Querido jefe Narciso

By SuperbScorpio

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*Historia ganadora de los WOWAwards 2017* -¿Has infringido alguna norma desde que trabajas aquí? - preguntó é... More

Prólogo
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Capítulo veintiuno
Capítulo veintidós
Capítulo veintitrés
Capítulo veinticuatro
Capítulo veinticinco
Capítulo veintiséis
Capítulo veintisiete
Capítulo veintiocho
Capítulo veintinueve
Capítulo treinta
Capítulo treinta y uno
Capítulo treinta y dos
Capítulo treinta y tres
Capítulo treinta y cuatro
Capítulo treinta y cinco
Capítulo treinta y seis
Capítulo treinta y siete
Capítulo treinta y ocho
Capítulo treinta y nueve
Capítulo cuarenta
Capítulo cuarenta y uno
Capítulo cuarenta y dos
Capítulo cuarenta y tres
Capítulo cuarenta y cuatro
Capítulo cuarenta y cinco
Capítulo cuarenta y seis
Capítulo cuarenta y siete
Capítulo cuarenta y ocho
Capítulo cuarenta y nueve
Capítulo cincuenta
Capítulo cincuenta y uno
Capítulo cincuenta y dos
Capítulo cincuenta y tres
Capítulo cincuenta y cuatro
Capítulo cincuenta y cinco
Capítulo cincuenta y seis
Capítulo cincuenta y siete
Capítulo cincuenta y ocho
Capítulo cincuenta y nueve
Capítulo sesenta
Capítulo sesenta y uno
Capítulo sesenta y dos
Capítulo sesenta y tres
Capítulo sesenta y cuatro
Capítulo sesenta y cinco
Capítulo sesenta y seis
Capítulo sesenta y siete
Capítulo sesenta y ocho
Capítulo sesenta y nueve
Capítulo setenta
Capítulo setenta y uno
Capítulo setenta y dos
Capítulo setenta y tres
Capítulo setenta y cuatro
Capítulo setenta y cinco
Capítulo setenta y seis
Capítulo setenta y siete
Capítulo setenta y ocho
Capítulo setenta y nueve
Capítulo ochenta
Capítulo ochenta y uno
Capítulo ochenta y dos
Capítulo ochenta y tres
Capítulo ochenta y cuatro
Capítulo ochenta y cinco
Capítulo ochenta y seis
Capítulo ochenta y siete
Capítulo ochenta y ocho
Capítulo ochenta y nueve
Capítulo noventa
Capítulo noventa y uno
Capítulo noventa y dos
Capítulo noventa y tres
Capítulo noventa y cuatro
Capítulo noventa y cinco
Capítulo noventa y seis
Capítulo noventa y siete
Epílogo
Tu Querida Agathe y QJN+18

Capítulo diez

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By SuperbScorpio

Hacía tiempo que no estaba tan nerviosa como en aquel instante.

Era viernes trece y había tenido que sufrir un episodio de histeria pura por parte de mi jefa, quien se había recluido en el almacén para llorar desconsoladamente durante más de veinte minutos, dejándonos a las modistas al cargo de la tienda, sin dar ningún tipo de explicación. El cartero había vuelto aquella mañana con aquel gesto apenado, tras entregarle un sobre amarillento a Gabrielle, lo que, por supuesto, la había hecho entrar en un cúmulo irracional de angustia que le había impedido respirar durante un buen rato. Ninguna sabíamos qué estaba ocurriendo, aunque era obvio que estaba relacionado con aquellas dos cartas y hacía tiempo que las malas noticias corrían en forma de rumores a través de mensajes de texto.

Tal vez mi compañera de la mesa doce tenía razón y había una citación judicial de por medio, aunque me costaba creer que aquel llanto desgarrador había sido culpa de una sola denuncia.

Tuve que quedarme unos quince minutos más en la tienda para intentar que Gabrielle saliera de su escondite improvisado en el almacén de telas, donde estaban todas las pertenencias de las empleadas, entre ellas mi tarjeta de invitación a Laboureche, mi siguiente destino.

Hacía un par de días del incidente del autobús y también desde que hablé con el joven rico y maleducado y no lo había echado de menos. Veía cómo agarraba con un pañuelo de papel la barra que había en el pasillo, con la barbilla en alto y completamente seguro de que le observaba durante todo el trayecto, tan solo para evitar tener que sentarse a mi lado o cerca de mí y compartir el mismo aire que el chico del autobús quería acaparar con sus grandes bocanadas y sus hinchadas de pecho. Era tan estúpido. Se había merecido la mordida de Lady S y no me arrepentía en absoluto de haberla dejado saltar de mi bolso directamente hacia la entrepierna del hombre arrogante que utilizaba desinfectante de manos justo después de pagarle el ticket al conductor.

