No supe ni cómo había ocurrido, pero estaba cargando con un montón de telas completamente cosidas entre sí a la vez que subía los altos escalones de mi edificio, perseguida por una loca que amenazaba con hacerme perder la paciencia.
Marinette Lamartine había insistido durante una semana entera para probarse el vestido en mi casa en lugar de en la suya, ya que Pierre, su prometido, no podía verla vestida de novia hasta el altar, lo que dejaba como única afectada de las paranoias de Marinette a mí.
Llevaba confeccionando el vestido un par de semanas, siguiendo el patrón que la novia psicótica había elegido en el taller de Gabrielle, muy pomposo y exuberante, tal como lo era la mujer la cual, presionándome para que subiera las escaleras con mayor rapidez, me contaba todos y cada uno de los dramas que rodeaban su vida entorno a la inminente boda.
Había sido un error bajar de mi piso hacia el portal de entrada pensando que Marinette venía a recogerme, pues lo único que la psicótica quería era entrar en mi apartamento fingiendo preocupación por la mala suerte que iba a acecharla de ser vista por error por Pierre, pero, ¿quién era yo para juzgar si cada vez que salía por el portal tenía que tirar sal por encima de mi hombro?
—Tendrías que hacer un poco de cardio, Marie, oigo tu corazón a punto de estallar desde aquí —se burló la loca, pegándome un manotazo en el trasero, animándome a subir con mayor rapidez—. Podrías venir al gimnasio que hay al lado de mi trabajo, así podríamos hablar más a menudo.
Definitivamente no. No a hacer deporte y no a aguantar a aquella mujer más tiempo del estrictamente necesario.
—Queda un piso —me dije a mí misma, aunque fingí que hablaba con ella, con la barbilla apoyada en el tul del abultado vestido de Marinette.
Ella bufó y me adelantó por la derecha sin pensar en las consecuencias, que incluían tener que empujarme hacia la pared para poder pasar, haciéndome perder el equilibrio y casi enviándome al infierno con aquel simple golpe. Suerte que pude sostenerme en pie.
Me llevó bastante ventaja en los últimos escalones, tal vez por el cardio o porque estaba llevando conmigo un enorme vestido que impedía mi visión completa de lo que ocurría justo delante mío, pero, fuera como fuere, me llamó culo gordo una vez más. No debería de haber aceptado su maldito encargo.
Abrí la puerta de mi apartamento a regañadientes y también fue ella la que entró primero, sin perder detalle del interior de mi pequeño piso, dándose la vuelta sobre sus pies a la vez que yo me impulsaba para poder pasar por la puerta envuelta en tal cantidad de tul.
—Qué... minimalista —murmuró, intentando no ofenderme demasiado cuando era lo que llevaba haciendo todo el trayecto hacia el salón.
Realmente mi casa no estaba demasiado decorada. Tenía un sofá gris de dos plazas bajo la lámina de La gran ola de Kanagawa que ocupaba la mayor parte de la pared blanca y una mesa de café en el centro de la sala, frente a la televisión, siendo aquello y la lámpara de pie que había junto al gran ventanal lo único que decoraba aquella zona de mi hogar.
Marinette, cotilla, se acercó discretamente a la puerta que separaba el salón de la cocina, completamente acristalada, así que no tuvo ni siquiera que abrirla para saber que allí se encontraba mi minúscula zona de alimentos, de armarios llenos de dulces y snacks que no pensaba compartir con ella.
Dejé el vestido sobre el sofá, antes de dirigirme con rapidez hacia el canterano en el que guardaba mis telas y agujas y sobre el que siempre descansaba mi bote de sal, algo que no quería que Marinette advirtiera.
Por suerte, no lo hizo.
Avanzó rápidamente por el angosto pasillo que llevaba a mi habitación sin hacer preguntas y no la seguí hasta que oí un pequeño grito, tal vez de miedo o tal vez de emoción, que me alarmó.
Claro estaba, había abierto mi armario y acababa de encontrar mis siete vestidos de noche, los cuales jamás, en mi vida, había utilizado y, a pesar de ello, seguían ocupando su espacio reglamentario en el ropero, mi elemento favorito de todo el apartamento.
—Oh, Dios mío, ¡quiero que mis damas de honor vistan este mismo color! —chilló con la voz aguda, estirando con su mano llena de gérmenes y evidentemente sucia mi primer diseño confeccionado, el largo vestido azul marino de seda.
—¡No toques mis vestidos! —gruñí, apartándola con rapidez para cerrar mi armario con mi mano libre. No iba a dejar que posara sus pezuñas sobre mis bebés inanimados.
—Perdón, Frodo —rio, ajena a las horas que les había dedicado a cada uno de aquellos vestidos, que sumaban, por lo menos, unas doce veces más de lo que llevaba ella planeando su boda.
Sin preguntármelo, se sentó en mi cama, como si fuera su propia casa, mirando a su alrededor con una sonrisa, como si fuera una niña pequeña en una casa de muñecas.
—¿No deberías probarte el vestido ya, Marinette? —inquirí, incómoda por su presencia.
