El dragón de piedra

By GisselEscudero

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Siglos antes de que se creara un imperio, hubo dos montañas de inmenso poder. En una de ellas habitaban los d... More

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Parte 3
Parte 4
Parte 6
Parte 7
Parte 8
Parte 9
Parte 10

Parte 5

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By GisselEscudero

Una mañana de invierno, el mensajero del Emperador entró al taller de Luco Éximo. Feidos no le prestó atención, ya que el Emperador hacía encargos muy a menudo, pero entonces escuchó su nombre y levantó la cabeza, a tiempo de ver cómo otro de los aprendices lo señalaba con el dedo. El mensajero caminó hacia Feidos y, cosa extraña, le hizo una pequeña reverencia. Luego dijo:

—Feidos Lom, el Emperador Klamyr desea contratar vuestros servicios.

El escultor parpadeó, desconcertado por aquel tono tan formal. No supo qué responder, y agradeció que su mentor acudiera en su ayuda.

—¿El Emperador desea encargarle una obra a mi muchacho? —le preguntó Luco al mensajero, quien hizo un gesto afirmativo—. ¡Ah! Pues me siento doblemente orgulloso: el Emperador no sólo confía en mi taller, también conoce a mis aprendices por su nombre. ¿De qué obra se trata?

—Eso no puedo decirlo —contestó el mensajero—. Es decir, lo ignoro. Debe ser una obra importante, supongo, para que Su Excelencia no la comente con un humilde servidor.

Luco palmeó a Feidos en la espalda.

—Te felicito, hijo. Veo que has empezado a hacerte tu propia fama. Yo que tú no me haría esperar. Mensajero, ¿has venido a pie o a caballo?

—He venido en carro, Maestro Éximo. Podemos irnos ahora mismo, si a vuestro aprendiz le parece bien. Pero no hay prisa. Su Excelencia me dio instrucciones de posponer la partida si vuestro aprendiz está ocupado. Ya sabéis que no le gusta perturbar a los artistas.

—Es verdad —dijo Luco—. El Emperador es sumamente considerado. Por eso, Feidos, deberías mostrarle la misma cortesía. ¿Puedes partir ahora?

El joven tardó un poco en contestar.

—Sí. Sí, puedo partir ahora. No esperaba esto, pero me siento honrado. Maestro, ¿podrías decirle a Linia que quizás me tarde?

—Tranquilo, me haré cargo de eso. Nos vemos luego.

—Gracias. Hasta pronto.

Feidos siguió al mensajero hasta su carro. Todavía no podía creer que aquello estuviera pasando. ¡El Emperador lo había llamado a él! ¡A él! ¿De qué podía tratarse el misterioso encargo?

Tuvo media hora para preguntárselo, ya que ese tiempo tardó el carro en cubrir la distancia entre el taller y su destino. Al final del recorrido la pregunta se borró de su cabeza, sustituida por la impresión de estar tan cerca del palacio. Hasta ese día sólo lo había visto de lejos, un poco intimidado por su magnificencia.

Estaba hecho de roca clara con finas vetas rojizas. Tenía decenas de torres que se elevaban como dedos que quisieran tocar el cielo, y sus ventanales de colores lanzaban destellos al sol igual que joyas. En verdad quitaba el aliento. Era el centro de poder del imperio, y lo reflejaba a la perfección.

Había otra cosa que llamaba la atención, y que decía mucho sobre el Emperador y su forma de gobernar: el palacio era grande e imponente pero carecía de murallas, y los guardias apostados en lugares estratégicos parecían una simple formalidad. Si el Emperador Klamyr tenía enemigos, no se hallaban en Atrea. Sus súbditos eran prósperos y felices, y el Emperador no necesitaba protegerse de ellos.

Muchos años atrás, casi una centena, Atrea sólo había estado compuesta por un conjunto de poblaciones dispersas que a menudo luchaban entre sí. Había llanuras, aldeas... y los dragones de la Montaña Negra.

Antes de eso, la historia se convertía en leyenda. En ese entonces, además de la Montaña Negra existía la Montaña Blanca en el extremo opuesto de la región.

