Parasite Eve: La Novela del V...

By vanfenrir

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La víspera de navidad se convirtió en una pesadilla para Aya Brea, una oficial novata de policía de Nueva Yor... More

Capítulo I: Combustión
Capítulo II: Persecución
Interludio: El diario de Melissa Pearce
Capítulo III: Investigación

Capítulo IV: Fusión

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By vanfenrir

Cuando llegó al estacionamiento, Aya apenas tuvo tiempo de subirse al auto con su compañero. El portón automático ya estaba abierto, así que la patrulla salió a toda velocidad. Los neumáticos patinaban sobre el pavimento mojado por la nieve, mientras la sirena resonaba estruendosamente. La evacuación de la ciudad comenzaría en cualquier momento y debían darse prisa antes de que el tráfico inundara las calles.

―Maldición ―dijo Daniel mientras apretaba con furia el volante―, no lo entiendo. ¿Qué es lo que quiere Eve de nosotros? ¿Qué es lo que pretende hacer?

―Al parecer ―respondió Aya después de pensarlo un instante― necesita reunir una gran cantidad de personas. Pero, no sé para qué...

―Esa bruja ha involucrado a mi familia en esto. ¡Va a pagarlo!

―Démonos prisa antes de que sea demasiado tarde ―le alentó Aya mientras se abrochaba fuerte el cinturón de seguridad.

―Muy bien, sujétate ―dijo Daniel― Ben, resiste. Ya voy por ti.

Dieron un gran rodeo para evitar el tráfico que comenzaba a formarse. Aya iba cargando su arma y se aseguró de llevar suficiente munición esta vez. Cuando llegaron a Central Park, se encontraron con un paisaje desolador. El sol ya se había ocultado casi por completo y la oscuridad le concedía un aire tenebroso al enorme parque lleno de árboles secos, que dibujaban figuras siniestras contra la casi inexistente luz del atardecer.

Sin demorar un segundo, Daniel bajó del auto y se dirigió corriendo a la entrada de piedra del parque.

―¡Ben! ¡Ben! ―gritó hacia el oscuro y frío paisaje. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Ningún ruido, ningún movimiento.

Aya, que había bajado del auto con más cautela que su compañero, podía percibir una rara sensación en el ambiente.

―¡Espera, Daniel!

―¡Debo encontrar a mi muchacho, novata! ―exclamó desesperado.

Pero en cuanto puso un pie dentro del parque, su brazo izquierdo se prendió en llamas. Daniel retrocedió agitando el brazo y gritando. Se acercó a un pequeño montón de nieve en la acera y enterró en él su antebrazo, que de inmediato se apagó y quedó humeando.

―Yo... ―dijo conteniendo la rabia― no me importa si ardo en llamas... ¡Demonios!

Aya se acercó y se agachó junto a él para ponerle una mano en el hombro.

―Algunas veces tienes que mirar antes de dar el salto, veterano ―le dijo en tono apacible.

―Es la única familia que tengo, Aya ―dijo con voz quebrada mientras que un par de gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Aya nunca lo había visto quebrarse.

―Yo iré ―le afirmó―. Además, Ben te necesita. No serviría de nada si mueres quemado antes de llegar a él.

Daniel se quedó en silencio. Aya lo ayudó a ponerse en pie.

―Los sacaré de ahí sanos y salvos. Lo prometo.

―De acuerdo ―contestó Daniel enjugándose las lágrimas y luego le puso una mano en el hombro a su compañera―. Confío en ti.

La rubia asintió con determinación. Se dirigió de prisa al maletero del auto y sacó el pesado rifle que le había dado Torres. Se puso el chaleco antibalas y le llenó los bolsillos con municiones. Por último, se colgó al hombro el fusil de asalto y caminó con paso rápido hacia la entrada del parque. No quiso hacer más largo el momento, así que solo le hizo una seña con el pulgar arriba a su compañero, que le devolvió el gesto sin decir nada más.

Se encaminó por el húmedo sendero de piedra que se encontraba al cruzar el pórtico del parque, mientras la brisa helada le golpeaba con fuerza las mejillas. Las farolas del parque ya se habían encendido y alumbraban pobremente las zonas oscuras entre los árboles. A unos cuantos metros más adelante, pudo distinguir la silueta de un auto bloqueando el camino. Aún tenía las luces encendidas y la puerta del conductor abierta. Cuando lo alcanzó, pudo confirmar que era una patrulla de policía. Se encontraba vacía. ¿Baker había enviado a alguien más al parque? Tomó la radio de la patrulla y contactó a la estación.

―Aquí la oficial Aya Brea. Necesito confirmación, ¿enviaron alguna otra patrulla a Central Park para evacuar el anfiteatro? Cambio.

