Writer in the Dark |ARGCHI|

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"Apuesto a que maldices el día en que besaste a un escritor en la oscuridad" Martín no ve a Manuel hace cuatr... More

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"EN MI CABEZA

lo hago todo bien

[...]

pero solo es una edición de nosotros"

Lorde- Supercut



Cuando mayo llega y con ello la lluvia torrencial, Martín es capaz de mirar por la ventana y pensar, mientras la taza de café humea, en muchos momentos desordenados que alguna vez pasó en el mes que da inicio al invierno en el cono sur.

Ha sido mucho tiempo desde la última vez que pensó en la mayoría de estas cosas. Hay recuerdos de su infancia, del primer café, de los carretes a puerta cerrada, del frenesí de su adolescencia y de la calma con la que venía por momentos; recuerdos de la universidad y del primer trabajo o de la primera lluvia en el primer departamento que pagó él completamente. Hay muchas cosas que lo envuelven, y sin embargo, en medio del frío y del ruido incesante que hace la estufa, una voz pequeña lo lleva a los dieciocho años de nuevo, a juegos de madera húmeda y al frío de una cimarra fallida en la que quedó solo pero en la que desconocería la soledad.

El café está hirviendo en sus manos y frunce los labios por el repentino recuerdo que lo golpea como el encender la luz medio dormido. Solo lo tira hacia un lado, tomando el café y frunciendo la boca por lo amargo que está.



PERO MARTÍN tiene diecisiete años, se quiere comer el mundo y no sabe por dónde empezar. Ningún adolescente que se quiera comer el mundo sabe por donde empezar realmente, así que Martín solo se preocupa de, por ahora, hacerse el interesante en el colegio, el aspiracional, el mejor. Tiene buenas notas en todos los ramos, es increíblemente atractivo (según los cursos más chicos) y es tan simpático y encantador que podía ser amigo de prácticamente todos. Había algo en su arrogancia ingenua que lo mantenía como un hombre de carácter pero no desagradable, tan delicioso de oír y de compartir con. Era un líder nato: si Martín hubiese empezado la revolución pingüina, aun desinteresado como estaba en el tema, lo hubiesen seguido todos. Era una pena que ese movimiento saliera en 2006 entonces, y no en el 2010 cuando Martín estaba apenas a unos meses de la mayoría de edad y de comenzar a comerse el mundo como tanto ansiaba desde que golpeó la adolescencia.

Pocas cosas le importaban aparte de rendir una PSU decente y entrar en la Universidad Católica, y como esos eran sus cometidos mayores y estaba cerca de cumplirlos, se daba el tiempo de hacer cualquier otra cosa con el resto de su tiempo. Pololear, carretear, ver Yingo, o hacer la cimarra incluso, porque en realidad no es como que necesitara estar en clase para ser, como siempre, uno de los mejores. Por eso era tan fácil caminar por las frías calles de mayo como el miércoles en que perdió el encendedor y caminaba solo con un cigarro suelto metido en su boca mientras él mascaba con molestia la base. No lo podía fumar de todas formas, así que no interesaba mucho si lo destruía – Sebastián era el maestro de las cajetillas de cigarros, solo le pediría más a él al final del día cuando dieran las tres y lo viera salir del colegio.

Así que ahí estaba. Pequeño arrogante Martín, mordiendo el cigarro a falta de chicle y encendedor que pudiera darle motivo a su existencia. Su teléfono tenía la batería a punto de acabarse, y no había mucho que hacer en él además de quedarse mirando la hora o Facebook, que no le interesaba tanto en las horas de colegio, porque nadie ponía nada interesante. No le quedaba más qué hacer, porque incluso con sus natas habilidades de líder, había decidido salir solo del colegio ese día, y vagaba solo por las vacías calles del pueblo donde quedaba su colegio. Lo mejor era tan solo sentarse en una banca, ver las horas pasar, esperar a que diera la hora en que su mamá salía de la casa y escabullirse, sentarse en el sillón y comer cereal directamente de la caja mientras veía matinales o buscaba canciones en Youtube.