La leyenda decía que ambas montañas tenían vida en su interior. Así como el alma en los cuerpos humanos, en la roca habitaban espíritus, primitivos pero conscientes: uno en la Montaña Blanca, afín a los humanos, y uno en la Montaña Negra, afín a los dragones. No eran amigos, pero existía un balance.

Hasta que un día, por razones que nadie recordaba, los dragones de la Montaña Negra se alzaron en contra de la Montaña Blanca. Atacaron la piedra como termitas, desmoronándola pedazo a pedazo con sus garras, y aunque les tomó muchos años, finalmente la hicieron desaparecer.

Roto el balance, el caos se apoderó de la región. Fue un período de sangre y oscuridad.

Entonces apareció Klamyr, un joven erudito de Simiria, tierra de sabios y magos. Klamyr les dijo a los habitantes de Atrea que era posible restaurar el balance perdido; sólo había que recuperar los fragmentos de la Montaña Blanca que los dragones habían diseminado por el mundo, y al mismo tiempo aniquilar a las bestias para que no volvieran a atacar.

Poco a poco, y aunque costó muchas vidas humanas, se lograron ambos objetivos. Los habitantes de Atrea prosperaron, y el sabio Klamyr, que se había ganado el respeto y amor de todos, fue nombrado Emperador.

Así fue como Atrea se convirtió en lo que era actualmente: un imperio de luz y serenidad. Todavía quedaban algunos territorios sin conquistar en las fronteras, y a veces ocurrían batallas, pero los ejércitos de Atrea siempre vencían a sus oponentes, y las nuevas tierras eran anexadas de inmediato al imperio. La luz seguía expandiéndose, devorando las sombras.

Con la mirada todavía fija en el palacio, Feidos se estremeció. La Montaña Negra era visible en el horizonte, ahora un gigante dormido al haberse extinguido los dragones. Y la Montaña Blanca... la Montaña Blanca había renacido desde el suelo estéril, porque el palacio del Emperador estaba hecho con sus fragmentos. A veces llegaban carros con más piedras, que después de recorrer larguísimas distancias eran cortadas en bloques y se sumaban al palacio en forma de una nueva torre o pared.

Feidos nunca había tenido la oportunidad de hacer ese trabajo. Por eso, ya frente a las puertas del palacio, lo primero que hizo fue tocar una columna, para sentir con sus propios dedos aquel material legendario.

La piedra era muy suave, fría pero no helada. Las vetas rojas tenían cierto relieve; tal vez se hubieran hinchado luego de pulida la superficie, por la exposición a la lluvia.

Si había vida en su interior, Feidos no pudo asegurarlo, pero el contacto no lo dejó indiferente: al levantar la mano, sintió que le hormigueaban los dedos. Sin embargo, no descartó que fuera su imaginación.

Desde arriba, los centinelas dieron la orden de abrir las puertas, que eran de oro con incrustaciones de nácar.

—Seguidme, por favor —le dijo a Feidos el mensajero.

Caminaron por varios pasillos y habitaciones. El palacio era tan hermoso por dentro como por fuera, y Feidos se detuvo varias veces, sin proponérselo, para admirar las exquisitas obras de arte que había por todos lados. El mensajero debió comprender lo que sucedía, porque no hizo ningún intento de apresurar al invitado, e incluso llegó a decirle:

—Al Emperador le gusta estar rodeado de cosas bellas. Las artes son su pasión.

—Se nota —dijo Feidos, con la mirada puesta en un fresco y pensando que no le alcanzarían las palabras para describirle a Linia lo que estaba viendo. Ojalá fuera capaz de complacer al Emperador, porque resultaba obvio que era un coleccionista exigente.

Por fin llegaron a la sala del trono, con puertas de cristal tallado. El mensajero se hizo a un lado para dejar pasar a Feidos, pero no lo siguió. Al escultor se le hizo un nudo en el estómago.

El Emperador Klamyr estaba solo, leyendo un libro. Al ver a Feidos se puso de pie, y le dedicó el saludo que correspondía a los artistas y artesanos, llevándose una mano al hombro e inclinando la cabeza. Feidos hizo una pequeña reverencia.

