Olympo en Penumbra

By BGSebastian

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✨Novela ganadora del Watty Misterio/Suspenso✨ La psiquiatra Claire Jillian Davenport vacaciona con su esposo... More

Aviso
Preludio
Capítulo 1: El Hotel Olympo
Capítulo 2: Señor Mundo
Capítulo 3: Henry Preston Blackwood, el multimillonario
Capítulo 4: Dahlia Blackwood, la viuda
Capítulo 5: Tadashi Kurida, el director ejecutivo
Capítulo 6: El sello y la carta
Capítulo 7: Selin Akkuş, la heredera
Capítulo 8: Emilio Jacobo Santodomingo Borrás, el coronel
Capítulo 9: El discernimiento
Capítulo 10: Bruna Palmeiro Arantes, la estudiante
Capítulo 11: La segunda carta
Capítulo 12: Quon Ming, el empresario
Capítulo 13: María Paz Anaya Villareal, la monja
Capítulo 14: La confrontación
Capítulo 15: Los dioses olímpicos
Capítulo 17: Olenka Vadimovna Komarova, la diplomática
Capítulo 18: El sello del sobre
Capítulo 19: Amelia Elizabeth Wilde, la actriz
Capítulo 20: Claire Jillian Davenport, la psiquiatra
Capítulo 21: Pietro di Marco Bartolini, el abogado
Capítulo 22: Hasin Bharat Mhaiskar, el gerente
Capítulo 23: El veredicto
Capítulo 24: Privados de la luz
Capítulo 25: La cima del Olympo
Capítulo 26: El sacro pacto de silencio
Epílogo

Capítulo 16: Lars Schlüter, el profesor

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By BGSebastian

Un señor de más de 60 años, con la cabeza calva arriba y llena de cabello en los lados que se fundía con una barba tupida y larga caminaba hacia ella. El hombre también llevaba unas gafas redondas de marco muy fino que eran las justas para leer todos los libros de la biblioteca circular donde se encontraban.

—Jamás nadie ha dicho que los grandes descubrimientos se dan en las bibliotecas a la media noche, pero yo digo, en mi humilde opinión, que no hay lugar más idóneo para la reflexión —dijo el hombre con una sonrisa —. Buenas noches, señora Davenport.

—Buenas noches, señor Schlüter.

—Puede decirme profesor. Esa es mi profesión. Yo por mi parte le diré... doctora, dado que también es su profesión. Una profesión que me causa infinita curiosidad y simpatía. —La voz del hombre no tenía ningún altibajo, era más bien profunda y adormecida —. Fue un crimen terrible lo ocurrido en las escaleras. Mi deseo de conocimiento no me permite evitar cuestionarme el porqué... Por ello vine tan rápido como me llamó... ¿Por qué cree usted que lo asesinaron, doctora? —Claire se limitó a encogerse de hombros mientras observaba el pasaporte del profesor —. Vamos, doctora, sé que tiene mucho por decir, lo noto en sus bellos ojos verdes. No tenga miedo, esto es en secreto de confesión. Si es usted la asesina, y por alguna razón los descubro en sus palabras, prometo llevármelo hasta la tumba.

El hombre causó en Claire una extraña empatía. Quizá fuese su barba, que lo hacía verse sabio, acompañada de sus gafas que le otorgaban cierta inocencia.

—No me gusta dar afirmaciones ni suposiciones antes de saber más sobre las cosas. El encargado de eso es mi esposo. —Sonrió —. Mi profesión me ha enseñado a escuchar y observar para luego diagnosticar. —El profesor asintió con otra sonrisa.

—Aparentemente me equivoqué. No supuse que fuera una mujer tan prudente.

—Lo soy cuando debo serlo, profesor Schlüter. Por ejemplo, en este momento, me desharé de la prudencia y le preguntaré sobre las estatuillas en su habitación. El gerente Mhaiskar recuerda que las mucamas dispusieron la de Hefesto en su habitación...

—La recuerdo... ¡Bella estatuilla aquella! Todo este hotel es muy exquisito en cuanto a decoración se trata.

—Gracias por su información, profesor.

—Con gusto, tan solo lamento no poder proveerle más información útil, ya que, antes de que lo pregunte como sé que lo hará, no escuché ningún grito, tampoco golpe alguno y menos percibí algo fuera de lo común. Cuando todo sucedió leía y como mi atención estaba algo inquieta decidí usar auriculares. Los sonidos de la naturaleza me ayudan a concentrar.

—Es una lástima que tuviese auriculares. Estoy segura que si no los hubiese tenido habría notado mucho más. Se ve que es alguien muy atento.

