Olympo en Penumbra

By BGSebastian

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✨Novela ganadora del Watty Misterio/Suspenso✨ La psiquiatra Claire Jillian Davenport vacaciona con su esposo... More

Aviso
Preludio
Capítulo 1: El Hotel Olympo
Capítulo 2: Señor Mundo
Capítulo 3: Henry Preston Blackwood, el multimillonario
Capítulo 5: Tadashi Kurida, el director ejecutivo
Capítulo 6: El sello y la carta
Capítulo 7: Selin Akkuş, la heredera
Capítulo 8: Emilio Jacobo Santodomingo Borrás, el coronel
Capítulo 9: El discernimiento
Capítulo 10: Bruna Palmeiro Arantes, la estudiante
Capítulo 11: La segunda carta
Capítulo 12: Quon Ming, el empresario
Capítulo 13: María Paz Anaya Villareal, la monja
Capítulo 14: La confrontación
Capítulo 15: Los dioses olímpicos
Capítulo 16: Lars Schlüter, el profesor
Capítulo 17: Olenka Vadimovna Komarova, la diplomática
Capítulo 18: El sello del sobre
Capítulo 19: Amelia Elizabeth Wilde, la actriz
Capítulo 20: Claire Jillian Davenport, la psiquiatra
Capítulo 21: Pietro di Marco Bartolini, el abogado
Capítulo 22: Hasin Bharat Mhaiskar, el gerente
Capítulo 23: El veredicto
Capítulo 24: Privados de la luz
Capítulo 25: La cima del Olympo
Capítulo 26: El sacro pacto de silencio
Epílogo

Capítulo 4: Dahlia Blackwood, la viuda

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By BGSebastian

Claire Jillian Davenport no sabía cómo hacer un interrogatorio policial, pero la mitad de su vida laboral se basaba en escuchar a los pacientes decir sus verdades, sus secretos, sus pecados, las cosas que nadie más desea escuchar o las cosas que algunos no pueden guardarse más. Sus pacientes eran de lo más peculiares. Trabajaba como directora de un hospital psiquiátrico en San Francisco, California y amaba su trabajo.

Lo que estaba a punto de hacer debía ser, si quizá no igual a las consultas con sus pacientes, muy similar. No había escogido los lugares para llevar a cabo el interrogatorio, o como ella prefería llamarlo la "entrevista", al azar. Los había calculado. Recordaba con claridad algo que había leído en algún texto académico: las personas tendían a ser más sinceras cuando el ambiente es ameno y familiar para ellos, y aún mucho más si la persona que les hablaba inspira confianza.

Ella no inspiraba mucha confianza en su vida cotidiana, pero había aprendido a actuar para sus pacientes, a ser lo que ellos querían que fuese. Usaría esa misma estrategia, que con algo de suerte emanaría en Dahlia Blackwood algún ápice de honestidad.

La señora Blackwood apareció en el invernadero tan sublime como siempre. Sus pasos lentos se escucharon en el suelo de piedra pulida y su reflejo se vio en los cristales que cubrían el lugar de las inclemencias del clima.

La cúpula que cubría el invernadero era simplemente magnífica. Totalmente transparente y con uniones casi invisibles, dejaba ver la nieve y la lluvia caer como en la navidad ideal. No había nada reprochable en ese lugar. Hacía más calor que en el resto del hotel, esto con la finalidad de mantener en excelente estado a las exóticas plantas, flores y árboles.

Claire, que estaba en una silla fina y curvilínea que acompañaba a una mesa para tomar té junto a un esbelto árbol de flores amarillas deslumbrantes y tronco elegante, se puso en pie al ver a la señora Blackwood. Cuando ambas estuvieron listas, tomaron asiento. Un camarero pulcro se acercó a ellas aprisa, rodeando la estatua de mármol de una diosa de mirada confusa, y con una tetera que llevaba en la mano sirvió té verde en las tazas que ya estaban dispuestas junto a discretas galletitas de avena.

Cuando Claire se hubo preparado para entrar en su papel de psicóloga habló.

—Discúlpeme, señora Blackwood. Entiendo que esté afligida y de luto, y sé que este no es el momento perfecto para una entrevista con una extraña como yo, pero debemos descubrir al Señor Mundo. —La señora asintió, aferrándose a su pañuelo negro.

