la dirección.

Estar en la oficina de la doctora Jenkins tras esas semanas y sin avisar era... un poco incómodo. Dediqué una corta mirada a Aiden. No parecía que fuera a ceder. Al final, simplemente suspiré y entré. La secretaria me saludó con una sonrisa, como de costumbre.

—No sabía que tuvieras cita, Mara.

—En realidad, no la tengo. Pero me gustaría hablar con la doctora Jenkins si tiene un ratito libre.

Ella se disculpó un momento y fue a la sala a hablar con ella. Aiden miraba a su alrededor con curiosidad. Apenas unos segundos más tarde, la secretaria reapareció y me dijo que podía pasar.

La doctora Jenkins volvía a llevar unos pantalones anchos, unos zapatos planos y una camisa formal junto a sus gafas grandes y su pelo perfectamente peinado. Pensé que se enfadaría conmigo nada más verme, pero se limitó a sonreír como si se alegrara de verme.

—Mara —murmuró, respetando como siempre que no quisiera darle la mano o algo así—, me alegra mucho que hayas vuelto.

—En realidad, yo...

—¿Tía Katherine?

Las dos nos giramos hacia Aiden a la vez. Él se había quedado de pie en la entrada de la sala y miraba a la doctora Jenkins con una mueca de incredulidad. Me giré hacia ella, que abrió mucho los ojos.

—¡Aiden! —exclamó, sorprendida, y se acercó con una gran sonrisa para abrazarlo—. Dios mío, hacía años que no te veía. Mírate, ¡cómo has crecido!

—Sí, desde los doce años he crecido un poco —bromeó él, divertido.

—Espera —la doctora Jenkins se giró hacia mí—, ¿este es el famoso Aiden?

—Espera —Aiden se giró hacia mí—, ¿esta es la famosa doctora?

—Eh... —no estaba muy segura de a cuál de los dos respondía— ...sí.

Ambos parecieron encantados. Y yo no pude remediar mi curiosidad.

—Entonces... ¿es tu tía?

—Bueno, técnicamente no lo es.

—Estuve con el hermano pequeño de su padre —me dijo ella, quitándose las gafas. Parecía mucho más joven cuando lo hacía—. La cosa era un poco... en fin. No funcionábamos muy bien como pareja. Dejamos de vernos al cabo de unos pocos años, pero tenía tanta confianza con los demás que los seguí visitando de vez en cuando.

—Y nos daba regalos —añadió Aiden, que al parecer se acordaba muy bien de esa parte.

—Y luego, al cabo de unos años, me reencontré con mi otro amor de instituto —ella levantó el dedo anular y me enseñó su anillo— y nos casamos. Elliot Jenkins. Un encanto. Creo que tengo una foto por aquí.

Ambos nos quedamos mirando una foto en la que dos treintañeros, un tipo rubio y alto, muy guapo —casi parecía de los Targaryen— pasaba el brazo por encima del hombro de la doctora Jenkins. Ella parecía mucho más jovial en esa foto de lo que parecía en la consulta. Incluso llevaba una camiseta con pequeños pingüinos en ella.

—Oh, esta es Madison, su hermana —me dijo, encogiéndose de hombros, cuando vi que tenía otra foto con una chica casi idéntica a su marido—. Son un encanto.

—No sabía que habías vuelto a casarte —comentó Aiden.

—Eso hice. ¿Cómo está tu tío David?

—Bien. Papá habla con él a menudo. A veces se pasa por casa y cena con nosotros. Y con mi tía, también. Cuando están los dos, papá se pone de los nervios. Es divertido.

—Me alegra oír eso —la doctora Jenkins sonrió con aire melancólico antes de volver a centrarse en mí—. Bueno, supongo que no habéis venido a descubrir cosas de mi vida privada.

—Aiden me ha obligado a venir —recalqué.

—¿Y quieres que hablemos un poco?

Asentí con la cabeza, dubitativa. Ambas miramos a Aiden a la vez. Él levantó las manos en señal de rendición.

—Lo pillo. Esperaré fuera, leyendo alguna revista de cotilleos. Pasadlo bien.

La doctora Jenkins le dedicó una sonrisa antes de ocupar el sitio de siempre. Yo hice lo mismo. Me encontraba un poco incómoda. Ahora que no tenía nada con qué distraerme, volvía a sentirme tan vacía como antes. Cerré los ojos antes de girarme hacia la ventana con tal de no mirarla.