—Se necesita de atención y paciencia para ser un buen historiador. Por eso usted no hubiese sido una buena historiadora, doctora Davenport. Le sobra inteligencia y es buena prestando atención, pero carece de paciencia. Le gustan las soluciones rápidas. —Claire esbozó un gesto de curiosidad y el profesor comprendió que debía explicarse mejor —. No ha dejado de mover el pie hacia arriba y abajo, una muestra de ansiedad. Eligió ser psiquiatra, quizá, porque dicho campo del conocimiento rara vez cura, en su mayoría solo trata, por ello jamás se desespera ni pierde la paciencia, porque sabe que jamás llegará a ninguna solución con sus pacientes. Eso la debe mantener más tranquila.

—Y usted hubiese sido un gran psicoanalista, profesor Schlüter, pero decidió ser profesor de...

—Historia, por supuesto. Mi anhelo de conocimiento en masa me llevó a estudiar esta profesión y más tarde a enseñarla. Deseo saber por qué asesinaron al señor Henry Blackwood antes de dejar el hotel y si no lo logro me sentiré enormemente frustrado.

—Concuerdo con usted sin duda alguna, profesor. También me gustaría saber por qué lo mataron, pero sobre todo quién lo asesino.

—Ahí radica nuestra diferencia. Yo prefiero el porqué. Los motivos son más exquisitos, nos dicen más sobre el ser humano, de lo que es capaz de hacer por poder, dinero, odio, amor... El quién solo nos da un nombre sobre el responsable de un derrame de sangre, nada nuevo en la historia... Por cierto, bello color el de su vestido, doctora Davenport, muy similar a la sangre del difunto. —Claire sintió algo de vergüenza y sus mejillas se enrojecieron —. Por Dios, me disculpo si cause alguna vergüenza en usted, deseaba todo lo contrario. Avanzo con los tiempos. Sería un pésimo historiador si aún pensara que el matrimonio homosexual y las piernas de una mujer son cosas prohibidas. Era un cumplido. El color carmesí fue, en el siglo XVIII, una muestra de estatus. Era de los colores más caros para tinturar la ropa... Pero mejor guardo silencio. Supongo que es usted quien debe hacer las preguntas. No la entretendré más con mis habladurías. Prosiga con total libertad.

—El dato estaba muy interesante, pero estoy de acuerdo, soy yo quien debe hacer las preguntas. ¿En qué universidad imparte cátedra, profesor Schlüter?

—En varias... ¿Desea que las nombre?

—¿Todas en Alemania?

—Por supuesto que no. Aquí en Suiza también, además de en Inglaterra y Los Estados Unidos de vez en cuando.

—Es usted toda una eminencia.

—Tan solo mejor que el promedio —dijo Lars Schlüter con una sonrisa.

Claire observó mejor el pasaporte para comprobar las palabras de su acompañante. Era rojo, con un escudo y el nombre de su nación escrito en alemán. Abrió el documento y se paseó entre las hojas. El profesor solo había viajado a donde decía haberlo hecho, además de Turquía, el mundo árabe y algunos países del Sudeste Asiático y Sudamérica.

—Dice su pasaporte que nació en Bonn...

—Cierto, mi amada ciudad derrocha histórica por doquier. Gracias a ese lugar desarrollé desde muy pequeño una asidua mi pasión por lo que hago.

—¿Qué lo trajo a Suiza?

—Mi trabajo en una universidad. Coordinaré un seminario a partir de mañana.

—Espero lo haga muy bien —dijo Claire y el profesor le agradeció elevando una comisura de sus labios —. Y he de suponer, sin miedo a equivocarme, que dicha universidad pagó su estadía en este hotel. —Lars Schlüter asintió —. ¿Tiene algo que decir sobre su familia?

—Mis padres murieron hace ya décadas, en un accidente aéreo. Tengo dos hermanas. Una de ellas es una reconocida chef y reside en Londres, la otra intenta hacerse una vida con su título en artes plásticas.

—¿Esposa o hijos quizá?

—No, doctora, por supuesto que no. Nunca me casé y mucho menos tuve hijos. La vida académica no tiene descanso, se debe disponer de demasiado tiempo para viajes, calificaciones y preguntas estudiantiles, además de miles de horas a solas para reflexionar y descubrir por medio de la investigación. Y también requiero tiempo para comer e ir al cine, como cualquier otro ser humano...

—Eso no lo dudo, profesor Schlüter, lo que en efecto dudo, en cambio, es su relación con el señor Blackwood. Un académico anciano, sin familia y por lo que parece muy centrado... no logro encontrar algo que lo una al difunto.

