Parasite Eve: La Novela del V...

By vanfenrir

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La víspera de navidad se convirtió en una pesadilla para Aya Brea, una oficial novata de policía de Nueva Yor... More

Capítulo I: Combustión
Interludio: El diario de Melissa Pearce
Capítulo III: Investigación
Capítulo IV: Fusión

Capítulo II: Persecución

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By vanfenrir

Aya corrió hacia atrás del escenario. No había nadie allí, a excepción de un par de cuerpos quemados y un gran hoyo en el suelo metálico, como si lo hubieran derretido. Al fondo de la enorme habitación había un teléfono. Quizá era utilizado para cuestiones de logística dentro del teatro. Se acercó a él y marcó el número del departamento de policía. La voz de la operadora le contestó y ella habló con voz clara y fuerte.

―Habla la oficial Aya Brea. Tenemos una situación en proceso. Solicito refuerzos al Carnegie Hall de inmediato.

Recibió la respuesta al cabo de unos segundos.

―Aquí la central. Copiado, oficial. Los refuerzos van en camino.

Un poco más tranquila, colgó el teléfono y sacó del único bolsillo que le quedaba en su abrigo dos cargadores de pistola. «Qué suerte que no destrozó estos» pensó. Uno de los cargadores lo puso dentro de la pistola, el otro se lo guardó en el escote del vestido. Se quitó el destrozado abrigo y se preparó para saltar por el agujero en el suelo.

No alcanzaba a ver el fondo. Tomó uno de los cargadores vacíos y lo arrojó al agujero. El golpe se escuchó casi de inmediato, no había tanta altura. Se sentó en la orilla, con los pies colgando, respiró profundo y se dejó caer en la oscuridad. Aterrizó de pie en el suelo con un golpe seco, pero cuando levantó la mirada para ubicarse se sorprendió; a un par de metros delante de ella, se encontraba una pequeña niña rubia de cabello corto. No pudo distinguirla bien por la falta de luz, pero Aya hubiera jurado que iba vestida con lo que parecía una bata de hospital.

―Pequeña, ¿qué haces aquí? ―le preguntó― ¿Estás sola? Este sitio es peligroso, deberías irte.

La niña no respondió. Solo miró a Aya por un segundo, se rio con una voz dulce y se dio media vuelta para salir corriendo hacia una puerta que se encontraba detrás de ella. Aya vio como la pequeña se perdía en la oscuridad.

―¿Otra alucinación? ―se dijo en voz baja― Esa niña... no puede ser posible.

Se encaminó con cuidado a la puerta, que tenía arriba un pequeño letrero rojo luminoso que decía "Camerinos". La abrió lentamente, preparando su arma por si Melissa aparecía. Al otro lado había un largo pasillo, mejor iluminado y lleno de puertas. Aya resopló. Aquella parecía que iba a ser una noche muy larga.

Se acercó a la primera puerta a la derecha para leer lo que decía el letrero que había sobre ella; "Utilería". «No creo que esté aquí» pensó. Se dirigió a la siguiente; "John Brown" leyó en el cartel. Cuando iba a seguir a la siguiente puerta, escuchó un ruido que provenía del interior de esa habitación. Pateó con fuerza la puerta manteniendo el arma apuntada al frente. Pero dentro no estaba Melissa, sino uno de los actores ¡Estaba ileso! Aya sintió un pequeño alivio. El sujeto, que iba vestido de arlequín, dio un agudo alarido cuando Aya entró de golpe.

―¡Dios mío, qué susto! ―dijo Aya bajando el arma― No se preocupe, soy policía.

―!U-usted fue la que me asustó! ―tartamudeó el actor mientras se llevaba una mano al pecho―. Estaba preparándome para mi acto. ¿Qué hace usted aquí? Este lugar es solo para personal autorizado.

―Hubo un incidente hace un momento. Esta zona es muy peligrosa. Necesita evacuar ahora mismo ―respondió Aya intentando sonar lo más calmada posible.

―¡¿Qué?! ¿Está bromeando?―dijo el actor muy alterado― No pienso morir aquí esta noche. ¡Me largo!