El gerente Mhaiskar se había encargado de hacerse con un mapa del segundo piso con las habitaciones y sus respectivos huéspedes y también de recolectar los pasaportes de cada uno de los sospechosos con anterioridad, y ahora todo descansaba en un bolso propiedad de Claire. De ahí extrajo el pasaporte perteneciente a la señora Blackwood y su difunto esposo. Ambos documentos eran del mismo país, con una cubierta azul donde se podía ver un escudo y leer con dificultad "United States of America". Al abrirlos, Claire comprendió por qué las letras estaban tan desgastadas. Los esposos viajaban en exceso. Conocían todos los continentes y por supuesto decenas de ciudades, Londres, París, Tokio, Moscú, Nueva Delhi, Buenos Aires, Ciudad de México, Johannesburgo, Estambul, Los Ángeles, Sídney...

—¿Conoce Sídney, señora Blackwood?

—Qué si conozco Sídney dice usted... —La mujer suspiró —. Mi esposo y yo solíamos viajar con frecuencia hace un tiempo. Aunque jamás me agradó la ciudad. No era por su fealdad o simpleza, al contrario, su belleza y ambiente relajado eran lo único que valía la pena por aquel viaje tan largo. Horas y horas sentada en un avión. No me era fácil soportarlo. Agradezco que dejásemos de ir hasta tan lejos... Deduzco que usted es australiana, doctora Davenport, ¿me equivoco?

—En lo absoluto. Sí soy australiana. Nací en Brisbane.

—Su acento la delata —dijo la señora Blackwood, endulzando el té con medio terrón de azúcar —. Afortunadamente perdió aquella mala práctica que tienen sus connacionales de reducir las palabras. Jamás entiendo cuando hablan de esa forma. Dijo Brisbane, ¿verdad? —Claire asintió —. No conozco aquella ciudad. De Australia he visitado... Sídney, por supuesto... Melbourne, Adelaide y había otra... recuerdo que Preston dijo que era la ciudad más alejada del mundo, pero no logro recordar su nombre.

—Perth.

—Exactamente, Perth. —La mujer le concedió la razón —. Preston conocía mucho del mundo. Le encantaba rodearse de personas de todos los países. Decía que no aceptar la migración era como cerrarle la puerta al conocimiento. Nunca compartí su postura. No estoy en contra de la migración legal, no me malentienda, pero ya sabe usted que la inmigración ilegal le ha causado bastante daño a mi país. No tenemos la suerte de estar rodeados por agua como Australia, en cambio, compartimos frontera con países no tan... desarrollados.

Claire quería evadir el tema de la migración, no debía entrar en una discusión. Estaba en el papel de psiquiatra, mas no en el de Claire Jillian Davenport y sus pensamientos progresistas.

—¿Es usted sureña? —preguntó Claire. La mujer sonrió. Era la primera vez que observaba sus dientes. Se veían claramente falsos, de seguro eran prótesis, pero la mujer no se veía de tanta edad como para que sus dientes se hubieran caído naturalmente. Observó el pasaporte. Tenía 50 años —. Su acento también la delata —agregó.

—No me avergüenzo de mi acento como usted, al contrario, me enorgullece enormemente —declaró la mujer.

—¡Yo no me avergüenzo de mi acento! —se apresuró a exclamar Claire, abriendo una raja en su papel de psiquiatra.

—Ah, ¿no? Supuse que usar tantos americanismos en su hablar y su similitud con el acento americano eran muestra de ello.

¡Por supuesto que no la avergonzaba su acento! Al menos eso era lo que pensaba. Algún tiempo después de casada, se mudó con Pietro a San Francisco, California porque había oportunidades de trabajo mejor remuneradas allí, pero principalmente debido a algunos asuntos que deseaban olvidar y que habían acontecido en Sídney. Quizá al principio hubo algo de burla entre sus compañeros de trabajo y sus subalternos por su manera de hablar. En verdad quizá sí se hubiese visto presionada a neutralizar su acento australiano, pero no porque le avergonzara.

—No me avergüenzo de mi acento, ya se lo dije y no quiero repetirlo, señora Blackwood. Le pido me siga contando sobre su vida. El sur es muy extenso. ¿De dónde es exactamente?

—De la capital de Alabama, en el esplendor del Deep South.

—¿Birmingham? —preguntó Claire y la señora Blackwood negó lentamente con la cabeza —. Jamás he ido a ninguna ciudad del sur de los Estados Unidos. No conozco mucho de allí.

—Soy de Montgomery, la verdadera capital de Alabama. No la juzgo, puede que haya escuchado poco del lugar. —Claire sonrió, avergonzada por su ignorancia, mientras sus mejillas se sonrojaban sutilmente. Bajó la cabeza y observó el pasaporte sin enfocarse en nada realmente.

—Podría decirme, por favor, su apellido de soltera y algo sobre sus padres.