Lars Schlüter calló por un segundo y posó la mirada sobre una colección de libros que se hallaban en una mesa cercana.

—Es difícil conseguir fondos para investigar la historia, doctora Davenport. Ahora todos desean mirar al futuro, pero nadie se preocupa por el ayer, parece que todos olvidan de donde vienen y prefieren ignorarlo, creyendo que así lograrán mejores resultados, sin saber que quien no conoce su pasado, está condenado a repetirlo.

—¿A qué va con todo esto, profesor Schlüter?

—Mi trabajo es hacer que la gente entienda y comprenda y quizá por ello siempre me siento en necesidad de explicar a fondo. Por aquel entonces empezaba a hacer una investigación en unas antiguas ruinas en Turquía, era de lo más grandioso que había visto nunca. La universidad en la que trabajaba en ese momento era quien me proveía de los recursos y debido a un recorte en el departamento de historia, no pudieron continuar financiándome. Y allí estaba yo, varado en el extranjero con varios ayudantes a mi cargo y sin una sola moneda, pero sin la menor intención de rendirme...

—¿No hubiese sido más sencillo simplemente... irse?

—Nadie diría que no, sin embargo, yo no estaba dispuesto. Cuando uno se ahoga cada vez más en la vejez hay un algo muy adentro, como un reloj que jamás se harta de recordar las pocas horas que quedan para vivir, y eso ocasiona que uno sea más productivo, el deseo de no morir y terminar olvidados bajo la tierra, el deseo de dejar algo con los vivos, de dejar nuestra huella.

—Espero no me diga, profesor, que vendió sus valores para poder continuar con su investigación.

—Le dije que estaba deslumbrado, doctora Davenport. Aquellos manuscritos eran tan viejos, de los inicios de la civilización mesopotámica, que no pude privar a la humanidad de los descubrimientos. Y si yo no lo hacía, alguien me robaría el crédito en un dos por tres. Contacté a varios de mis colegas como pude, pero ninguno quiso ayudarme a excepción de un beneficiario anónimo.

—Supongo que aquí es donde aparece el señor Blackwood.

—No exactamente. Una limusina negra y casi tan larga como una serpiente amazónica apareció en medio del árido paisaje turco y frente a nuestra excavación. El chofer abrió la puerta y una señora apareció frente a nosotros. Fui llamado rápidamente porque ella solicitó una reunión con el director de la investigación. No la conocía en aquel entonces, pero quien requería de mi presencia era...

—La señora Blackwood.

El profesor Lars Schlüter asintió.

—La mismísima Dahlia Blackwood. Ofreció una financiación total a la investigación y lo más fantástico de todo, solo pedía que firmáramos unos documentos y nombráramos a su fundación en todos los documentos derivados de la obra. No me pude negar a tal propuesta y entonces creí que había sido una de las mejores decisiones de mi vida. Nos dieron todo lo que necesitábamos y hasta más. Tanto mis ayudantes como yo, nos hospedamos en el mejor hotel de la zona, un resort todo incluido. Al final de la investigación no podía distinguir bien si estaba en unas lujosas vacaciones o trabajando.

—Dijo que se había quedado en un hotel muy lujoso... ¿de casualidad recuerda el nombre?

—Sin duda, era Constantinople Dreams. Desde entonces solo uso aquella cadena hotelera. Por esa misma razón me estoy hospedando aquí.

—No sé si tenga conocimiento, profesor, pero Selin Akkuş, quien se encuentra esta noche aquí en el hotel, con nosotros, es la actual propietaria de dicha cadena. ¿De casualidad no tendrán alguna relación que ella olvidó decirme?

—No, no tenemos ninguna relación. Puede que algunas veces me la haya cruzado en alguno de sus hoteles, pero no creo que ella me recuerde. Parece que si algo no brilla como el sol o parece valer miles de dólares es invisible ante los ojos de la señorita Akkuş —explicó el profesor Lars Schlüter y Claire asintió para después indicarle que continuara con la historia de la señora Blackwood.

—Vi varias veces a la señora Blackwood durante la investigación, parecía muy interesada en el adelanto de la misma, pero luego de que regresé a Alemania no tuve más contacto de ningún tipo con ella. Intenté obtener su número para llamarla y darle las gracias, pero me fue imposible. Pasaron algunos años y luego el apellido Blackwood volvió a aparecer en mi vida.

Berlín, Alemania - Antes

El invierno había comenzado hacía un tiempo y la nieve de las calles de la capital alemana combinaba festivamente con la decoración navideña. No había mucha gente en la universidad aquel día. Los estudiantes ya se habían ido a sus hogares para celebrar las fechas especiales y el personal estaba de vacaciones, a excepción del profesor Lars Schlüter que conocía de todo menos de las complicadas artes del descanso y la pérdida de tiempo.