El Emperador era más alto que él. Se calculaba que tenía unos ciento treinta años, pero no aparentaba un día más allá de los ochenta. Su pelo era blanco y fino como las nubes, y su cara estaba profundamente marcada por las arrugas; sin embargo, caminaba recto y sus ropas delineaban una discreta musculatura.

La inteligencia en sus ojos descoloridos sí reflejaba su edad.

—Bienvenido a mi hogar, Feidos Lom, futuro Maestro —dijo el Emperador.

El escultor se ruborizó.

—Agradezco vuestra preferencia y el cumplido, Excelencia. Espero merecerlos.

—Oh, claro que sí. El día que inauguré aquella plaza, supe al ver tu obra que pronto superarías a tu mentor. Y eso es bueno. Me preocuparía si no sucediera, porque siempre deben surgir mentes nuevas para reemplazar a las que se van. Lo cual, como de costumbre, me hace pensar en mi propio retiro.

El Emperador rió.

—Dime, Feidos Lom, ¿qué mujer fértil desposaría a este viejo para darle un heredero? ¿O es muy tarde para eso? Está bien, no tienes por qué contestar. Son preguntas embarazosas.

Feidos contuvo un suspiro de alivio. El Emperador siguió hablando.

—No seguiré parloteando, porque sé que el tiempo de un artista es precioso. Además, he oído que una bella mujer te espera en casa.

—Mi esposa Linia, sí.

—Pues si es tan bella como la estatua de la plaza, me gustaría verla alguna vez, aunque me muera de envidia.

Feidos sonrió. Jamás se le había ocurrido que el Emperador Klamyr pudiera tener sentido del humor.

—Estimado Feidos: deseo encomendarte una tarea de considerable magnitud. Excepto por mi querido Luco Éximo, quien ya no tiene las energías necesarias para llevarla a cabo, sólo puedo pensar en ti para cumplirla con éxito. Sígueme, por favor. Seguro te llevarás una sorpresa.

Ambos hombres recorrieron más pasillos y habitaciones, pero en esta ocasión fue el Emperador quien se detuvo aquí y allá para comentar alguna pieza de arte. Parecía conocerlas todas, como si fueran sus propias creaciones, aunque siempre mencionó a los verdaderos autores con patente humildad. A Feidos el hombre le agradaba cada vez más.

Salieron al exterior por el otro lado del palacio, hacia unos jardines llenos de setos y rosales. No había flores en esa época del año, pero sí fuentes de cerámica para dar color.

Los jardines eran de acceso público. Unos cuantos visitantes paseaban entre los setos, y al ver al Emperador se detuvieron para saludarlo.

Finalmente llegaron a un espacio rodeado de arcos con enredaderas. Seguía siendo de acceso público, pero lejos de los caminos principales, de modo que no había personas allí.

En cambio, un enorme bloque de piedra dominaba el lugar.

Era el doble de alto que una persona, y de forma aproximadamente cúbica. La primera impresión de Feidos fue que la roca debía haberse desprendido en un derrumbe, pero luego notó las marcas de las herramientas.

—¿Es...? —empezó a decir, mas no logró terminar la pregunta. El Emperador lo hizo por él.

—Sí, es un pedazo de la Montaña Negra.

—Imposible. La Montaña Negra es indestructible. ¿Qué herramientas podrían haberle arrancado una parte?

—Lo creas o no, estimado Feidos, esas herramientas existen. Gracias a mis conocimientos de química y metalurgia, logré obtener un material lo bastante duro como para romperla. De todas maneras, hicieron falta muchos obreros y meses de esfuerzo para traer aquí este bloque.

—Impresionante —dijo Feidos, y guardó silencio. Todavía no superaba la revelación.

—Ven aquí —le dijo el Emperador, y juntos se aproximaron a un cofre de hierro. Una vez abierta la tapa, Feidos vio que contenía todo tipo de herramientas de escultura, las mismas que usaba a diario, pero de un metal azulado muy brillante. El joven tomó un cincel y lo examinó cuidadosamente. Era bastante pesado, pero nada que no pudiera manejar con algo de práctica.