—Claro, no hay problema. El apellido de mi familia de soltera es Starling. Mi madre murió en mi parto. Fui su primera y única hija. Mi padre... aún vive —La señora Blackwood respiró hondo y luego exhaló —. Reside en la hacienda donde me crié. No creo que tenga pensado salir de ahí jamás. Es un ganadero. Sus tierras comprenden gran parte de Alabama.

Claire advirtió que la señora Blackwood, antes señorita Starling, había sido pudiente toda su vida. Antes de la charla había llegado a pensar que su matrimonio con el señor Blackwood se había basado en simple y llano interés monetario y, aunque no descartaba totalmente aquella opción, con los datos proporcionados era menos probable. Quizá, en efecto, había sido amor verdadero.

—¿Podríamos hablar ahora de la muerte del señor Blackwood? ¿Qué hacía en ese momento?

—Estaba en el tocador, terminando de arreglar mi maquillaje para la cena. Preston me dijo que iba a adelantarse para fumar un cigarro en la terraza con un socio y... —la voz de la mujer se quebró en mil pedazos —unos minutos más tarde estaba muerto.

—De nuevo rectifico mis disculpas...

—Ni siquiera escuché nada, doctora Davenport. Otros de los huéspedes dijeron que escucharon claramente un grito y un golpe, pero yo no. A Preston lo mataron en mis narices y no pude hacer nada. Si tan solo hubiese escuchado el grito que todos comentan habría corrido a ver de qué se trataba. La puerta de nuestra habitación da muy cerca de las escaleras. Hubiera podido ver al asesino.

—No se torture con lo que pudo o no pudo haber pasado, señora Blackwood. El pasado solo es uno y no podemos cambiarlo, tan solo podemos alterar el futuro. Si lo desea podemos detener la entrevista aquí y continuar después.

—De ningún modo —aseguró Dahlia Blackwood, intentado recomponerse —. Continúe. Usted lo dijo, solo podemos alterar el futuro y si esta entrevista tiene como objetivo dar con el asesino, la soportaré.

Claire asintió.

—Podemos ahora hablar de temas menos crudos ¿Qué me puede decir de la vida del señor Blackwood? —preguntó Claire mientras su acompañante bebió un sorbo minúsculo de té.

—Henry Preston Blackwood era oriundo del estado de New York, doctora, específicamente de un diminuto pueblo llamado Little Falls. Siempre he dicho que algunas personas nacen con estrellas y otras estrelladas, bueno, pues él era de los primeros. Construyó toda su fortuna con esfuerzo y dedicación. A los 25 fue millonario y a los 36 logró ser multimillonario. Desde entonces sus ingresos nunca descendieron ni un solo centavo de dólar.

—¿Y de dónde sacaba tanto dinero el señor Blackwood?

—La verdadera pregunta, doctora Davenport, es de dónde no sacaba dinero mi marido. Se mudó a los 15 años a la ciudad de New York, con un dólar y... 5 centavos, lo solía decir mucho, era de sus historias favoritas. También por ello el 5 era su número de la suerte. Con esa nimiedad monetaria compró dos panes calientes de muy buen sabor en una panadería barata y los revendió al doble cerca de otra panadería más exclusiva. Y así, manteniendo los precios más bajos que en la cafetería junto a la que vendía sus panes, logró quebrarla y ahorrar lo suficiente para comprarla un año después, con solo 16 años. Luego de las panaderías vinieron zapaterías, destilerías, viñedos, plantaciones, petróleo, tecnología, todo lo que pueda imaginar. ¿Impresionante, no cree usted?

—Usted bien lo dijo, señora Blackwood, hay gente que nace con estrellas y otra que nace estrellada. —Dahlia levantó su té como si fuese una copa de vino, lo mostró a Claire y bebió —. Otra pregunta sencilla ¿Qué hacían su esposo y usted aquí en Suiza?

—Debo confesar que no tengo conocimiento de ello. Preston rara vez me comentaba sobre sus negocios o los viajes. Decía que yo solo debía preocuparme por gastar lo que él ganaba, así que nunca me interesé por sonsacarle información.

—Comprendo... Ahora viene una de las preguntas más importantes. Necesito de toda su sinceridad, señora Blackwood —La mujer bajó la taza de té y prestó toda su atención —. ¿Conoce usted a alguno de los huéspedes?

—¡¿Por qué pregunta eso?! —exclamó Dahlia Blackwood, alterada. Claire jamás hubiese esperado esa reacción.

—Si el Señor Mundo quiere que descubramos su nombre supongo que de una u otra forma todos deben saber quién es...