La secretaria irrumpió en el despacho de Lars, silenciosa y con un rostro de cansancio y celos porque todos disfrutaban en sus hogares mientras ella tenía que seguir soportando las órdenes de su jefe.

—Ha llegado un sobre para usted, profesor —dijo, aproximándose al escritorio tras el cual estaba Lars observado con ayuda de sus gafas unos documentos que procedían de una isla polinesia.

—¿Tan importantes son?

—Eso creo. El sobre no llegó con el correo postal. Lo trajo un hombre vestido con traje que venía conduciendo un lujoso auto.

Lars Schlüter alzó su mirada. Extendió la mano y la secretaria ubicó el objeto en su mano.

—Gracias, Unna. Cierra la puerta con seguro cuando salgas si no es molestia. Y ya te puedes ir a casa, es más, tómate lo que queda de diciembre para descansar. Nos vemos en enero.

—¡Muchas gracias, profesor! ¡Hasta enero! —exclamó la chica que se había convertido de repente en la persona más feliz del mundo —. Que tenga una feliz navidad y un próspero año nuevo —agregó, aproximándose a la puerta, pero antes de cerrarla Lars la detuvo con otra pregunta.

—¿La persona que trajo el sobre no dijo quién lo había enviado?

—No, profesor, no dijo absolutamente nada. ¿Hay algún problema?

—Nada que no tenga solución, Unna. ¡Felices fiestas!

La puerta se cerró y el silencio volvió a apoderarse del lugar. Era un despacho pequeño y acogedor. Lars lo había amueblado con esmero, al ser consciente de que allí pasaría mucho tiempo.

Había hecho aquella pregunta a Unna, su secretaria, porque el sobre no tenía remitente y tampoco ningún tipo de información adicional. El profesor lo abrió suavemente con sus manos secas, pecosas y manchadas y adentro no encontró nada más que una carta con peculiar letra. Esta sí tenía remitente, un tal señor Henry P. Blackwood.

Supo con rapidez donde había escuchado ese apellido con anterioridad. La mujer que había financiado su investigación de la civilización mesopotámica en Turquía tenía aquel apellido. Había altas probabilidades de que la señora y el señor Blackwood estuviesen relacionados familiarmente, quizá fuesen hermanos o esposos. No había mucha gente con ese apellido.

Leyó la carta apremiante, ansioso por descubrir la razón por la cual los Blackwood habían decidido ponerse en contacto de nuevo. Los primeros párrafos eran una sucesión de palabras corteses y recordatorios de lo que habían hecho por él y la investigación, además, el señor Henry Blackwood se presentaba como el esposo de la ya conocida señora Blackwood.

En los siguientes párrafos de una forma increíblemente descarada y sin un ápice de humildad le exigían mover sus influencias en la universidad para que enviaran un equipo a la selva amazónica en Colombia que se encargaría de llevar a cabo una investigación para aprobar la extracción de petróleo.

Lars Schlüter estaba increíblemente confundido y no sabía cómo el matrimonio Blackwood podía ser tan descarado para exigirle aquello y tan descabellado para pensar que él sucumbiría sin resistencia. Aún quedaba media carta por leer y respirando profundo continuó para terminar de sorprenderse todavía más. Con claridad y explícitamente estaba escrito que si no aceptaba sería enajenado a la fuerza de su investigación y todo lo descubierto pasaría a ser propiedad de la fundación Blackwood.

Una gota de sudor frío cayó por su sien lentamente y en la quietud del despacho pudo escuchar su corazón latiendo a mil por hora. Hizo una investigación rápida en internet para saber contra quien estaba lidiando. No tenía oportunidad contra Henry Preston Blackwood. Podía iniciar una batalla legal, pero en un mundo controlado por el dinero era más que obvio quien saldría perdedor.

Se puso en pie pensando como contrarrestar a los Blackwood, pero no lo consiguió. Cuando se decidió a salir de su despacho lo hizo con la intención de dirigirse a un lugar exacto. Iba a hablar con el consejo universitario, del cual era un antiguo miembro, y con el director para que enviaran al equipo al Amazonas colombiano.

La misión se completó y él logró su objetivo, o más bien el del matrimonio Blackwood. Lo supo cuando tiempo después leyó en el periódico, en un apartado pequeño y minúsculo, como una guerrilla había sacado a una tribu indígena de su territorio en Colombia y la empresa petrolera Black Oil se había ofrecido amablemente a financiar la restauración del resguardo de la tribu a cambio de poder explotar el petróleo que yacía en el territorio.

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