No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando ya se encontraba saliendo del camerino. Los pasos del actor se alejaron por el pasillo, pero se vieron interrumpidos por un terrible grito, que la hizo tensarse de nuevo. De inmediato salió al corredor solo para ver el cuerpo sin vida del actor en el suelo y ardiendo en llamas.

―Melissa... ―susurró Aya. Debía estar cerca.

Echó un vistazo al resto de las puertas. Todas eran camerinos. Alguno debía ser el de Melissa. Estaba segura de que encontraría alguna pista allí. Se encaminó de nuevo al fondo del pasillo, inspeccionando el letrero de cada puerta, hasta que lo encontró. Cuando puso su mano en el pomo de la puerta un chillido la alertó. De atrás de una caja que había en el suelo, salió una pequeña rata. Aya retrocedió. Siempre había detestado las ratas, pero se dio cuenta de que esta se comportaba de manera muy extraña. El roedor se acercó a ella dando tumbos, como si estuviera ebria. Se detuvo a solo unos pasos de distancia y chilló de nuevo, pero no fue un chillido común de rata, sino un sonido parecido a un gruñido. Aya se estremeció y se alejó lo más que pudo.

La rata empezó a retorcerse de dolor y fue aumentando su tamaño poco a poco, hasta alcanzar el tamaño de un perro grande. Sus patas se convirtieron en unas enormes garras, al tiempo que la piel se le caía a pedazos en ciertas partes del cuerpo. El hocico se le alargó junto con sus dientes, haciendo un sonido viscoso. La piel debajo de los ojos se le estiró tanto que se convirtieron en dos trozos colgantes de carne viva. Y también la cola le creció, casi al doble de su cuerpo, dividiéndose la punta en tres partes que se agitaban sin parar. Aya tuvo que llevarse una mano a la boca para aguantar las ganas de vomitar.

La rata, ahora mutada en un horrendo monstruo visceral, se abalanzó sobre Aya, que esquivó por poco el ataque. Entró corriendo en el camerino de Melissa e intentó cerrar la puerta, pero el monstruo empezó a empujarla. ¡Sí que tenía fuerza! Ambos forcejearon unos segundos, hasta que el monstruoso roedor introdujo su cola desollada por la rendija de la puerta y empezó a agitarla para golpear a Aya. Ella se cubrió el rostro con el brazo para no ser lastimada.

Sin embargo, de las tres puntas de la cola surgieron unas llamaradas que la convirtieron en un mortal látigo llameante, impactando a la policía en su hombro izquierdo. El dolor hizo que soltara la puerta. Esta se abrió de par en par y la rata se preparó para saltar de nuevo sobre ella, pero antes de que lo hiciera, Aya levantó el arma y abrió fuego. El monstruo se movió rápido y de un salto entró en el camerino, trepaba por todos lados intentando esquivar los disparos, hasta que cayó dentro del armario y se enredó en la ropa que había allí colgada. Aprovechando el momento de confusión, la chica salió de la habitación. «Vamos, tranquila... concéntrate. ¡Puedes hacerlo!» se dijo a sí misma, mientras se plantaba de frente al camerino y apuntaba con su pistola en dirección al armario. La rata se zafó del amasijo de ropa y se agazapó por tercera vez para atacar.

―Vamos infeliz... ―dijo Aya con el monstruo ya en la mira― Ven por mí.

La criatura se lanzó con furia contra ella y al tenerlo casi a un metro de distancia, Aya disparó dos veces y le acertó en el hocico. Este cayó al suelo con un gruñido agudo, dio una fuerte sacudida y dejó de moverse. Acto seguido, se diluyó hasta quedar convertido en una masa humeante, viscosa y amarillenta, cuyo hedor inundó todo el camerino. En ese momento se escuchó el sonido de un piano. Provenía del final del pasillo, en el que había una puerta doble.

―Melissa ―dijo Aya jadeante, sujetándose el hombro lastimado.