Y hubiese sido un buen plan. A veces, en medio de los veinte años, de repente solo se queda quieto y piensa que hubiese sido un gran plan – que se hubiese evitado problemas y dolor y tanto trabajo y tanto llanto. Pero eso lo piensa en medio de la rabia, de la pena, del rencor, porque aunque hubiese sido un buen plan, fue una mejor idea tan solo quedarse mirando las panderetas de la calle azarosa por la cual caminaba, encontrándose con un trío de niños de su colegio graffiteando y rociando color con esas latas de pintura metálica que venden tan caras en el Homecenter. Quién le hubiese advertido, por favor, que esa sería su perdición: el plateado golpeando una pared grisácea, perdiéndose en la opacidad del día nublado, en manos nerviosas y tiritonas que no sabían usar la lata en ningún sentido, que Martín sabía perfectamente que esa era una travesura nueva para el trío de estudiantes que les daban la espalda, que eso era algo nuevo y por eso temblaban tanto, porque seguramente era también su primera cimarra, con lo bajitos que se veían. Y Martín pensaba que lo sabía todo, pero nadie le pudo advertir que siete años después seguiría descubriendo cosas nuevas, y que no sabía ni la mitad de las cosas por las que iba a pasar.

Entonces decide, manos en los bolsillos del polerón de cuarto medio, cigarro todavía mordido, solitario y su cabello meciéndose desordenado con el viento molesto de mayo, que quizás alguno de los niños que se paran frente a él puedan, tal vez, tener encendedor. Tienen como cinco latas de pintura en spray, así que no le sorprendería que alguno de ellos cargara encendedor, cigarros (ojalá, para pedirles otro porque fumarse el mordisqueado no era su idea favorita), fósforos, cualquier cosa. Si tuvieran un pito no le sorprendería tampoco, y no se negaría, solo en caso de.

Martín se acerca silencioso, serio, aburrido, todavía apretando sus colmillos izquierdos contra la textura blanda y amarga del cigarro. Los otros hombres no lo notan todavía, así que Martín decide libremente tocarle la espalda a cualquiera de ellos, el que quede más cerca. Y amaría, adoraría decir que a estas alturas de la vida ni siquiera se acuerda del rostro del chiquillo al que le tocó el hombro casualmente, pero se acuerda hasta de la forma en que el sol tapado por las nubes le golpeó la punta de la nariz morena, como iluminando algún encuentro divino que, en el momento, no se sintió nada especial, nada fuera de lo ordinario, nada interesante, solo una transacción que, a estas alturas del aburrimiento, Martín veía casi vital.

—Che—le dijo luego de tocarle el hombro y de que el moreno le mirara en confusión absoluta. Claro, es un miércoles a las nueve treinta de la mañana, no es de esperarse encontrarse con otro alumno recorriendo las calles con tanta libertad y sin importancia alguna, pero a Martín eso no le interesa mucho—, ¿tenés fuego?

El chico moreno abre solo un poco la boca e inclina su cabeza ligeramente hacia arriba, como si dijera "ah, de eso se trata". Gira su cabeza entonces hacia la izquierda, un poco hacia abajo, buscando algo en el bolsillo del grisáceo pantalón del colegio, apretado. No lo mira ni le dice nada en el acto, solo se preocupa de que sus dedos alcancen lo que sea que tenga dentro. Solo le dirige los ojos pastosos cuando saca el encendedor rojo (¿o morado? ¿o era amarillo? ¿importa siquiera?) y se lo tira suavemente, aterrizando justamente en las manos mucho más pálidas, blancas de Martín.

—Gracias—dice, y antes de llevar el encendedor cerca del cigarro que lleva en la boca, mira los ojos cafés otra vez—¿No tenés cigarros, de casualidad?

El chico abre la boca de nuevo, lo suficiente como para ver solo parte de sus dientes, y se encoge de hombros antes de dirigirle su voz por primera vez a Martín:

—No, no fumo. Sorry.

Su voz es ronca y lenta y calmada y va muy, muy despacio. Martín se encoge de hombros, resignado sin mucho pesar, y acerca esta vez sí el encendedor a su boca, apretando el botón, esperando por el fuego, cuando un estruendo lo desconcentra y escucha como una reja se cierra con fuerza y el grito de una señora lo hace olvidar su cigarro.

—Por la cresta—murmura el chico que le prestó el encendedor antes de agarrar todas las botellas de pintura y meterlas dentro de su mochila abierta con una velocidad impresionante. Le da una fugaz, corta última mirada a Martín, tal vez despidiéndose de su encendedor, y comienza a correr cuando ve como la señora (Martín asume que es dueña de la pandereta profanada) se acerca. Martín hace lo mismo cuando se da cuenta que la señora está mirando su polerón y que, seguramente, lo confundió con uno de los delincuentes, así que solo se preocupa de que sus piernas lo lleven al lugar más lejano posible, estirándose y acelerando a todo momento. Pierde de vista fácilmente a los niños, y no le preocupa mucho cuando el pensamiento de que la señora puede acusarlos con el colegio y lo puedan suspender le llena la cabeza. Ni siquiera se da cuenta que se llevó el encendedor con él (rojo, definitivamente rojo), y solo suspira con una mano puesta en el área de su corazón camino a su casa.

