¡Feliz fin de semana!
Esta vez nos hemos tardado un poco más, pero por fin regresamos con los tan deseados resultados.
Antes de dar la lista de ganadores queremos agradecer a todos por su particpación y también felicitarlos, nos dejaron impresionados con sus respectivos relatos, en muchos de ellos nos dejaron con ganas de saber más.
En esta ocasión tenemos 3 ganadores.
Si tu nombre no figura en esta oportunidad no te desanimes, dentro de unos minutos estaremos publicando un nuevo desafío.
*La forma en la que se muestran los participantes no tiene un orden específico.
***
Nunca me consideré alguien dependiente de su celular.
En el pasado me preguntaba que pasaba con la gente. «El celular esto», «el celular aquello», «espera que lo anoto en el teléfono», con el tiempo lo comenzé a aceptar. Ahora me estoy dando cuenta de que no soy muy diferente a ellos y eso me asusta.
La última taza de café que tomé está perdiendo su efecto, mis párpados están comenzando a pesar y yo sigo sin encontrar el aparato.
Las cosas serían más fáciles si el ser despistada no fuese algo que corre por mis venas, no estaría perdiendo cosas por la vida. Una vez perdí el billete con el que pagaría la compra del súper, se imaginarán lo mal que me sentí cuando tuve que devolver todo y volver a hacer mi recorrido esperando encontrar algo que nunca apareció. Otra vez fue cuando le mandé un mensaje a Paula, preguntándole a que hora era su fiesta de cumpleaños, todo bien si lo digo así, el tema es que era un secreto, la fiesta debía ser sorpresa. Despistada como les dije.
Lo que pasó acá es que pequé de lista, pensé que tenía todo preparado. Tareas entregadas, ropa planchada y estudiados los temas del examen final. Faltaba solo poner la alarma.
Entenderán mi desconcierto cuando mi mano no sintió el celular a su alcance. Alarmada empecé a buscar, no lo encontré. Se me ocurrió poner un recordatorio, no era posible, buscar un despertador tampoco, todo lo que quería hacer lo tenía en el aparato perdido, no veo solución. Ya busqué en todos lados.
Me dirán dramática, juiciosa, exagerada o lo que sea. Quiero discúlpame por pensar lo que pensé de la gente, también por la imagen que deben tener ustedes de mí, prometo que si me hubiesen visto en otros momentos parecería un poco más normal. Probablemente no me tomen en serio, pero se los aseguro. Estaría bien peinada, sin una cara de loca y con la tranquilidad de sentir mi celular en el bolsillo.
Pero bueno, no los entretengo más, sigan leyendo, compren despertadores, tengan una agenda o algo para sacarlos de apuros, no sean como yo, que probablemente ahora falte a mi examen final.
***
El viejo Seat rojo se hundía lentamente en las aguas negras del lago.
El líquido embarrado se abría paso hacia el interior del coche a través de las ventanillas abiertas, y a causa de las olas golpeando el metal y las burbujas estallando en la superficie, se escuchó un borboteo que resonó en lo más recóndito del bosque.
El vehículo descendía cada vez más rápido hacia al fondo, y bajo la atenta mirada de un cielo nocturno sin luna ni estrellas, abrí la cajetilla de tabaco y deslicé entre mis labios el último cigarro.
Durante un instante, la llama del mechero reflejó destellos naranjas sobre la pintura carmesí del automóvil.
Desplomado sobre los ensangrentados asientos traseros, Tobías todavía sostenía entre sus dedos el billete verde de cien euros con el que había intentado enterrar nuestro secreto en lo más hondo de mi cerebro.
Existía una única manera de borrar aquello que a ambos nos atormentaba; un solo método viable para silenciar la voz de culpabilidad que me perseguía constantemente, y no era el dinero sucio producto de la venta de un par de gramos.
Una bala en el cráneo de Tobías y su presencia dejaría de atormentarme en cada pasillo de la facultad.
Aspiré nicotina, tragué y solté humo por la nariz. Este se camufló con el vapor de agua que salía de mi boca aquella noche helada de invierno.
Cuando el techo del Seat quedó sumergido bajo litros de fango, tiré los restos de tabaco al suelo y pisé la colilla con fuerza, desmenuzándola lo suficiente para que jamás nadie pudiera recuperar sus restos entre hojas y tierra.
Me acerqué a la orilla y lancé la pistola lo más lejos que fui capaz: el impacto contra la superficie se propagó con eco por el espacio abierto.
El agua, los cambios de temperatura, la química y los seres vivos presentes en el lodoso lago acabarían con toda prueba que pudiera vincularme con la muerte del muchacho.