―Aquí la central ―contestó una voz femenina―. Afirmativo, la patrulla 014 fue enviada para brindar apoyo con la evacuación del anfiteatro. El oficial a cargo es Anthony Sanders, pero perdimos contacto hace unos minutos. ¿Cuál es la situación? Cambio.

―Encontré la patrulla abandonada en mitad del parque ―respondió la rubia―. No hay señales del ofici...

Pero se quedó muda al ver una figura tendida en el pavimento, iluminada por los faros del auto. Se trataba sin duda del cuerpo chamuscado de un hombre que aún tenía partes intactas del uniforme de policía. Era Sanders.

―Lo lamento ―dijo con voz quebrada―. Acabo de encontrar al oficial Sanders. Está muerto. No envíen refuerzos ni ayuda médica hasta que les dé mi señal. ¡Hay un alto riesgo de morir incinerados! Me dirijo al anfiteatro. Cambio y fuera.

Se acercó al cadáver quemado de Sanders para examinarlo. Aún no comprendía cómo ella no se había incendiado al entrar al parque. Pero no podía seguir perdiendo más tiempo, debía llegar al anfiteatro lo más rápido posible.

―Eve ―murmuró―. Está aquí. Puedo sentirla.

Aquella sensación extraña aún le recorría elcuerpo de pies a cabeza. Era una especie de hormigueo mezclado con un calorleve, que se hacía más intenso conforme se adentraba más en el parque. Unosinstantes después llegó a la entrada del zoológico. Cruzarlo era la manera másrápida de llegar al anfiteatro. Se detuvo frente a la enorme pared de ladrilloviejo que sostenía a las tres rejas que daban acceso al zoológico. Un repentino escalofrío le recorrió la espalda al pensar en que todos los animales posiblemente habrían mutado, como aquella asquerosa rata en los camerinos del Carnegie Hall.

Sin titubear, sacó su pistola y le quitó el seguro. Respiró profundo antes de cruzar con sigilo una de las verjas. No había nadie en los alrededores. Parecía un escenario fantasma sacado de alguna película de terror. Pudo observar la plaza central, en la que se encontraba el gran estanque circular de los leones marinos, que ahora se encontraba totalmente congelado. Se pegó a la pared que tenía del lado izquierdo, que conducía hacia una pequeña tienda de obsequios y se detuvo justo cuando le pareció escuchar el graznido de un ave.

Había un par de cuervos posados en la rama de un árbol cubierto en nieve, pero al parecer no se habían fijado en ella. Anduvo con cuidado hasta la puerta de la tienda, estaba cerrada, así que continuó hasta la siguiente. Era la casa del guardabosque, un depósito en donde se almacenaban todas las llaves del zoológico. La puerta estaba abierta de par en par. Aya entró con cuidado apuntando su arma, pero dentro solo pudo ver otro cadáver quemado y unos cuantos estantes. Haciendo de tripas corazón, Aya se dispuso a salir de la casucha, pero lo que vio le heló la sangre. En el patio, una horrenda criatura caminaba junto a la fuente.

Tenía forma humanoide y medía casi metro y medio de altura. Su cuerpo era viscoso con partes peludas y, mientras caminaba, arrastraba su brazo derecho, que era mucho más largo que el resto de su cuerpo. No fue hasta que se dio la vuelta, que Aya pudo notar que era un chimpancé mutado. Se ocultó de nuevo en la casucha y trató de no hacer ruido. Lo que debía hacer era llegar hasta el otro lado del patio, en el que había una zona techada que conducía hasta la salida del zoológico. Aprovechó el momento en el que el simio estaba de espaldas y salió con paso ligero hacia la siguiente casa, intentando no hacer ruido. Pero entonces uno de los cuervos emitió un chillido que resonó en todo el patio y el monstruoso chimpancé entró en estado de alerta, mirando en todas direcciones hasta que puso sus horribles ojos sobre Aya. Este lanzó un gruñido que le puso la piel de gallina a la policía. En ese momento, de entre los árboles surgieron otros dos simios mutados.

―¡Al diablo todo! ―dijo Aya con el corazón golpeándole el pecho.

Le disparó al monstruo más cercano. Cinco balasimpactaron en él antes de que cayera al suelo y comenzara a disolverse. Iba arepetir la tarea con los otros dos simios, pero estos ya se habían acercadodemasiado. Sin vacilar, Aya corrió hacia la siguiente casa, no podía dejar que el miedo la paralizara. Esta casa era mucho más grande que la del guardabosque y tenía una puerta doble. Entró en ella y cerró la puerta tras de sí. Pero no se había percatado de en dónde se había metido hasta que escuchó un siseo. Aquel era el reptilario ¡y para su horror, el vidrio estaba roto! Era como si todas las criaturas al mutar, hubieran cobrado tal fuerza que pudieron liberarse de su cautiverio.