Feidos volvió a mirar el bloque negro y su corazón empezó a latir más rápido. Como si la voz viniera de lejos, escuchó decir al Emperador:

—Pruébalas. Ya verás que sirven.

El Emperador le entregó un mazo, y Feidos, ahora con una herramienta en cada mano, regresó junto al fragmento de montaña.

Conteniendo la respiración, apoyó el cincel en la piedra y le dio un golpe con el mazo. Saltaron algunas chispas, y el cincel dejó una marca... apenas un arañazo. El escultor frunció el ceño. Había golpeado con todas sus fuerzas.

El Emperador apoyó una mano en su hombro.

—Concéntrate. Recuerda que no es un material cualquiera. Siéntelo. Conócelo.

Feidos tocó la piedra. Esperaba que estuviera fría como la columna del palacio, pero se sorprendió al descubrir lo contrario: el bloque estaba tibio, a mayor temperatura que el ambiente. Como un animal, pensó. Como aquel dragón recién fallecido que había tocado en su niñez.

El Emperador, detrás de él, dijo en voz baja:

—Las herramientas tampoco me funcionaron al principio, y creí que mi experimento había fracasado. Luego entendí que la Montaña Negra es más que una gigantesca roca: ciertamente hay vida en ella. La piedra puede ser dominada por herramientas más duras, pero dominar su espíritu requiere una voluntad firme. Por eso te elegí, Feidos Lom. Sé que tú eres el indicado. Inténtalo de nuevo.

El escultor volvió a apoyar el cincel y aspiró profundamente, apartando de su cabeza todo lo demás. Él era superior a la piedra. Sin importar su forma actual, él sacaría de ella lo que su voluntad decidiera. Así había sido siempre.

Golpeó de nuevo el cincel, y esta vez sí arrancó un pedazo.

—¡Vaya! —exclamó Feidos.

—Te lo dije —replicó el Emperador—. Y seguro se te hará más fácil a medida que tomes confianza.

El joven se dio vuelta y encaró al sonriente Emperador.

—¿Y qué debo esculpir? —le preguntó.

—Eso lo dejaré a tu criterio. Tú eres el artista. Ni siquiera vendré a ver cómo trabajas; no quiero presionarte, y además, me gustan las sorpresas. Hice traer el bloque a este sitio para que vengas cuando te plazca, sin tener que pedirle permiso a nadie. En lo que a mí concierne, incluso puedes venir aquí en plena noche. De tanto lidiar con artistas, sé que la inspiración es caprichosa. Tómate el tiempo que necesites. No tengo prisa. Sin importar lo que tardes, se te pagará por día una suma respetable. También a tus ayudantes, si traes alguno.

Feidos se inclinó ante el Emperador Klamyr.

—Os doy las gracias, Excelencia, por honrarme con este encargo. Espero no decepcionaros.

—Estoy seguro de que no lo harás. Bien, ya debo irme. Debo atender los asuntos del imperio. Te dejaré solo para que decidas con tranquilidad, y cuando quieras marcharte, ve a buscar a mi mensajero. Hasta pronto, amigo.

—Hasta pronto, Excelencia.

El Emperador repitió el gesto con la mano en el hombro y se fue por donde habían llegado.

Feidos contempló varios minutos el fragmento de la Montaña Negra, tratando de no pensar. Era así como le venían las mejores ideas.

En su memoria, el rugido del dragón sonó fuerte y claro, como si lo estuviera escuchando en ese mismo instante. Feidos recordó la forma de su cabeza, de sus patas, de sus amplias alas, y de la cola que se agitaba de un lado a otro para barrer lo que encontrara a su paso. Recordó el brillo de sus escamas rojizas.

Bestia terrible o no, le había parecido hermoso.

Dudó un momento antes de comenzar, pensando en su amada Linia, pero luego decidió que no le haría daño si adelantaba un par de horas de trabajo. Al fin y al cabo, a él le correspondía poner la comida en la mesa.

Sujetando firmemente sus nuevas herramientas, Feidos puso manos y voluntad a la obra.

(Continuará...)

Gissel Escudero

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