—Empecemos por lo básico —me dijo ella amablemente—, ¿cómo estás, Mara?

—Bien —murmuré.

Ya sabía reconocer sus silencios. Ese era uno de los de no te creo, pero no diré nada.

—No quiero que te sientas incómoda, pero ambas sabemos que tengo que preguntarlo... ¿te has estado tomando las pastillas que te di?

Negué con la cabeza. Otra vez ese silencio.

—¿Has seguido teniendo pesadillas?

—Unas pocas.

—¿Y ataques de pánico?

—No.

—¿No? —pareció sorprendida.

—¿Eso es malo?

—Al contrario, Mara. Es muy bueno.

No supe qué decirle. Yo no me sentía tan bien como para calificarlo de muy bueno.

—¿Por qué no te has tomado las pastillas? —preguntó, mirándome con una pequeña sonrisa comprensiva, cosa que me hizo sospechar que ya sabía la respuesta pero quería que yo la dijera.

—No me he acordado —mentí.

Silencio. Esa vez, no pude soportarlo y por fin dije la verdad.

—He estado bebiendo alcohol. No quería mezclarlo.

—¿Y elegiste el alcohol por encima de las pastillas?

—Sí...

—¿Por qué el alcohol?

Cerré los ojos un momento. Con los ojos cerrados, siempre era más fácil decir la verdad. Sentía que no me jzugaba tanto a mí misma.

—Me hace sentir bien —admití en voz baja.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Durante un rato. Un rato muy corto. Así que... sigo bebiendo. Para aumentar ese rato.

—En el instituto también bebías mucho —observó.

—En el instituto, bebía todo el día —abrí por fin los ojos, sacudiendo la cabeza, casi como si me diera lástima a mí misma—. Llegó un punto en el que no me acordaba de lo que era estar sobria.

—¿Y qué te impulsaba a beber tanto?

—Que me sentía bien. Durante un rato. Un rato muy cort...

Me corté a mí misma al darme cuenta de que estaba repitiendo lo de antes. Ella esbozó una sonrisa algo triste.

—¿Por qué dejaste de beber cuando ibas al instituto?

—Me daba terror la perspectiva de... no sé... de volver a perder el control de la forma en que lo había hecho esa noche. Y me di cuenta... de que la satisfacción era... no era nada... comparada con la decepción que sentía cuando me daba cuenta de que había vuelto a beber.

Hubo un momento de silencio, pero no era uno de los silencios que había visto antes en la doctora Jenkins. De hecho, ella se limitó a mirarme como si realmente quisiera ayudarme. No estaba muy acostumbrada a esa mirada.

—Mara —preguntó al final, mirándome—, ¿por qué has venido hoy?

Bajé la vista a mis manos y empecé a jugar con un hilo suelto de mi jersey. Me había puesto el peor de mi armario. No sabía por qué, de repente, eso me parecía tan importante. Quizá solo quería ganar tiempo antes de responder.

—La noche de fin de año... hice algo... malo —admití al final.

—¿Quieres que hablemos de ello?

—Sí. No... no lo sé. Sí —cerré un momento los ojos—. Me emborraché. Mucho. Y me sentía... no sé cómo me sentía. Llevé a Aiden a un baño y lo besé. Y quería que... que me hiciera daño.

Había esperado una mueca de horror o decepción, al menos, pero ella se limitó a observarme detenidamente, sin siquiera parecer un poco sorprendida.

—¿Se lo pediste? —preguntó con suavidad.

Asentí. Por algún motivo, tenía ganas de llorar.

—Le pedí que me agarrara el cuello, que me tirara del pelo... y... y que me diera una...

No quise decirlo. Ella asintió en silencio.

—¿Por qué le pediste eso, Mara?

—No lo sé. Yo... creí que a él le gustaría.

—¿A él?

—O a mí —murmuré—. No lo sé. Sentí que era... lo que quería. O lo que necesitaba.

—¿Para qué crees que lo necesitabas?

Para mi sorpresa, ni siquiera tuve que pensarlo.

—Sentí que me lo merecía.

La doctora Jenkins seguía observándome sin parecer nada sorprendida, lo que me hizo sentir un poco más segura. De hecho, hacía un buen rato que ni siquiera apuntaba nada. Solo me miraba y me escuchaba.

—¿Crees que hay alguna razón que te llevara a pensar eso?

Asentí, conteniéndome para no poner una mueca. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba respirar tan bien como querría. Y no era un ataque. Eran ganas de llorar. Pero me las estaba aguantando.