—¡No conozco a nadie distinto a mi esposo en este maldito hotel! —declaró con ferocidad, levantándose de la silla y golpeando la mesa con fuerza —. Si lo hiciese ya se lo hubiese dicho. Es algo que no ocultaría. Pero ya que hablábamos de mi esposo, a quién en efecto conocía, y muy bien, déjeme decirle quien era en verdad, lo que en verdad era ese maldito infeliz.

Ciudad de Nueva York, New York, Estados Unidos de América – Antes

Dahlia Blackwood siempre había preferido su apellido de soltera, era de las pocas cosas que no tenía en duda en esta vida, de eso y de que cada día que pasaba se llevaba más de ella, de su felicidad y de sus ganas de vivir. Ahí, recostada sobre la baranda de aquel balcón con vista a todo Manhattan, incluido el Central Park, evidenciaba lo pequeña e insignificante que era para el mundo. Le era de lo más sencillo visualizarse abajo, en medio de la calle, con los sesos fuera de su cuerpo debido a la caída y bien muerta. Lo deseaba, lo anhelaba, su cuerpo le gritaba que lo hiciera, sin embargo, nunca se había atrevido, y algo en su interior le decía que jamás se atrevería.

Era mitad de otoño, y gastaba otra hora del día, como cada día, en el balcón del pent-house donde vivía y al cual veía más como una cárcel de oro que como un hogar. Extrañaba el calor abrazador del sur, la hospitalidad de su gente, la tranquilidad de la naturaleza y los paisajes ladrones de más de un aliento. Nueva York no se podía comparar con eso. Allí, en lugar del cantar de las aves que acariciaban los oídos, las bocinas de los automóviles perturbaban el tímpano sin descanso. No importaba que tan alto estuviese, el bullicio lograba llegar.

Le había dicho a su esposo que no le gustaba su hogar y él le había permitido cambiar de casa más de cinco veces, pero no entendía a lo que ella se refería. No le gustaba Nueva York, daba igual que pent-house adquirieran. Solo quería volver a Alabama y, aunque sabía que allá no sería bien recibida, lo consideraba un hogar.

Alguna vez, hacía muchos años, se había atrevido a decirle a Preston que odiaba la ciudad y a cambio había recibido dos puños en las costillas y otro más en el ojo izquierdo.

—Nueva York nos ha dado todo lo que tenemos —le había dicho su esposo —. Este es mi hogar, y por ende es el tuyo. Jamás nos iremos. Deja de ser una perra llorona malagradecida. Eres como las vacas, las sacas de un muladar inmundo para llevarlas a un palacio y, sin embargo, no ven la hora para volver.

Nunca jamás volvió a decir nada en contra de la ciudad. Había aprendido su lección. Se conformaba con salir al balcón y ver la calle. Ese era su sueño, morir, no había nada más allá. De vez en cuando el cielo le otorgaba algún consuelo, era similar al de Alabama, al fin y al cabo, lo único que tenían en común todos los lugares del mundo era el mismo cielo.

Una criada irrumpió en el balcón, estaba apurada y ansiosa. Recogió el té que Dahlia estaba tomando y toda la loza que había en el lugar.

—Su esposo está en la recepción del edificio, señora Blackwood. Subirá en un minuto. —Dahlia se limitó a asentir.

Planchó su vestido negro con las manos y acomodó su collar de perlas. Dejó el balcón para llegar a un pasillo donde encontró un espejo y aprovechó para perfeccionar su cabello peinado con esmero por un experto estilista horas antes. Luego, continuó su camino hacía el comedor. Era la hora del almuerzo.

El pent-house era magnífico, pero a Dahlia ya pocas cosas la impresionaban. El señor Henry Preston Blackwood se había encargado de ello. Le mandaba traer joyas de los lugares más lejanos, adornos de todo el mundo, vestidos de los mejores diseñadores, mayordomos, estilistas, jardineros, choferes, chefs. No le faltaba nada, a veces incluso pensaba que le sobraba demasiado.

El elevador emitió un sonido indicando que había llegado a su destino, el último piso del edificio. Las puertas se abrieron y el señor Blackwood estaba tras ellas. Portaba su traje con opulencia y en su muñeca llevaba un gran reloj, uno de los muchos que tenía.

—Dahlia, corazón. ¿Cómo estás? ¿Si te ha complacido la servidumbre? No les pago para holgazanear —soltó una risa que heló la sangre de Dahlia y la servidumbre presente en el vestíbulo. Eso sucedía siempre que el hombre hablaba, todos perdían cualquier sentimiento distinto al miedo.

—Estoy bien.