Los simios golpearon con furia las puertas. Aya echó un vistazo rápido al lugar, y pudo ver al fondo un par de serpientes, también mutantes. Para su horror, le pareció que la más grande era una cascabel.

―¿Qué hago ahora? ―se preguntó apretando los dientes.

Los golpes eran cada vez más fuertes y las puertas estaban cediendo. Se giró y las empujó con ambas manos mientras pensaba en algo para salir de ahí. La serpiente grande comenzó a moverse, se acercaba con lentitud. Desesperada, apuntó su arma y dio un par de tiros, pero no pudo acertarle. La deformada cascabel se irguió, lista para atacar.

Cuando esta saltó, la policía no tuvo más opción que hacerse a un lado para evitar la picadura. Las puertas metálicas se abrieron de golpe. El simio estaba de pie en el umbral, entornando los ojos para adaptarlos a la oscuridad del lugar. Aya aprovechó el momento para apuntarle a la cabeza y disparar dos tiros que acertaron de lleno en el monstruo, salpicando vísceras por todos lados. Luego se levantó rápido del suelo y corrió hacia la salida, justo cuando el segundo chimpancé asomaba su fea cabeza por la puerta. Tomando ventaja de la distancia, le disparó a quemarropa y lo hizo retroceder.

Pasó a un lado de la bestia que apenas se incorporaba y bajó las escalinatas del patio central. Si iba a combatir, necesitaba espacio. En ese momento, algo le golpeó las piernas y la hizo caer. Rodó un par de metros por el suelo húmedo y frío. Se dio la vuelta, adolorida y pudo ver lo que la había golpeado; el simio se había arrancado el brazo más largo y lo había usado para lanzarlo, como si fuera un bumerán.

Apuntó de nuevo y esperó a que se acercara un poco antes de vaciarle el resto del cargador en la cara. Este cayó muerto en el acto, pero no hubo tiempo de descansar, porque la serpiente ahora se arrastraba hacia ella a toda velocidad. Aya tomó el rifle, pero la víbora fue más rápida; dio un sorprendente salto y la chica solo alcanzó a cubrirse el rostro con el brazo. Los largos colmillos del reptil se le clavaron en el antebrazo y no pudo evitar gritar de dolor.

Con la adrenalina corriéndole por el cuerpo, se puso de pie y tomó a la serpiente por la cabeza. La arrancó con todas sus fuerzas de su brazo y la arrojó contra el suelo. De inmediato tomó el fusil de asalto y le disparó, destrozándole la cabeza. Los tiros resonaron por todo el patio e hicieron que una bandada de aves, posiblemente mutadas, salieran volando de entre los árboles. Aya exhaló una bocanada de aire helado y cayó de rodillas. La mordida se había inflamado y podía ver que las venas alrededor de la herida comenzaban a tornarse de un verde muy oscuro. La vista se le volvió borrosa y un agudo dolor se le extendía por el cuerpo. Sentía que en cualquier momento perdería el conocimiento. Intentó resistir y no ceder ante el veneno de la víbora.

―Vamos ―se dijo en voz baja―. Por favor... esto no puede estar pasando ahora. ¡Tengo que encontrar a Ben!

De pronto, como si su cuerpo la hubiera entendido, una tenue luz verde emanó de ella y se extendió hasta sus extremidades. La herida del brazo se desvaneció y volvió a sentirse bien. El dolor causado por el veneno había desaparecido. Se quedó atónita viéndose las manos. Entonces eso era lo que había pasado con sus heridas la noche anterior.

―Mi encuentro con Eve debió causarme esto ―murmuró mientras se examinaba el antebrazo―. Esta sensación de calor no es normal.

Tratando de asimilar el hecho de que ahora podía curarse a voluntad, se puso el rifle al hombro y continuó su camino. Corrió hasta la zona techada, luego cruzó en el primer pasillo a la izquierda, que la llevó hasta otro extenso patio rodeado de árboles, con un camino que bifurcaba. Tomó el sendero de la izquierda al ver que la terminaba en una verja alta. Era la salida del zoológico.

Cruzó la reja y siguió corriendo hasta que al fin pudo divisar el anfiteatro. Los reflectores en lo alto del pequeño coliseo estaban encendidos y emitían suaves destellos de luz sobre el oscuro camino cubierto de aguanieve. Al llegar al anfiteatro se detuvo al ver de nuevo a la pequeña niña rubia que había visto en el Carnegie Hall.

―¿Estoy alucinando de nuevo? ―se preguntó en voz baja.

