Parte 7

89 2 0
                                    

Ya sólo faltaban los últimos retoques para terminar la escultura. Lijar y pulir, alisar la superficie hasta que ya no quedaran marcas de herramientas. Feidos no quería que su escultura pareciera la obra de un hombre sino una criatura real petrificada. A estas alturas los ajustes eran mínimos, apenas removía unas partículas aquí y allá, pero no se detendría hasta que sintiera que debía detenerse.

Estaba seguro de que Linia pensaba lo contrario, pero él sí deseaba terminar la escultura. En general disfrutaba el proceso de creación tanto o más que el resultado de su trabajo, pero en este caso se había apoderado de él una extraña impaciencia. Por eso no había dejado que Linia lo visitara en el palacio. A ambos les agradaba estar juntos mientras él esculpía; charlaban, reían, a veces ella tocaba su pequeña arpa y cantaba o se ponía a coser. Sin embargo, en el momento que Feidos empezó a trabajar sobre la piedra negra, entendió que su esposa no debía acompañarlo. Y no sólo porque fuera un proyecto extraordinariamente delicado que no admitía distracciones, sino porque lo había dominado como una fiebre. Si Linia lo hubiera visto en ese estado habría tenido miedo de él, y Feidos no podía dejar que eso ocurriera pues la amaba más que a su propia vida. Si llegaba a perderla, él moriría. Así de simple.

Y allí estaba la segunda razón, la razón consciente, por la que deseaba terminar el encargo: había estado mucho tiempo lejos de su esposa. Casi nunca podía evitarlo, por las inusuales características del proyecto, y eso le estaba rompiendo el corazón.

Pero ya quedaba muy poco, y lo primero que haría, luego de presentarle la obra al Emperador, sería correr a casa y decirle a Linia que ya era libre y que sirviera unas copas de vino para celebrar. Después le haría el amor toda la noche y quizás esta vez sí concebirían un hijo, el niño que toda la familia esperaba con ansias.

Feidos siguió puliendo la escultura y por fin su intuición le dijo que podía parar. Ya había sacado de la piedra todo lo que tenía que sacar, y lo que quedaba era exactamente lo que había planeado: una réplica perfecta del dragón que había visto en su niñez.

Bajó de la escalera, depositó la misma en un rincón y contempló su creación con la misma mezcla de emociones que lo invadía siempre. Se sentía orgulloso, felizmente cansado... y vacío, como si hubiera dejado parte de su vida en la escultura, lo cual era bastante cierto.

El dragón de piedra brillaba al sol tanto como el de carne y hueso. Incluso tenía el mismo matiz rojizo, pues ése era el color que aparecía en las partes más finas de la escultura, vistas a trasluz. La expresión del animal era fiera y soberbia, poderosa y serena. Si representaba a la pobre criatura abatida por los cazadores, entonces había terminado su sufrimiento. El dragón estaba en paz... y Feidos también.

El escultor se lavó las manos y la cara en una fuente. Tenía los dedos enrojecidos, la piel agrietada y a punto de sangrar. No le importaba. Estaba acostumbrado al dolor, y el daño más bien le hizo pensar que había trabajado muchas horas de corrido. Sí, el sol ya pendía sobre el horizonte. Pronto sería de noche.

Los guardias le abrieron las puertas sin decir una palabra, pues ya lo conocían. Feidos preguntó a una criada dónde estaba el Emperador; ella le respondió que en la biblioteca. El escultor se dirigió hacia allá pensando que el Emperador debía ser el primero en ver la escultura terminada.

La puerta de la biblioteca estaba abierta, y el Emperador, en lugar de leer un libro, se hallaba de pie junto a la ventana. Se volteó hacia Feidos antes de que éste cruzara el umbral, como si lo hubiera estado esperando.

—Excelencia —dijo el escultor, inclinándose.

—Has acabado, ¿verdad? Lo sabía. Esta mañana me desperté con la sensación de que hoy vendrías a decírmelo, del mismo modo que estos viejos huesos me avisan cuando va a llover.

El dragón de piedraWhere stories live. Discover now