«Si esto es una pesadilla, ya quiero despertar» dijo en su mente mientras caminaba decididamente hacia la puerta. La abrió y examinó el lugar con cuidado. Era una enorme sala de ensayo, los pisos eran de madera pulida y la pared del fondo estaba en su totalidad cubierta por un gran espejo. Estaba muy bien iluminado y muy limpio. Y en la esquina izquierda, al fondo de la sala, se encontraba Melissa, sentada y tocando un gran piano, como si nada estuviera pasando. De no haber presenciado todo lo que vio, Aya habría pensado que era una persona normal practicando con su instrumento favorito. Y lo hacía de maravilla, la melodía que tocaba era suave y muy melancólica.

Aya se acercó a ella sin dejar de apuntarle y se detuvo a una distancia prudente. No volvería a ser víctima del rayo de energía.

―Coloca tus manos donde pueda verlas, Melissa ―le ordenó a la cantante.

Pero esta siguió tocando el piano, sin siquiera mirarla.

―Soy Melissa... soy... ¡No! Yo soy... soy...―balbuceó Melissa, esta vez con su verdadera y delicada voz― Dios mío, estoy ardiendo.

A Aya tuvo la impresión de que la chica no era mentalmente estable, así que intentó hablarle recurriendo a la empatía. Quizá así lograra hacerla ceder.

―Melissa, por favor ―le dijo en un tono más suave―, ven conmigo.

―¿Melissa? No... yo... ―dijo la cantante, recuperando la voz grave de antes― ¡Soy Eve!

Y le dio un golpe tan fuerte al piano que varias de las teclas saltaron por los aires, con un sonido tétrico. Las manos de Melissa crecieron de manera descomunal, dejando al descubierto unas largas garras de color escarlata. De nuevo se elevó en el aire y su torso y brazos se alargaron hasta quedar deformes. Las piernas se le retorcieron y se unieron para formar un muñón plateado y viscoso, parecido a una cola. Su hermoso cabello castaño se erizó de tal manera, que daba la apariencia de tener cuatro cuernos. Su piel adquirió un tono grisáceo, casi mortecino. Aquella ya no era Melissa.

―¡Finalmente! La dominación nucleica ha llegado a su fin ―exclamó entre una escandalosa risa― Una vez más... ¡Ha llegado el día en que la mitocondria será libre!

―¿Qué? ¿Mitocondria? ―preguntó Aya confundida, que sin darse cuenta se había alejado tanto de aquella mutada Melissa que había llegado casi al otro extremo de la sala.

―Vamos ―le dijo Eve sonriendo― ¡Libérala!

Eve comenzó a brillar de nuevo con aquella luz verdosa y haciendo un ademán con ambas manos, esta vez disparó no solo uno, sino dos rayos de energía mucho más potentes que los anteriores. Aya ya estaba preparada y se hizo a un lado. La pared quedó destruida donde impactaron los rayos y la habitación se llenó de polvo. Aya corrió lo más lejos que pudo de Eve, mientras esta le lanzaba dos rayos más. Esta vez le dio al espejo y lo rompió en mil pedazos. La policía intentó cubrirse detrás del piano, desde donde le disparó todo lo que pudo. Las balas le dieron a Eve, pero Aya quedó abrumada al ver que las heridas sanaban al instante.

―Niña tonta ―se burló Eve al tiempo en que con una de sus garras le lanzaba un zarpazo en el hombro izquierdo, justo donde le había quemado la rata.

Aya lanzó un grito de dolor. Apuntó a la cabeza de Eve y disparó, pero la bala volvió a rebotar como si la rodeara otro campo de fuerza.

―¡¿Qué eres?! ―le preguntó mientras se incorporaba y corría al otro lado del salón.

Eve estiró de nuevo uno de sus largos brazos y tomó por el tobillo a Aya, que cayó al suelo. Varios fragmentos del espejo roto se le clavaron en las piernas y los brazos. La rubia apretó los ojos para contener el dolor. Como pudo, se giró sobre un costado y disparó las últimas tres balas que le quedaban, pero fue inútil. Eve se acercó a ella y la levantó con facilidad por el cuello, para luego estrellarla contra la pared. El golpe hizo que a Aya se le llenaran los ojos de lágrimas.

―¿Piensas que puedes vencerme tú sola? ― dijo Eve en tono burlón, que forcejeaba para liberarse de aquella monstruosa mano― Bueno, si vinieras acompañada, de seguro todos arderían... menos tú.