—Yo... fui a ver a James.

Eso si pareció sorprenderla un poco, por fin. Me observó con las cejas arqueadas.

—Estaba en el hospital —seguí yo—. Me enteré de que, por su culpa, habían echado a Aiden de la liga de boxeo profesional. Me... me enfadé. No se imagina cuánto. Y necesitaba decírselo. Pero... no lo intimidé mucho. Se burló de mí. Me dijo... que yo me había buscado lo que pasó esa noche. Que en el fondo me había gustado.

—¿Y qué piensas tú, Mara? —preguntó ella con suma suavidad.

—Él dijo que...

—Sé lo que dijo, pero me gustaría saber qué piensas tú.

Lo consideré un momento. Las ganas de llorar aumentaron.

—No lo sé —admití con un hilo de voz.

—Hemos hablado muchas veces de esa noche —me dijo ella, todavía con voz suave—. Muchísimas. Cada vez que me lo has contado, tenías una idea muy clara de lo que había pasado. ¿Qué ha cambiado?

—Que él... me dijo... yo no recuerdo... —cerré los ojos con fuerza, humillada—. No... no recuerdo haberme... mojado...

—La lubricación es una reacción involuntaria de nuestro cuerpo, Mara. No significa que te gustara.

—P-pero... yo... —respiré hondo—, creo... creo que me... que me corrí.

Ella asintió.

—Eso también es una reacción involuntaria.

—No lo es. Correrse implica disfrutar. A lo mejor... no sé... a lo mejor...

—La estimulación prolongada provoca un orgasmo, sí. El placer físico no va siempre ligado con el bienestar mental, Mara.

No parecí muy convencida, y ella lo notó, porque siguió hablando:

—Piensa en las risas. Siempre las asociamos a algo bueno, a algo positivo. Nos reímos cuando somos felices, ¿no? Cuando nos cuentan algo gracioso, por ejemplo. Pero... ¿qué pasa cuando nos hacen cosquillas? Nos reímos, sí, pero de forma involuntaria. Y, aunque la risa sea algo asociado al placer, en ese momento lo que sentimos no es placer. Es deseo de que las cosquillas paren, ¿no es así?

Asentí lentamente. Ella siguió.

—El orgasmo, la lubricación... es lo mismo. Lo asociamos a algo bueno porque... afortunadamente, en muchos casos lo es. Pero es involuntario. No podemos obligar a nuestro cuerpo a contenerlo. Y, aunque tengamos un orgasmo, no significa que hayamos disfrutado de la experiencia sexual.

No fui capaz de decir nada. Seguía mirándome las manos. No me di cuenta de que estaba llorando hasta que vi que ella me tendía un paquete de pañuelos sin decir absolutamente nada. Agarré un pañuelo, algo avergonzada, y me limpié las lágrimas.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó tras dejarme unos segundos de margen.

—Como una completa idiota.

—¿Por qué?

Me tomé unos instantes para responder. Y, cuando lo hice, sentí que era lo más sincero que había dicho en mucho tiempo.

—Porque... cada vez le veo menos sentido a todo esto.

La doctora Jenkins me miró, desconcertada.

—¿A la terapia?

—No. No a esto. A todo. A... absolutamente todo.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad —noté que la tristeza se iba y la sustituía una rabia que ni siquiera sabía que tuviera dentro—. He estado años luchando para olvidarme de esa maldita noche, para convencerme a mí misma de que no fue culpa mía... y llega ese... ese... gilipollas... me dice cinco frases... y vuelvo al punto de partida. Solo con eso. ¿De qué coño han servido estos años? He perdido el tiempo.

—Yo no creo que hayas perdido el tiempo —observó ella—. Has avanzado mucho en estos meses.

—¿Y se puede saber en qué maldita parte he avanzado? Cada vez me da más asco mirarme al espejo, ponerme ropa ajustada o tener cualquier tipo de reacción emocional en público. Cada vez que doy un paso hacia delante, yo misma me empujo cinco pasos atrás. No le veo el sentido a... a nada. Siempre será igual, ¿no? Siempre creeré que lo he superado, pero de repente llegará alguien... me dirá algo malo... y volveré al punto de partida.

Sentí que ella me volvía a dar unos segundos de margen antes de decir nada. Pero, cuando sentí que iba a hacerlo, me giré bruscamente hacia ella.

—¿Puedes hacerme un favor? —pregunté.

La doctora Jenkins asintió, observándome. Yo respiré hondo.