No era la primera persona que entraba en mi habitación, ya que mi vecino y la presidenta de la comunidad ya lo habían hecho la semana anterior, aunque sí era la primera que me incomodaba estando allí.
—Oh, sí, claro, estoy deseándolo. Si es la mitad de bonito que el azul, te contrataré para que cosas el vestido de bautismo de mi futuro bebé —dijo, muy alegre, más de lo que yo estaba, evidentemente.
No dije que no por educación, aunque iba a bloquearla nada más acabar con aquel pedido. No quería tener nada que ver con aquella loca nunca más en mi vida.
Se peinó el flequillo pelirrojo con los dedos, esperando a que yo fuera a por su vestido, así que no tuve más remedio que hacerlo. Me fascinaba la idea de que quisiera vestirse en mi habitación, mi lugar íntimo favorito en toda aquella ciudad, aunque tampoco iba a decírselo. Podría haberse vestido en el baño y nadie le habría dicho nada.
Regresé a mi cuarto con su traje de novia, aunque casi se me cayó de las manos cuando la vi despojada del suyo, admirando su cuerpo delgado en el espejo de pie, cubierto tan solo por una fina y exageradamente sugerente lencería roja.
—¿Crees que está bien para mi boda? La ropa interior, digo. Tiene que ser una noche que Pierre no vaya a olvidar jamás —preguntó, como si mi opinión valiera para algo.
Apreté los labios, intentando mirar en todos los rincones de la habitación para no fijarme en cómo colocaba sus pechos dentro del sujetador de encaje, extremadamente transparente, sin pudor alguno.
¿Acaso tenía sentido de la vergüenza aquella mujer?
—No creo que a Pierre le importe qué...
—¡Pues claro! —me interrumpió—. Va a ser nuestra primera vez, tiene que ser perfecto absolutamente todo, hasta la colocación de mis pezo...
—Claro que sí —carraspeé, lanzándole el vestido para que pillara la indirecta de que no quería seguir hablando de aquello.
Ella sonrió, agarrándolo al vuelo y observándolo desde cierta distancia.
—Él es virgen —continuó.
«¡¿Por qué me he metido en esta conversación, Dios mío?!»
Me acerqué a ella tan solo para ayudarla con su vestido. Iba a mantener la boca cerrada, no hacía falta hablar, ¿verdad?
—¿Tú no?
Y allí estaba, mi pregunta innecesaria cuya respuesta no quería saber, pero que, igualmente, había formulado. Necesitaba a alguien que me sacara el cerebro y me pusiera otro en su lugar.
Por suerte, un ruido proveniente de la terraza desvió nuestra conversación.
Lady S había despertado, indudablemente, ya que aquel sonido de nueces al ser partidas no podía ser provocado por nadie más que ella.
Marinette frunció el ceño, confusa.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, cuando yo ya estaba atando los nudos de su corsé, la pieza ornamentada principal de su gran vestido de tul.
—Es mi... —«mi perro»— Ardilla. Es mi ardilla.
A la novia psicótica se le iluminó el rostro con una inmensa sonrisa y no tardó en deshacerse de mis manos para andar hacia mi balcón sin sujetarse los bajos del vestido, aunque tan veloz que ni siquiera tuve tiempo para detenerla.
Corrí tras ella para agarrar la falda como pude, antes de que el suelo polvoriento manchara mi gran obra de arte, y casi me morí de un infarto cuando se agachó, clavando sus rodillas en el suelo y, con ellas, parte de la tela. Me morí y resucité en cuestión de segundos.
—Soy veterinaria, me encantan los animales —dijo con la voz muy aguda, como si estuviera hablándole a un bebé.
—Lo he mirado en Internet y no es ilegal tener arillas como mascotas —susurré, por si acaso intentaba echármelo en cara.
Marinette me miró y, sin preguntármelo antes, abrió la jaula de Lady S para agarrarla contra su voluntad y acercarla a su rostro para susurrarle un par de palabras incomprensibles, mientras yo seguía sujetando su vestido visiblemente agobiada.
—Yo a esta preciosidad la he visto antes.
Mi clienta frunció el ceño, inspeccionando a la pobre ardilla como si fuera una prueba en una escena del crimen, mientras yo sonreía a mi mejor amiga para intentar tranquilizarla. Pobre animal.
Un chirrido de óxido me avisó de que Bastien estaba subiendo las persianas y me apresuré a bajarme a la altura de Marinette para ocultarme tras mi balcón, esperando que no me viera.
Mi clienta frunció el ceño de nuevo, esta vez hacia mí, cuando él gritó mi nombre, haciéndome saber que sí que me había visto.
Arrugué la nariz, sabiendo que debía de enfrentarme a él en algún momento y, desgraciadamente, tenía que ser aquel.
Tanto la novia psicótica como yo nos levantamos, una sosteniendo la falda de un vestido y la otra, a mi pobre ardilla, que se revolvía incómoda entre las manos extrañas, haciéndome sentir del mismo modo que ella.
—¿Louis Sébastien?
Y, sorprendentemente, la que pronunció el dulce nombre de mi vecino no fui yo.