―¿Por qué yo?―preguntó Aya con dificultad. Casi no podía respirar― Dime, ¿por qué soy la única que...?

―Eso lo sabrás eventualmente ―contestó Eve con un susurro, acercando su rostro al de Aya y lamiéndole una mejilla.―. Incluso si no lo entiendes, tu mitocondria lo hará. Tu mitocondria siempre sabe.

Aya volvió a sentir aquel extraño calor que le recorría el cuerpo. «Mi cuerpo... está ardiendo de nuevo... ¡¿qué sucede?!». Su cuerpo empezó a brillar otra vez, mientras se calentaba más y más. El rostro de Eve adoptó una expresión alarmante. Aya ya no soportaba más el intenso calor y entonces, sin saber cómo, lo liberó. Un potente y ardiente rayo salió disparado de su cuerpo e impactó de lleno en el pecho a Eve, que de inmediato la soltó, dando un grito desgarrador. La rubia cayó de nuevo al suelo, casi inconsciente.

―Parece que aún no estás lista, niña ―gruñó Eve adolorida, sujetándose el pecho―. Voy a darte algo de tiempo, para pensar... y para evolucionar. Y llegará el día en que por fin despiertes.

―¿D-de qué estás hablando...? ―dijo Aya entre dientes antes de perder el conocimiento y ver por última vez la horrenda silueta flotante de Eve frente a ella.

De nuevo tuvo la misma alucinación. Todo era blanco, y estaba observando aquel tétrico quirófano de dos camas. En una yacía la niña rubia. Esa niña... ¿Sería la misma que vio en el pasillo hacia los camerinos? Un hombre se acercó a la niña. Era un doctor. Por alguna razón se le hizo muy familiar.

Alguien la despertó. Una voz masculina pronunciaba su nombre. Aya abrió los ojos y lo primero que vio fue la cara de Daniel Dollis, su compañero y tutor desde que entró en el departamento de policía. Era un hombre negro de 42 años, con algo de sobrepeso y un espeso bigote. A pesar de su gran estatura y su aspecto algo agresivo, era en verdad un tipo bonachón y un excelente policía.

―¡Al fin despiertas! ―exclamó con alegría― ¿Estás bien, novata?

Pero Aya no supo qué responder. Estaba adolorida y sentía que la cabeza le iba a explotar.

―Vamos ―le dijo Daniel mientras le ayudaba a ponerse de pie―, hay que ir a que te revisen esas heridas. Y por supuesto, tienes que contarme qué carajos pasó aquí.

No había rastro de Eve por ningún lado, salvo otro hoyo de bordes quemados sobre el suelo de madera, justo detrás del destrozado piano. Quizá ya estaría muy lejos para ese entonces. Ambos salieron de la sala de ensayos, caminaron por el pasillo y cuando pasaron frente al camerino de la que había sido Melissa Pearce, Aya se detuvo. Había visto un pequeño cuaderno tirado cerca del charco que dejó la rata muerta con la que luchó antes. En la tapa, escrito en letras doradas y elegantes, estaba escrito "Melissa Pearce". Quizá se había caído al suelo entre tanto ajetreo. Sin decir nada, se soltó del brazo de Daniel y se acercó para recogerlo.

―¿Has venido solo? ―le preguntó a Daniel, que la miraba con intriga.

―¡Claro que no! Aunque se podría decir que yo soy tu mejor refuerzo ―contestó en tono divertido―. Los demás están arriba, examinando la escena ¡Es un maldito desastre! Yo bajé primero para buscarte. Me preocupé al no verte en ningún lado. ¡Ahora vamos! Esto estará lleno de reporteros en cualquier momento.

Regresaron por el pasillo y subieron una pequeña escalera que los llevó de vuelta hasta el teatro. Aya reconoció a algunos de los chicos del departamento de policía, estaban tomando muestras y ayudaban a los bomberos a recoger los cuerpos incinerados que quedaban. Algunos se giraban a verla con preocupación y se quedaban atónitos ante el estado en que se encontraba. Cuando cruzaron la puerta principal y el frío nocturno los golpeó, Daniel le puso su ancho saco sobre los hombros y la acercó a una ambulancia que estaba cerca de la entrada. Allí, una enfermera se encargó de atender a Aya y limpiarle las heridas. Mientras le vendaban, un reportero salió de la nada y se acercó a ella. Iba acompañado de dos camarógrafos que no dejaban de grabarla. Esto la incomodó muchísimo.