La tarea de comer cereales viendo la tele se cumple, y en realidad se olvida un poco del incidente después de contárselo a sus amigos Sebastián y Luciano, por lo que no piensa mucho en ello hasta que tiene que pisar el colegio al día siguiente, y ni siquiera piensa en ello hasta que ve a Roberto, el inspector de media, paseándose por los pasillos. Ahí recién viene la idea y el miedo de que tal vez, solo tal vez, la señora sí que le dijo al colegio que había niños haciendo la cimarra y grafiteando su sagrada, queridísima pandereta. Sebastián se ríe de él por lo paranoico que se encuentra, y mientras Martín le pega unas patadas despacio en la pantorrilla, el encendedor rojo se cae de su polerón y choca contra el suelo del tercer piso, frente a su sala.

Martín lo recoge y piensa en qué hacer con él. Podría quedárselo, porque no tiene uno (y está seguro que Luciano le robó el suyo hace poco) y porque por culpa del niño de ayer está paranoico, pero la verdad es que los encendedores no son tan caros, y él no fuma todos los días, así que no necesita tener uno, además de que se sentiría mal mirando ese encendedor todos los días – o bueno, no se sentiría mal todos los días, pero sí las primeras dos semanas, y quiere evitarse el drama emocional con el que se une un artefacto tan pequeño.

Martín decide devolverlo. Solo le hace falta saber en qué curso va el niño encendedor-grafiti para pasárselo, pero ni siquiera sabe su nombre. Tampoco puede ser tan difícil. No puede ser más chico de primero medio, y sabe que no va en cuarto, así que solo debe golpear unas seis puertas hasta que lo vea, se lo pase en la mano, y ambos sigan con sus vidas. Sebastián decide acompañarlo en la aventura, pero no es tanto una aventura cuando Martín le describe el niño a Sebastián y Sebastián lo detiene antes de que Martín pueda siquiera rozar sus nudillos contra la puerta del tercero media A.

—Va en segundo—le dice. Martín suelta una risita confusa, y mirándolo con una mueca, le pregunta.

—¿Cómo sabés?
—Creo que lo conozco. ¿Es como así de alto? —Sebastián pone una mano a la altura de la mitad de su cuello. Martín suelta un bufido y se encoge de hombros

—¿Y qué se yo? Le pedí encendedor, Sebas, no me quedé mirándolo.

—Bue, pero viste más o menos, ¿no?

Martín ladeó la cabeza hacia la derecha y la izquierda en movimientos cortos y repetitivos, pensando.

—Sí, más o menos. Sí, dale, era así de alto.

—Ya. Y es moreno, ¿cierto? Y tiene el pelo como ese chavón de la tele...

—¡Sí, sí, sí! —Martín da un salto—Nah, sos un genio Sebas. Vamos, acompañáme.

Mientras bajan la escalera al segundo piso, Sebastián le cuenta a Martín que el niño encendedor-grafiti es amigo de su hermano más chico, y que por eso lo ha visto a veces. Martín no sabe porqué le cuenta tanto, pero también le dice que le sorprende un poco que haya sido él uno de los que estaban haciendo grafitis ayer, porque en realidad era muy calmado y se la pasaban jugando PlayStation con Daniel, además de que siempre andaba leyendo cosas complicadas y largas, así que no era la clase de niño que se iba haciendo grafitis por la calle.

A Martín no le interesa mucho. Quiere devolverse su encendedor y ya está, pero si hubiese escuchado la forma en que sus células rugían esa mañana quizás, solo tal vez, hubiese podido predecir ciertas cosas de su futuro – ciertas cosas, no más, porque no hay forma de saber tanto.

Tocan la sala del segundo medio A, entonces, y Daniel les abre la puerta. Se ve un poco confundido de verlos, pero cuando Sebastián le dice que buscan al niño que lee mucho y que estaba haciendo grafitis ayer, Daniel solo se ríe sin entender mucho y pega un grito llamándolo.

El niño sí es como de la altura que predijo Sebastián, un poco más bajo que Martín y de cejas espesas, oscuras, igual que sus pestañas. Tiene la piel porosa, Martín se da cuenta, y le da un poco de vergüenza pensar que su piel se veía peor que la de este niño en segundo medio. Está abrigadísimo, guantes y bufanda y un gorro de lana azul que le cubre el pelo oscuro, pegado a la frente. Él también se ve confundido cuando mira a Martín, incluso más confundido de lo que se encontraba Daniel, y con justa razón, piensa Martín.