—¿Puedes... puedes hablarme como si fuera tu hija, y no tu paciente? ¿Como si fuera alguien a quien quieres mucho?

La doctora Jenkins suavizó su expresión al instante y, para mi sorpresa, dejó la libreta y las gafas a un lado para ponerse de pie y sentarse junto a mis piernas. Colocó las manos sobre sus rodillas y meditó un momento antes de girarse hacia mí.

—Siento que estás tan centrada en la parte negativa que no eres capaz de ver la positiva —concluyó.

Su tono había cambiado. Ahora, no estaba con la máscara profesional. Ahora, simplemente me hablaba como alguien que quería hacerme ver algo.

—¿Qué parte positiva? —pregunté, confusa.

—Cuando te conocí, Mara, eras incapaz de tolerar que alguien te tocara. Estás superando esa barrera poco a poco, pero la estás superando. ¿No es así?

Pensé en Aiden, en el abrazo que le había dado a Lisa, en que había aceptado la mano del ruso y asentí.

—¿Cuántas veces te ha tocado Aiden, por ejemplo, aunque fuera solo un roce? —preguntó con una pequeña sonrisa—. Estoy segura de que no puedes siquiera contarlas.

—Aiden terminará dejándome —murmuré.

—¿Por qué crees eso?

—Porque me conozco. Y sé... sé que tengo enfados muy repentinos cuando paso por situaciones así. Y en esos enfados puedo soltar cosas muy hirientes solo porque quiero que los demás se sientan igual de mal que yo.

Ella hizo una pausa y ladeó la cabeza.

—Has desviado el tema del contacto —comentó.

—No —respondí a su pregunta de antes—, no soy capaz de contar las veces que Aiden me ha tocado.

—¿Y te resulta desagradable pensar en que ahora entre y te pase un brazo por encima de los hombros?

Negué con la cabeza.

—¿Y qué es lo que te gusta de esa perspectiva?

Me miré las manos, de nuevo con ganas de llorar. Estaba apretando el pañuelo usado con fuerza, buscando una distracción. Fue inútil. Sabía la respuesta.

—No me toca como si le diera miedo que me vaya corriendo. Me... me trata bien. Como trataría a alguien que no ha pasado por lo mismo que yo. Me hace sentir... como si realmente no hubiera nada malo en mí. Me hace sentir bien.

—¿Él es violento cuando te hace sentir así de bien?

—No —murmuré.

—¿Es suave?

Asentí.

—Me gusta cuando es suave —admití.

—¿Y por qué antes me has dicho que necesitabas que fuera violento contigo?

Apreté los labios cuando noté que las ganas de llorar se disparaban. Y ni siquiera supe muy bien el por qué. Me encogí de hombros, intentando calmarme.

—¿Realmente quieres que te hable como si fueras mi hija? —preguntó ella con suavidad.

Asentí sin mirarla. Ella suspiró.

—Creo que intentas buscar un objetivo fijo a la vida, Mara. Pero la vida no consiste en eso. Siempre habrá muchos objetivos. Y muchos fracasos. Y muchas victorias. Pero no puedes vivir pensando constantemente en superar algo, porque entonces nunca lo superarás. No puedes dejar que tu vida entera gire entorno a un objetivo, por importante que parezca.

No dije nada. No sabía qué decirle.

—Creo que eres una buena chica, Mara —añadió tras unos instantes, mirándome—. Creo que eres una buena chica a la que le hicieron algo muy malo. Y también creo que podrías superarlo si quisieras. Creo que, de hecho, hace mucho que superaste ese obstáculo y solo te queda dar un pequeño paso, pero ta miedo dar ese paso porque, de alguna forma, si te olvidaras de él, perderías tu objetivo y te sentirías perdida.

De nuevo, me quedé callada, observándome las manos, aunque realmente no veía nada. Solo podía escuchar cada una de sus palabras, absorberlas, de alguna forma.

—No está mal sentirse perdida —añadió, y me dio la impresión de que estaba sonriendo—. Los sentimientos malos existen, eso es un hecho. No podemos pasarnos la vida ignorándolos. Son desagradables, sí, pero también necesarios. Podemos aprender mucho de ellos. Y en la vida tenemos que experimentarlo todo, ya sea bueno o malo. No tengas miedo a sentirte perdida, Mara. Solo cuando estás perdida puedes encontrarte.

Durante un segundo, no reaccioné. Entonces, solté una risa inesperada y levanté la cabeza para mirarla.