Bajé del taxi unos minutos más tarde de lo previsto, olvidándome al instante de mis anteriores preocupaciones.

El enorme y blanco edificio que se erguía ante mí era la obra de arquitectura más exuberante de aquella calle infinitamente neoclasicista, de gran portal dotado de enormes columnas jónicas, al que se accedía por aquella amplia escalinata de sorprendente concurrencia.

Agarré mi colgante de la suerte, el mismo que tan solo sacaba para las ocasiones que realmente lo requerían y me dispuse a entrar en Laboureche como si fuera la primera vez.

Me apresuré a dirigirme al enorme mostrador en el que un joven de cabellos extremadamente rizados y meticulosamente colocados sonreía con educación a todos aquellos que pasaban por la recepción a modo de saludo, incluida yo misma, con mi colgante entre las manos y bastante temblorosa, como un maldito chihuahua.

—Buenos días —saludé, controlando mi voz para que no cambiara de tono en exceso.

El chico de piel tostada no borró su sonrisa, ni siquiera cuando sus ojos negros cayeron sobre mi cuello, en el que seguía atado mi colgante del escorpión, mi amuleto más preciado.

En la joyería azteca en la que me lo vendieron me juraron que llevar el animal representativo de mi signo en el centro de un ámbar era el mayor repelente de la mala suerte, así como la citronela lo era de los mosquitos. Nunca me había pasado ninguna desgracia al llevarlo, así que confiaba plenamente en él, aunque, por esa misma razón, tan solo solía llevarlo cuando era absolutamente necesario. Aquella era una de las ocasiones especiales que requerían de su poder sobrenatural.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —preguntó amablemente el recepcionista, devolviendo la mirada a mis ojos.

—Recibí una invitación de Narcisse Laboureche para las pruebas de los Selectos —dije, como si lo hubiera estudiado. Realmente llevaba todo el camino en taxi memorizándolo, incluso recitándoselo al pobre conductor, quien parecía querer soltarme en la primera cuneta disponible y pisar el acelerador para dejarme atrás.

—Por supuesto. Si me permite ver la carta —pidió, bajando de nuevo la mirada a mi colgante, bastante grande para llevarlo en el día a día. Había un escorpión real y fosilizado allí dentro.

Rebusqué en mi bolso mi preciado sobre y, justo cuando lo encontré, lo dejé sobre el mostrador, sin temblar siquiera un poco. Nunca había estado más segura de nada en mi vida.

El recepcionista comprobó lo que le había entregado y observó la pantalla de su ordenador antes de darme el visto bueno, devolviéndome la carta acto seguido.

—Duodécima planta, la están esperando.

Sonreí a modo de agradecimiento, rodeando el pesado ámbar de mi cuello con mis dedos antes de darme la vuelta.

Era viernes trece, el gato negro había dormido frente a mi portal y había abierto mi nuevo paraguas en el interior de mi edificio y, gracias a la increíble magia de mi colgante, nada había pasado en mi contra, si pasábamos por alto el ataque de histeria de Gabrielle Bertin.

Con firmeza me dirigí hacia uno de los tres ascensores de paredes de cristal, los cuales, ajetreados, delataban el estilo de vida de aquellos que trabajaban en la mayor y más prestigiosa empresa en todo el estado.

Apreté el único botón accesible, juntándome con la fila de hombres y mujeres vestidos con extravagantes y coloridos trajes, destacando por mi extraña indumentaria, consistente de mi habitual y soso uniforme del trabajo y mis inseparables botines de serpiente, tan preciados como el collar que decoraba mi desnudo escote.

Entré junto a seis de los trabajadores, los cuales cuchicheaban sin parar en un agradable tono lejos de resultar incómodo para aquellos que tan solo podía oírles sin formar parte de la conversación, entre los cuales yo me incluía.

Conseguí llegar sana y salva al mencionado duodécimo piso, tan solo rodeada por dos de los seis hombres que me habían acompañado, que se despidieron de mí con un respetuoso movimiento de cabeza, sin decir ni una sola palabra.

Di el primer paso hacia una enorme sala cristalizada, de suelos de baldosas blancas de mármol de Carrara, sobre los que había exactamente cinco mesas de trabajo y todas, excepto una de ellas, ocupadas.