Me deshice de todas las prendas que llevaba puestas esa noche, incluidas las botas, encendiendo un fuego en la chimenea del apartamento y dispuesta a permanecer despierta hasta que el último hilo de tela hubiera sido devorado por las llamas.
Me acomodé en el sofá, taza de café en mano, y me concentré en el crepitar del fuego cantándome al oído como una melodía triste. Mis párpados aleteaban y mi cabeza pesaba una tonelada. El cansancio me aplastó contra el asiento con fuerza demoledora, y fue entonces cuando supe que iba a quedarme dormida por mucho que tratara de evitarlo.
Busqué el móvil, dispuesta a programar una alarma para que, en caso de caer sumisa ante el agotamiento, tuviera la seguridad de que al día siguiente podría acudir a clase sin levantar sospechas.
Pero mi móvil no estaba allí.
El aparato no se encontraba en ningún lugar de aquel piso viejo y diminuto.
Revolví cada centímetro en busca del objeto, con la ansiedad oprimiendo mi esternón, siendo consciente con cada minuto que transcurría, con una certeza enfermiza y visceral, que el teléfono había caído en el interior del coche en el momento del forcejeo.
***
A las doce de la noche, Brandon le comunicó a su cuerpo que era hora de dormir. Apagó la lámpara a su derecha y se cubrió hasta la cintura con el edredón gris que se había regalado a sí mismo por su vigésimo cumpleaños.
Cerró los ojos y su mente lo llevó de vuelta a la mañana de ese día: la taza de café que pidió en el Starbucks frente a su colegio, el bombón de regalo que acompañaba el pedido y, sobre todo, a la camarera, se llamaba Madeline. Oh, Madeline. Era una rubia, de cabellos largos y ondulados, ese día tenía un mechón suelto que rozaba sus mejillas abultadas. No tenía un cuerpo escultutal como el de las modelos de lencería: ella tenía michelines a los costados, una barbilla abultada y su nariz la hacía parecer un cerdito. Brandon quería abrazar todo su cuerpo. Lo imaginaba como si fuese una almohada suave y delicada con la que le gustaría amanecer cada día.
En la tarde había vuelto. Ni siquiera le gustaba el café, lo único realmente hermoso de ese local era Madeline. En su segunda vuelta dejó en el billete un secreto que ella pareció pasar desapercibido: su número de teléfono. Había estado el resto del día esperando un mensaje, una llamada, lo que fuese, algo que le mostrara que la atracción era mutua. No había rastro de ella, sin embargo. Quizá no vio el número. Tal vez sería alguna cajera bancaria aburrida quien le haría una broma telefónica algún día, cuando el billete circulara hasta llegar devuelta al banco.
Ninguno de los contactos de su teléfono sería más importante que el de Madeline. Lo había imaginado muchas veces: le escribiría a ratos, charlarían sobre sus intereses, bromearían sobre política, se sonreirían con complicidad en el café y algún día la invitaría él a tomar algo en otra parte. Por ahora tenía que ideárselas con otra forma de pedirle su teléfono.
Un momento ¿Dónde estaba su teléfono? No recordaba haber activado la alarma.
Se levantó sobresaltado. Buscó en la cama, en la mesilla de noche y en su escritorio. Normalmente ni siquiera sacaba el teléfono de la mochila así que buscó allí también pero no estaba. Alarmado, rebuscó en su subconsciente pero no halló respuestas ¿Dónde estaba?
Agarró el teléfono fijo y marcó a su propio número. Dos timbres después, contestaron. Reconoció esa dulce voz que tantas veces le preguntó si quería «lo de siempre».
一¿Hola?
Él apenas podía contestar.
一Hola, soy el dueño de ese teléfono.
一¿Brandon Johnson? Lo siento tanto, me llevé el teléfono a casa. Lo dejó en la mesa y no sabía cómo devolverlo.
一¿Conoce mi nombre?
La sintió reír a través del teléfono, algo entrecortada.
一Por supuesto, es de nuestros clientes estrella.
一Así que tiene mi teléfono..., es genial.
一¿Por qué es genial?
一No, digo, que es genial que no lo haya encontrado otra persona.
一Oh, claro. Bueno..., ¿lo necesita con urgencia? Vivo cerca de su casa, puedo alcanzárselo.
一¿También sabes dónde vivo?
一Sí, bueno, tuve que revisar un poco para saber de quién era.
一Espero que no hayas encontrado mis carpetas humillantes.
一Tranquilo, no investigué tanto.
Él se metió entre las sábanas y apretó los ojos con fuerza, porque era eso o gritar a todo pulmón lo feliz que se sentía en ese momento.
Las cosas no salieron como él había planeado, pero quizá conseguiría que Madeline estuviera a su lado el día que aquel billete llegara a manos de alguien que le jugara una broma telefónica.