—¿De dónde has sacado la última frase? ¿De una taza con inscripciones inspiradoras?

—Se me acaba de ocurrir —admitió, divertida.

—Es buena.

—¿A que sí?

—Sí. Creo que incluso me ha hecho sentir mejor.

—A lo mejor debería abrir una tienda de tazas con inscripciones inspiradoras.

Empecé a reírme. Creo. Era una mezcla de risas y lágrimas. No sabía ni cómo me sentía. Ella suspiró y me miró.

—Está en tus manos decidir si quieres que una mala experiencia marque tu forma de ser por el resto de tu vida —añadió—. Los demás podemos ayudarte, pero al final eres tú misma quien tiene que dar ese paso.

—¿Y qué hago? ¿Busco distracciones?

—Al contrario. Podrías tratar de escribir sobre cómo te sientes. Escribir es muy terapéutico. Y me dijiste que te gustaba escribir, ¿no?

Admito que eso me dejó pensativa.

Unos diez minutos más tarde, cuando abrí la puerta de la consulta, vi que Aiden estaba frunciéndole el ceño a un niño que estaba sentado en una de las otras sillas, enseñándole sus golosinas y comiéndoselas delante de él para que le tuviera envidia. Aiden le puso mala cara y se cruzó de brazos, enfurruñado.

Sin embargo, cuando me detuve a su lado, levantó la cabeza de golpe y pareció centrarse de nuevo.

—¿Qué tal? —preguntó, dubitativo.

—Mejor —le aseguré—. Ya podemos irnos. ¿O quieres robarle las golosinas a ese niño?

Él lo consideró un momento. La madre del niño, que hojeaba una revista, ni siquiera se dio cuenta cuando él nos sacó el dedo corazón disimuladamente y siguió comiendo.

—¿Crees que me meterían en la cárcel si le robo la bolsa de golosinas a un niño y me voy corriendo? —preguntó Aiden.

—Prefiero que no te arriesgues.

—Lástima. Pues vámonos.

Aiden recogió su abrigo y me pasó el mío, que me puse con aire un poco agotado. Siempre que hablaba de mis sentimientos con alguien me sentía como si hubiera corrido una maratón. Era agotador. Aiden me sonrió y me pasó un brazo por la cintura mientras bajábamos por el ascensor —de nuevo, solo me perdonaba que no usara las escaleras porque estaba triste—.

—¿Estás mejor? —preguntó al final.

—Sí —murmuré sin estar muy segura—. Gracias por traerme.

—Me alegra haberlo hecho. Te ves más animada.

—Entonces, ¿ya ha llegado el momento de que te enfades conmigo por haberos ignorado durante días porque ya no estoy triste y no te doy lástima?

—Yo no he dicho que me dieras lástima —me frunció el ceño—. No me das lástima. Me da lástima cualquier pobre idiota que se cruce en tu camino cuando estés de mal humor.

Sonreí un poco cuando salimos del edificio y nos detuvimos junto a su moto. Me puse el casco mientras él me esperaba pacientemente sentado en la moto. En otra ocasión, se habría metido conmigo por tardar tanto. Entendí que en ese momento no dijera nada porque no quería hacerme sentir mal, pero hubiera preferido que lo hiciera, aunque suene raro.

—¿Vamos a mi casa? —pregunté, subiéndome detrás de él.

—¿Quieres ir a tu casa?

—No sé, hace frío.

—¿En serio? ¿Pudiste tú sola contra dos rusos con mal humor y no puedes contra un poco de frío? Me has decepcionado, Amara.

—Muy bien, capullo engreído, ¿tienes algún plan?

—Ah, cómo he echado de menos esa palabrita. Capullo.

—¡Pero no ignores la pregunta!

—¿Tienes hambre?

—No.

—Genial. ¿Qué comemos?

—¡Te he dicho que no!

—Pero yo sí tengo hambre, egoísta.

—¿Y qué te apetece comer, reina del drama?

Él sonrió con aire enigmático antes de bajarse la visera del casco y arrancar la moto. La verdad es que no miré demasiado a mi alrededor. Estaba más centrada en pegarme a Aiden en busca de un poco de calor, porque me estaba congelando.

También te pegas porque te gusta, no ocultes información.

—¿Dónde vamos? —pregunté, asomándome por encima de su hombro.

—A por algo de cenar.

—No llevo la cartera.

—Suerte que uno de los dos es un poco responsable.