Había una mujer al frente, observando su reloj de pulsera antes de dirigir una severa mirada hacia mí, tal vez riñéndome por haber aterrizado en aquella sala a las dos y cincuenta y ocho de la tarde, dos minutos antes de lo previsto.

Tragué saliva, sin atreverme a hablar por primera vez, aunque no hizo falta, pues, en menos de un segundo, todos los presentes en la sala se giraron hacia mí.

Mi corazón iba a estallar. Sabía quiénes eran aquel regio hombre y aquella soberbia mujer de las esquinas y también la chica menuda y de cabellos rizados que se encontraba en la mesa contigua a la de aquel desconocido chico de rasgos asiáticos, el cual analizaba mi vestimenta con determinación, probablemente ofendido por mi aburrido estilo laboral.

La mujer que me había advertido en un primer momento dio un paso al frente, analizando cada una de las partes de mi rostro, antes de esbozar una enorme y agradable sonrisa que hizo temblar todo mi cuerpo.

—Señorita Tailler, la estábamos esperando —dijo, en un tono afable, a la vez que señalaba aquella mesa entre la del joven asiático y la de la mujer de la esquina, quien, sin lugar a dudas, era Sabine Delacroix, la candidata favorita de la Modern Couture para ocupar el puesto de Selecta, directa de los talleres de Chanel.

Me dirigí sin rechistar a mi lugar, no sin antes echarle un vistazo a Henri Gauguin, la mano derecha del director creativo de Dior y favorito en las apuestas de Twitter a pesar de su poca experiencia en el taller de costura.

Oh Dios mío, nunca había visto a tanta gente importante en una sola sala.

Tampoco pasé por alto la presencia de Frances Humbert, una de las candidatas de la Haute Runway para el puesto de diseñadora en Laboureche, empleada y amiga personal del ya fallecido Óscar de la Renta, uno de mis mayores referentes en el mundo de la moda.

El chico asiático me dirigió un indicio de sonrisa cuando mi mirada cayó sobre él, totalmente desinteresada por su presencia, pues ni su fino rostro ni su atractivo estilo bohemio me resultaban dignos de admirar.

Estaba en una misma habitación con Sabine Delacroix, Henri Gauguin, Frances Humbert y la única persona a la que todavía no me había dedicado a apreciar y que seguía frente a mí, sonriendo como su propio hermano no había sabido hacer la primera vez que pisé aquel lugar.

Claudine Laboureche era agraciadamente esbelta y de una exuberante elegancia que centraban un gran foco de atención en su sola presencia. Llevaba el cabello corto a la altura de la mandíbula, completamente blanco y sujeto por una horquilla dorada acabada en una flor rojiza, del mismo tono que el que tenían sus labios maquillados, aunque su peinado era lo menos destacable de su impecable estilo clásico y moderno, consistente de una atrevida camisa de organza verde atada al cuello por un grandísimo lazo que ocultaba por completo su hombro y unos pantalones blancos, tan estrechos que dudaba que pudiera caminar.

Claudine era la hija de la fundadora de Laboureche, y también la hermana menor —muchísimo menor— de Narcisse Laboureche, el último director general conocido de aquella empresa. Ella había tomado el relevo de la dirección de los talleres y de los Selectos, todos ellos la mano derecha de aquella hermosa mujer, la cual, a sus ochenta y dos años, lucía increíble, muchísimo mejor de lo que lo hacía yo.

—Ahora que ya estamos todos, deberíamos empezar —afirmó Claudine, dirigiéndose hacia la puerta que había a su derecha, antes de abrirla y permitir que de ella salieran cinco muchachas, tres de ellas caucásicas y dos de rasgos africanos, que se colocaron frente a cada una de nuestras mesas, una chica por aspirante—. La primera prueba consistirá en medir a la modelo frente a vosotros para reproducir uno de los más influyentes diseños de Laboureche, el vestido de noche de perlas tan imitado a lo largo de los años, el cual estoy segura que más de uno tendrá a modo de boceto en sus diseños personales.

Asentí con la cabeza, poco segura de si debía corroborar aquel comentario, tan cierto como incómodo.

—Al final de esta prueba, uno de vosotros abandonará Laboureche para siempre. Recordad que esto no es un juego, sino una lucha por el mejor puesto de trabajo en el mundo textil existido hasta este mismo momento. Si queréis formar parte de los Selectos, deberéis trabajar y sudar como ellos para conseguirlo. La victoria, a partir de este preciso instante, está en vuestras manos.

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