Martín solo suelta una sonrisita, y el niño frunce la nariz.

—Hola, me fui con esto ayer y te lo quería devolver—Martín pronuncia, sacando el encendedor de su bolsillo y pasándoselo. El niño se ve realmente sorprendido, y lo recibe con suavidad en sus palmas cubiertas de algodón negruzco. Su nariz ya no está fruncida, y todo su rostro se muestra liso e impactado.

—No era necesario—responde mirando a Martín desde abajo. Martín pudo haber pensado que parecía un corderito, todo envuelto en lana y algodón. Pudo. No se acuerda todo el tiempo que retoma la historia en su cabeza.

—No me lo quería llevar—dice, sonriendo. El niño asiente y se queda parado unos segundos en silencio, un poco tieso, antes de murmurar.

—Gracias—y se da una vuelta. Martín suelta un grito antes de darse cuenta.

—¡Eh, eh! —el niño se da vuelta de nuevo, curioso. Martín lo mira con una sonrisa sin mostrar sus dientes. Sus pómulos blancos y la punta de su nariz sonrojada—¿Cómo te llamas? —pregunta. El niño se pone rojo, pero Martín asume en un principio que tiene que ver con que está tan abrigado y justo al lado de la estufa.

—Manuel—responde con su voz ronca y quedita. Martín sonríe más.

—¿Manuel cuánto?
El niño – Manuel traga antes de contestar—Manuel González.

—Yo soy Martín. Martín Hernández.

Martín estira su mano. Manuel parece dudoso, pero de todas formas, el algodón negro cubre la fría palma de Martín en el exterior de la sala.



A MARTÍN a veces le gusta rememorar el pasado. A veces le gusta demasiado. Daniel dice que es uno de sus defectos, vivir enterrado en los recuerdos y aun así actuar de interesante y de futurista. Martín no le puede responder nada cuando le dice eso, porque es un poco cierto. No sabe y nunca ha sabido quitarse el manto del pasado que lo cubre constantemente, y antes no se sentía como una necesidad sacárselo, pero últimamente se siente golpeado por sus errores constantemente, y son cosas tan absolutamente lejanas a él ahora que le gustaría quitárselas, pero realmente no sabe cómo.

No es como que Martín disfrute pensar en cada mayo en esos momentos de lejanía emocionalidad en que sintió cosas sin saber que las sintió. Es tan extraño pensar en el pasado y verlo desde el punto de vista actual, donde sabes perfectamente donde terminaron las cosas. A Martín no le gustaba eso. Principalmente porque incluso en el recuerdo, el sentimiento vuelve, pero es algo mezclado con angustia y pérdida y ya no siente ese candor dulce que sentía en el momento de vivir todas esas cosas.

Martín desea sacudirse toda esa nostalgia y toda esa reproducción de películas caseras que en realidad no existen pero su memoria almacena como si la vida dependiera de ello. No le interesa recordar esas cosas. Fue hace tanto tiempo, pero sus entrañas siempre lo llaman al pequeño pueblo provinciano donde estudió para empezar el invierno, y le gustaría poder escapar de eso, pero no sabe cómo, y tal vez es algo con lo que tenga que aprender a vivir.









hola mi gente,,,,

qué tal, jamás pensé publicar esto en cuarentena, pero siendo honesta, cuando se me ocurrió esto en la ducha tarareando lorde no pensé que realmente lo escribiría, pensé que lo abandonaría rápido y que nunca terminaría de escribirlo, pero escribir esto fue más catártico y experimental de lo que pensé que sería, así que está listo, y pensé bueno, que el fandom me soporte otra vez.

no sé qué decir. no tengo beta, reviso todo yo antes de publicarlo, así que si hay errores/cosas raras, lo lamento mucho mucho. aquí lo pasan un poco peor de lo que lo que lo pasan en between (si vienen de between les mando un besito), y esta vez vemos mucho mucho más del martín de lo que cualquiera de mis fanfics de ellos tiene. 

espero que les guste porque amo mucho esta historia. con sus altos y bajos, es lo más cercano a lo que yo quería, y me sirvió para avanzar y hacer la gran manuel gonzález jiji 

las actualizaciones van a ser semanales, junto con between, así que nos vemos el próximo viernes, cuídense, NO SALGAN!!!! tomen tecito y duerman ocho horas, un beso <3

(el fanfic es basicamente una playlist así que cada semana pondré canciones distintas jiji obvio que escucharlas es opcional pero si lo hacen, lo agradezco mucho mucho <<3)


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