—No te pellizco porque estás conduciendo y no quiero que nos matemos.

—Genial, a partir de ahora solo te diré estas cosas cuando conduzca, así no me haces cosas malas.

Sonreí un poco, pero la sonrisa pasó a una mueca de confusión cuando vi dónde estaba aparcando la moto. Él se subió la visera y vi que estaba sonriendo ampliamente.

—¿En serio? —pregunté con una mueca—. ¿La cafetería donde trabajo?

—Oye, yo nunca he probado hamburguesas mejores que las de tu amigo Johnny. Además, igual nos hacen descuento por amistad.

Bajé de la moto, divertida, y lo seguí al interior del local. Yo no empezaba a trabajar hasta la semana que viene, así que era raro ver a la tropa de camareros desconocidos. Bueno, casi todos. Alan, el que había empezado hacía apenas unos meses y que siempre se paseaba con cara de amargura por el reciente divorcio de su mujer, espantando los clientes, estaba ahí peleándose con una máquina de café.

—Hogar dulce hogar —murmuró Aiden, divertido.

Nos acercamos a la barra y Alan, que estaba tan ocupado golpeando la máquina de café, ni siquiera se dio cuenta. Carraspeé unas cuantas veces, pero se limitó a ignorarnos. Miré a Aiden con una mueca.

—Oh, qué bonita caja registradora —dijo Aiden muy alto y muy claro—. Qué ganas tengo que llevarme toooodo ese dinero ahora que absolutamente ningún camarero se ha fijado en nosotros.

Alan volvió a golpear la máquina, ignorándonos.

—¡ALAN! —chillé.

Él dio tal respingo que casi le salió una taza de café volando y se giró hacia nosotros con aire ofendido, como si hubiéramos interrumpido un ritual sagrado.

—¿Qué? —preguntó, muy digno.

—Hola a ti también —ironizó Aiden.

—Hola —Alan se acercó con su expresión sombría. Era como si una nube oscura siempre estuviera planeando sobre él—. ¿Ya te toca trabajar, Mara?

—La semana que viene —le recordé.

—¿Y qué haces aquí?

—Queremos comida —aclaró Aiden—. Nos han dicho que aquí tenéis. Sé que es una locura porque esto es una cafetería, pero nos hemos arriesgado y hemos venido a comprobar si es verdad.

Alan, que no era muy bueno captando ironías, se quedó mirándolo durante un minuto entero sin parpadear hasta que suspiró lastimeramente y sacó una libreta con una lentitud asombrosa.

—Ah, sí, comida —murmuró, como si fuera algo muy lejano—. A mi mujer le gustaba la comida.

—Es algo que suele gustarle a los seres humanos —Aiden asintió.

Yo intentaba no sonreír, por cierto.

—Yo solía cocinar —Alan suspiró por enésima vez—. Y a ella le gustaba. Lo que más le gustaba era...

—Alan —lo interrumpí, porque lo conocía demasiado bien como para no saber que esa conversación duraría media hora como no lo cortara—, queremos dos hamburguesas completas. ¿Puedes decírselo a Johnny?

—Y dos refrescos cualquiera —añadió Aiden—. Medianos. Para llevar.

—¿Para llevar? —pregunté cuando Alan se marchó con su nube deprimente siguiéndolo.

—¿Quieres comerlo aquí? Tendremos a Johnny espiándonos desde la cocina y a Alan contándonos que a su mujer le gustaba respirar.

Sonreí cuando vi que Alan volvía con una bolsa y la dejaba sobre el mostrador con una lentitud, de nuevo, algo exasperante. Johnny se había asomado por la puerta de la cocina y agitó la mano para saludarnos. Oh, ya echaba de menos trabajar con él. Me alegraba el día.

—Dos hamburguesas completas y dos refrescos medianos —Alan suspiró de nuevo y nos miró—. Johnny dice que son gratis porque, cito textualmente, sois muy sexys los dos.

Aiden quiso pagarlo de todas formas y yo transporté la bolsita de vuelta a la moto. Sin embargo, cuando la dejé ahí y miré a Aiden para que se subiera, vi que se había quedado quieto con una sonrisa que no insinuaba nada bueno.

—¿Qué? —pregunté, confusa.

—¿Y si conduces tú?

Abrí mucho los ojos y, justo cuando fui a protestar, él me interrumpió.

—Oh, vamos. No le digas nada a nadie. Solo es ilegal si nos pillan. Y sé que te apetece.