—Estoy bien, corazón —corrigió el señor Blackwood, acercándose a su esposa —. Así es como debes decir —agregó, acariciándole una mejilla con su pesada y callosa mano —. Estoy hambriento —dijo, dándole palmadas a su panza —. Espero el inútil del chef haya preparado lo que ordené —. Tomó a su esposa por la cintura y ambos se dirigieron al comedor.

El lugar estaba preparado con detalle, como le gustaba al dueño del pent-house. La mesa de 16 asientos tenía toda la vajilla dispuesta para la totalidad de puestos, aunque solo el señor y la señora fuesen a almorzar. Henry Preston ocupó su lugar en el puesto de una orilla, tras la chimenea apagada, y Dahlia se sentó en la orilla contraria.

Ante el aplauso de uno de los mayordomos, aparecieron varios camareros procedentes de la cocina con deliciosos platos rellenos de frutas, verduras, carnes blancas de varios animales, salsas y varias cosas de las cuales Dahlia jamás había sabido el nombre.

—No veo el filet mignon por ninguna parte —dijo el señor Blackwood, observando todos y cada uno de los platos. —Le pedí al chef que hiciera filet mignon, ¡y no lo veo en mi maldita mesa! —gritó y la mujer dio un pequeño salto.

Un mayordomo se acercó a él y le susurró algo en el oído mientras observaba de reojo a Dahlia. Ella sabía lo que le estaba diciendo, pero no le importaba, aquel día no quería comer el asqueroso filet mignon azul que le gustaba a su esposo. La carne en término azul le causaba vómito. Le era inadmisible ver la sangre por todo el fondo del plato.

El señor Blackwood se puso en pie bruscamente y por poco envió la silla dentro de la chimenea en su accionar. Se aproximó a su esposa lentamente, tenía un cuchillo en la mano y lo arrastraba haciendo crujir su filo contra la mesa.

—Déjennos y cierren las puertas —ordenó a la servidumbre. Sus órdenes fueron acatadas y cuando no hubo nadie en la habitación envió a volar de un manotazo el bocado de comida que Dahlia intentaba llevar a su boca —. El mayordomo me dijo que le ordenaste al chef cocinar carnes blancas en lugar de filet mignon. ¿Debo despedir al mayordomo por mentiroso?

—No —dijo Dahlia, alargando la mano para tomar otro cubierto y así poder continuar con su comida.

El cuchillo que tenía el señor Blackwood en la mano se enterró en la mesa de madera, a un milímetro del dedo índice de la mujer. Ella no estaba sorprendida. Su esposo ya no la asustaba con ese cuchillo, ya la había amenazado con un machete, una navaja, una pistola, un revolver, una escopeta y, si no estaba mal, también con una pala. Ninguna de esas veces la había matado y suponía que esta tampoco iba a ser diferente, no contaba con tanta suerte.

—¡¿Acaso crees que soy un maricón?! —rugió el hombre, enviando saliva por doquier —. Un afeminado marica que solo come carnes blancas... ¡No! ¡Yo soy un hombre! Un hombre que come lo que quiere y al que su estúpida esposa no le puede imponer nada.

—Iré a decirle al chef que prepare filet mignon —dijo Dahlia, poniéndose en pie con suavidad. Sus manos estaban firmes. No temblaba ni titubeaba. Eso le sucedía con frecuencia al inicio de su matrimonio, en los primeros años, pero ya había dejado aquella etapa atrás. Sabía lo que le esperaba con Preston y no le temía.

—Corazón —dijo su esposo, bloqueándole el camino hacia la puerta de la cocina —. El otro día te escuché hablando con la criada, le decías que querías hijos, que necesitabas a alguien a quien amar y por quién vivir. ¿Acaso yo no soy ese alguien a quién amar y por quién vivir? —Dahlia no respondió, solo bajó la cabeza —. ¡Respóndeme, puta muda! —exclamó, alzó su mano y atestó una cachetada contra su esposa.

La mujer contrajo su cuerpo y llevó su mano a la mejilla golpeada. Todavía no tenía sangre, ese golpecillo lo podría ocultar con maquillaje. Se enderezó y miró a su esposo, sin pizca de temor o sumisión.

—Veo que hoy estás muy... valiente. ¡Perfecto! Veremos cuanto te dura tu valentía —dijo el señor Blackwood y lanzó un puñetazo contra el estómago de Dahlia, quien no pudo evitar caer al suelo. Estaba ahogada, el golpe había sacado todo el aire de sus pulmones —. Veremos que hijos puedes tener después de que te de tu merecido. —Le dio dos patadas en el estómago, sin ninguna intención de detenerse en un buen rato.

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