―¿Usted ha sido la única sobreviviente a este horror? ―dijo el reportero, que iba vestido con un feo abrigo rojizo de piel.

―Yo...

―¡Déjela en paz! ―le ordenó Daniel.

Pero el reportero continuó con la lluvia de preguntas.

―Hasta ahora la combustión espontánea solo ha sido una teoría. Díganos, ¿la ha presenciado usted esta noche?

―Por favor, quisiera estar sola... ―murmuró Aya. No tenía fuerzas ni para alzar la voz.

―Este incidente ocurrió en un recital en Nochebuena, ¡una total locura! ―volvió a hablar el reportero― Me gustaría entrevistarla en exclusiva para el canal...

Pero un puñetazo de Daniel directo en la cara, hizo que el reportero detuviera su intenso parloteo. Este cayó al suelo y con una mano en el rostro lo miró indignado.

―¡¿Está loco?! ―le espetó a Daniel― ¡Jim, dime que grabaste eso! Se enterarán...

―¡Lárgate de aquí, amigo! ―respondió el policía.

Daniel llevó a su maltrecha compañera hasta su auto y la ayudó a subir. Al estar sentada, pudo notar que su elegante vestido estaba hecho jirones. «Típico, finalmente acepto hacer algo diferente y ocurre una tragedia», pensó, sin saber cómo sentirse. Daniel puso el auto en marcha y encendió la calefacción. El calor y el andar del automóvil la fueron reconfortando poco a poco.

―Realmente fue una locura lo que pasó ahí ¿eh? ―le dijo Daniel en un tono más calmado.

―Sí, pero mi acompañante...

―Ah sí. Escuché a un par de policías diciendo que lo vieron salir corriendo como si fuera una gallina ―comentó el policía soltando una sonora carcajada. Pero al ver que Aya permaneció en silencio, procedió a disculparse― Eh... lo siento. Tu cita no salió bien. Es verdad.

―No, no fue así. Yo le dije que huyera de ahí ―intentó explicar Aya, pero se detuvo. No tenía caso―. En fin, igual no iba a funcionar.

―Entiendo ―dijo Daniel ya en tono serio―. Pero de todos los lugares en que podría pasar algo extraño, tuvo que ser en la ópera. Justo a la que fuiste. Es para no creerlo.

Aya permaneció en silencio, pensativa.

―Entonces, ¿por qué fuiste a la ópera? ―continuó su compañero― ¿Es lo que está de moda estos días o qué?

―Vi el aviso en el periódico ―respondió Aya―. No sé, solo llamó mi atención.

―No me digas que olfateaste este caso ―le dijo Daniel volviendo a sonreír― ¡Vaya! Así que finalmente has adquirido algo de instinto policíaco.

La rubia giró su cabeza hacia la ventana para ver el paisaje nocturno.

―¿Instinto? ―preguntó en voz baja. De pronto pareció caer en cuenta de que era Nochebuena― Daniel, ¿no deberías estar con tu hijo esta noche? Es víspera de navidad.

―Él sabe que su padre es un policía ―contestó Daniel encogiéndose de hombros―. Mi muchacho lo entiende muy bien. Por cierto, ¿cómo fue que se quemó toda esa gente?

De golpe, un par de palabras vinieron a la mente de Aya e involuntariamente las pronunció en voz baja.

―Mitocondria... simbiosis... ¿Cuándo estuve en ese hospital?

Cerró los ojos para intentar recordar, pero sin darse cuenta, se quedó dormida. Daniel se giró a verla, al escucharla hablar en voz tan baja.

―Oye, ¿te dormiste? ―le preguntó, y al no recibir respuesta decidió enfocarse en el camino― Bueno, no te culpo, novata. Y menos después de todo lo que has pasado esta noche.   

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