—¿Te das cuenta de que me estás llevando por el camino del mal?

—Ya estabas en él cuando nos conocimos, no finjas.

Sonreí y me subí a la moto. Él se apresuró a pasarme el casco y decirme las cosas que tenía que hacer. Mi primer inconveniente fue que apenas tocaba al suelo de puntillas —cosa de la que se burló, claro—, pero al menos conseguí estabilizarme cuando se subió detrás de mí y él si tocó el suelo.

—Vale, Marita —sonrió ampliamente, asomándose por encima de mi hombro y colocando las manos sobre las mías en el manillar—. A la izquierda están el embrague, las luces y el cláxon, por si quieres ir pitando a la gente por la vida.

—¿Qué acabas de pulsar? —pregunté, alarmada.

—Las luces, relájate —pareció divertido cuando presionó un poco mi mano derecha—. En este lado preocúpate solo del acelerador y el freno delantero. Esa palanquita que tienes en el pie izquierdo es para cambiar la marcha. La primera es hacia abajo, las otras son hacia arriba.

—No pasaremos de la primera —le aseguré al instante.

—Esa palanca junto a tu pie derecho es el freno trasero —añadió—. ¿Alguna duda?

—Muchas. Demasiadas.

—Perfecto. Pon la moto en neutro con ese pie tan sexy.

—No te tomaba por alguien que tuviera un fetiche con los pies.

—Nunca lo he intentado, pero no me cierro puertas.

Moví la palanquita, algo dubitativa. Él sonrió y se inclinó para darle a un botoncito. Di un respingo cuando el motor empezó a rugir.

—¿Lista? —preguntó, empezando a soltarme las manos.

—Creo que vamos a morir.

—Creo que lo que más adoro de ti es esa positividad tan maravillosa.

—¡Aiden!

—Aprieta el embrague y pon la primera marcha, a ver si nos matamos o vivimos otro día. Tengo curiosidad por comprobarlo.

Sonreí e hice lo que me decía. Noté que me rodeaba con los brazos y mis nervios empezaron a aumentar, aunque ya no estaba tan segura de que fueran completamente por la moto.

—Ahora suelta el embrague poco a poco —añadió él.

Hice lo que decía. La moto empezó a moverse muy lentamente hacia delante. Abrí mucho los ojos.

—¡Esta mierda se mueve!

—Sí, Marita, ese es el punto.

—¡Deja de llamarme Marita!

—Muy bien, y tú dale un poco al acelerador. Lentamente. O rápidamente. Depende de lo intensa que te sientas.

Giré un poco la muñeca y, al instante en que noté que la moto se impulsaba hacia delante, frené de golpe, aterrada. Aiden tuvo que sujetarse para no lanzarse sobre mí.

—Vale —dijo él, asintiendo—. Veo que controlas la parte de frenar. Ahora podemos intentar la de acelerar otra vez.

—He cambiado de opinión, no quiero conducir.

—Que te calles y conduzcas.

—¿No puedes ser un poco más suave?

—No. Voy a acelerar y soltaré la moto. Haz lo que te parezca.

—¿Eh...? ¡NO, PARA!

Casi me dio un infarto cuando adelantó la mano al manillar y giró el acelerador sin ningún tipo de miedo. Me lancé sobre el manillar al instante y me hice con el control de la moto, aterrada, hasta que logré que dejara de dar vueltecitas estúpidas. Y...

Espera...

¡Estaba conduciendo!

Es decir, iba a diez por hora... ¡pero estaba conduciendo!

—¡No hemos muerto! —chillé.

—Qué ilusión —lo escuché murmurar—. Ahora, intenta acel... whooooaaaaa.

Puede que me motivara un poco acelerando.

Aceleré un poco más y giré por una calle poco transitada, una cuesta hacia arriba. En cuanto llegamos a la cima, moví la palanca y puse la segunda marcha, acelerando más. Noté que Aiden se pegaba a mí.

—Oye, no hace falta que vayas tan rápido —me recordó—. Es decir, si te da miedo, no hace falta, ¿eh? No te sientas obligada.

—Tenías razón, tengo que enfrentarme a mis miedos.

—¿Y todos tus miedos implican poner en peligro nuestras...? ¡OYE, ESTO VA MUY RÁPIDO!

Acababa de meter la tercera marcha. Giré la muñeca y noté que se pegaba a mí como una garrapata cuando hice una curva sin siquiera preocuparme de frenar mucho.

Juro que en esa curva sentí el alma de Aiden abandonar su cuerpo por unos segundos.