La chiquilla la miró fijamente y se desvaneció. Aya entró al teatro y corrió hacia la parte de atrás del escenario. Allí escuchó la voz de Eve resonar fuerte y clara.

―La temporada navideña nos trae alegría a todos... ¡Y esta navidad será la más especial de todas! ―exclamó con júbilo― Especialmente porque ya no estaré bajo el control de un huésped como lo he estado desde el inicio de los tiempos. Así es, débiles humanos, las mitocondrias pueden evolucionar por sí mismas ¡Es hora de que la mitocondria se apodere del núcleo!

Aya subió al escenario, donde divisó la silueta flotante de la mutada Eve, justo en el instante en que extendía una mano hacia el público. Pero esta vez no hubo fuego. En lugar de eso, las personas iban fundiéndose en una repulsiva sustancia viscosa y de color naranja. Nadie gritaba. Tampoco cundió el pánico como la noche anterior. Solo el silencio de la noche acompañado del asqueroso sonido que hacía la gente al explotar.

―¡Alto Eve! ―le gritó Aya a todo pulmón apuntándole con el arma― ¡No lo hagas!

Pero esta no se inmutó. Una a una, las personas del público seguían derritiéndose, dejando solo sus ropas. El asqueroso icor se escurrió por los asientos para fusionarse en una gigantesca masa gelatinosa, que se irguió a casi cuatro metros de altura.

―¡BEN! ¡BEEEN! ―exclamó Aya, pero no obtuvo respuesta. No había rastro del chico.

Al ver que Eve no le prestaba atención le disparó en el hombro y esta salió del trance en el que estaba. La masa enseguida cayó y se desparramó sobre las gradas. Era demasiado tarde, no quedaba nadie con vida.

―Maldición... ―dijo Aya con impotencia al ver que había fallado en rescatar a todas esas personas― ¡¿Por qué haces esto?!

―Tú ―dijo Eve―. Llegas tarde. Esta vez no arruinarás mis planes como anoche.

Dicho esto, se dio media vuelta y se alejó flotando. Aya corrió tras ella, pero Eve le llevaba mucha ventaja. Le disparó un par de veces para retrasarla y pareció funcionar. Eve se internó en un oscuro sendero lleno de árboles. Aya corría lo más rápido que le permitían sus piernas. Una bandada de aves mutantes salió de los árboles y se lanzaron contra ella, que logró repelerlos con una ráfaga de tiros del rifle. ¡No debía perder de vista a Eve! Corrió al punto de sentir que el aire helado le lastimaba los pulmones. 

Finalmente arribó a una zona despejada que conducía a un pequeño puente. Allí tuvo una idea; justo al final del puente había un caballo sujeto a un pequeño carruaje. Si lo utilizaba quiza pudiera alcanzar a Eve. Corrió decidida y se subió a él. Nunca había montado a caballo, solo había visto cómo lo hacían en las películas. Se giró en busca de Eve y pudo ver que ya estaba casi fuera de su alcance.

―Dios, espero que esto funcione ―susurró atemorizada.

Tomó la soga y azotó con fuerza al caballo, el carruaje se estremeció y de inmediato inició la marcha. Aya intentó dirigir al animal en dirección a Eve. Cuando sintió que el movimiento era estable, volvió a azotar al caballo y este aumentó la velocidad. Repitió la acción hasta ir lo suficientemente rápido. Eve estaba mucho más cerca. Cuando estuvo a pocos metros de ella, la mutada cantante se giró e hizo una mueca burlona al ver a Aya. Disminuyó su marcha y se acercó al carruaje.

―Tus genes son más fuertes de lo que pensé ―dijo con su voz grave.

―¡Detente ahora mismo! ―exclamó Aya.

―¿Por qué? ―preguntó Eve sin prestarle atención― ¿Por qué estar del lado de los humanos y no del mío?

―¡Porque soy humana!

―Si uniéramos nuestras fuerzas, podríamos hacer que el resto de las mitocondrias en el mundo...

―¡Basta! ―la interrumpió Aya apuntándole con su rifle.

―Parece que aún no sabes quién soy yo ―dijo Eve con disgusto―. Pero tu mitocondria sí lo sabe. Por eso fuiste atraída a la ópera. Ya lo entenderás.

―¿De qué estás hablando?

Pero antes de que Eve dijera otra palabra, el caballo se incendió espontáneamente y el carruaje perdió el control. El desbocado animal se soltó de sus ataduras y el vehículo continuó su trayectoria a una velocidad endemoniada. Aya se sujetó al asiento con todas sus fuerzas, mientras el carruaje giraba fuera de control. Las luces de los faros se desdibujaron y se transformaron en líneas borrosas, hasta que, con un estruendoso golpe, el carruaje terminó estrellándose contra uno de los muros del parque, dejando a Aya inconsciente.

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