—¿Puedo intentar poner la cuarta marcha? —grité por encima del ruido del viento.

—¡NI SE TE OCURRA!

—¿HAS DICHO QUE SÍ?

Noté que sus ganas de vivir empezaban a decrecer, así que reduje la velocidad de la moto y él por fin respiró de nuevo.

—Eso no ha tenido gracia —masculló, resentido.

—Un poco sí, admítelo.

Reduje por completo la velocidad al darme cuenta de que habíamos llegado a la cima de la colina. Había un pequeño mirador desierto con una valla de madera rodeando la zona peligrosa. Aiden se encargó de aparcar la moto y, cinco minutos más tarde, estábamos los dos sentados en la valla comiendo las hamburguesas.

La verdad es que tenía hambre y agradecía que hubiera insistido en comprarlas, pero nunca lo admitiría.

—¿Qué tal en el gimnasio? —pregunté, curiosa.

Para mi sorpresa, esbozó una sonrisita divertida.

—¿A que no adivinas quien ha pedido a mi entrenador que le dé clases de boxeo?

Dudé visiblemente, así que Aiden siguió hablando.

—Nuestro querido Holtito.

—¿Holt? ¿Haciendo boxeo? ¿Estás seguro?

Si lo más violento que había hecho en su vida había sido configurar un ordenador.

—Segurísimo —me dijo, divertido—. De hecho, me pidió que te dijera que había seguido tu consejo y le estaba dejando espacio a mi hermana. Supongo que ahora está muy concentrado en practicar boxeo.

—Madre mía —sacudí la cabeza—. Ten cuidado, Aiden. Holtito va a ser quien te baje de tu trono de boxeador campeón.

—¿Crees que soy un boxeador campeón? —levantó y bajó las cejas.

—Pues claro. Soy tu manager por algo.

Vi que su expresión cambiaba un poco y eso captó mi atención al instante.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Bueno... hay algo que quería decirte, pero no sé si es el mejor momento. A lo mejor no...

—Aiden, lo que más me gusta de ti es tu sinceridad, no lo estropees.

—Vale —sonrió—. Esta semana tendré tres combates a una ciudad que está a unas horas de aquí. Pensé que, como todavía no tienes trabajo... podrías venir. Conmigo.

Inesperadamente, la perspectiva me hizo mucha ilusión. Debió reflejarse en mi cara, porque vi su expresión de alivio al instante.

—¿Eso es un sí?

—¡Claro que sí! —me arrastré en la valla para quedar sentada a su lado—. Hace mucho que no te veo golpearte con alguien. Ya lo echo de menos.

—Qué romántica eres siempre.

—Además, necesitas a alguien que te diga tooodo lo que haces mal. Y ahí estaré yo para cumplir esa función.

—Mientras estés ahí, me conformo.

—Oh, acabas de darme permiso para decirte lo que quiera.

—Creo que mañana me arrepentiré de haberte dicho eso.

—Yo creo que no.

—Yo creo que sí.

Sonreí malévolamente y lo miré por encima del hombro.

—Dime algo de lo que no te arrepentirás mañana.

—Te quiero.

Mi sonrisa se ensanchó cuando choqué mi hombro con el suyo.

—Hablo en serio, Aiden.

—Y yo también —él no sonreía.

—No digas eso —yo cada vez sonreía menos.

—Pero es verdad.

—No... no sé si deberías quererme, Aiden.

—Pero lo hago. Te quiero.

Inconscientemente, volví a girarme hacia la ciudad. La diversión se había evaporado cuando cerré los ojos.

—Entonces, me apiado de ti.


Continue Reading

You'll Also Like

18.7K 2.6K 63
Chu Li entró en un mundo ABO sin entender qué significaba ABO, cuando un Alfa desconocido lo marcó por completo. Despertó de su desmayo sin rastro de...
735K 40.5K 47
LIBRO DOS DE LA SAGA ÁMAME. Ginger odia a Eros desde el momento en el que él la dejo y le pidió que se deshiciera de su hijo, han pasado dos años y E...
83K 4.4K 41
Cuatro años y continentes separados, lo que mantiene viva la esperanza de Yi Jeong y Ga Eul son las cartas que se escriben de vez en cuando... los pe...
473K 36.5K 54
El mundo da un vuelco cuando la primer mujer en la Fórmula 1 se hace presente en el Paddock. Camille Watson, hija del gran piloto de la F1 tendrá que...