Whatever

Por Naim_Agrez

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Frío, dolor y aroma a antiséptico. Eso es todo lo que su cerebro manipulado puede percibir. Un ser humano que... Más

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capitulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítuo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII

Capítulo XV

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Por Naim_Agrez

XV

La puerta fue tocada dos veces. Margaret entró con un plato y una taza en mano. Miró a la mutante sin saber si sonreírle o no. No tenía idea de cómo reaccionaría tras su estadía fuera de la casa. Mientras lo pensaba caminó hacia la mesita de noche y colocó ahí el plato, todo bajo la atenta mirada azul de la joven.

-Son judías. Por el momento es todo lo que hay, espero que no te moleste.

Ella negó lentamente con la cabeza y bajó los pies de la cama. También sentía algo extraño respecto a la situación. Era inquietante y confusa, por lo cual tampoco sabía cómo debería reaccionar. Margaret comenzó a incomodarse ante el silencio, por lo que se acercó a ella y le rozó un hombro. Sonrió nerviosa ante la impasibilidad de la joven tras varios momentos. Se giró en dirección a la puerta.

-Voy a la cocina. ¿Quieres té o café?

La chica desvió sus ojos hacia la ventana. Permaneció así por un lapso lo suficientemente largo como para volverlo incómodo. Entreabrió los labios.

-Lo que sea.

-Bueno, no tardo.

Margaret salió cerrando la puerta tras de sí. Se recargó del otro lado de la puerta. Qué estupidez, la taza que le había llevado contenía té, y con el pretexto de huir de ahí le había soltado una pregunta tonta. La mujer se apretó las manos con nerviosismo. Luca no estaba en casa, los recuerdos comenzaban a atormentarla. El grito de señor Lawrence en la madrugada, y la visión del cuerpo del que fue su amado Greg. Margaret se preguntó por qué no había soldados registrando todo Dámesis. La embargó un terrible desasosiego.

Miró hacia la puerta de la habitación de Luca, y luego se retiró hacia la cocina. Tenía frío, un frío que nada tenía que ver con el clima. Ella se había prometido a sí misma a ayudar a la mutante, pero la situación no tenía ni pies ni cabeza. Tratar con la joven era como tratar con un aparato cubierto de piel. Quería ayudarla, especialmente ahora que la habían recuperado, pero ella parecía no tener conciencia de nada. Margaret sintió que la invadía la tristeza. Esa joven era un cadáver, y ella no tenía idea de cómo volverle a la vida.

Si la joven no cooperaba, todo estaba perdido para ella.

Margaret casi se pegó al techo de un salto cuando encontró al lobo husmeando en la cocina. Este dio un corto salto hacia atrás cuando se vio pillado in fraganti. Luego se quedó muy quieto, expectante a la respuesta de la humana que tenía enfrente. El can tenía hambre, y la casa se hallaba cerrada a cal y canto, de modo que no podía salir a conseguir alimento. La única fuente de alimento estaba de pie frente a él.

El lobo emitió un leve gruñido mientras levantaba la cabeza. Sus neuronas reunieron mediante sinapsis los recuerdos que le indicaron qué hacer.

El grito que soltó Dmitri fue la gota que colmó la paciencia de la vieja Bertha, la mujer que se encargaba de atender a los eventuales heridos. Con la palma de la mano abierta le propinó una palmada en la cabeza a Dmitri.

-¡Cállate! Hombre quejica, solo es una quemadura.

Dmitri la fulminó con la mirada mientras remusgaba las palabras imitando la voz ronca de la mujer. Es porque ella no sentía la revolución que se había desatado en sus terminaciones nerviosas ni había dejado su piel en un trozo de metal incandescente. La mujer le tocó la herida con algodón embebido en agua oxigenada y luego con los dedos aplicó un ungüento. Dmitri se irguió y abrió la boca, pero la mirada de Bertha le obligó a tragarse su improperio y a apretar los dientes.

-Hombres estúpidos, todo por andar de enamorados –rumió la señora.

-¡No es cierto! Y fue Luca el estúpido, no me culpe a mí de sus fantasías –le gruñó.

-¿Fantasías? ¡Jóvenes sucios, se van a enterar de quién es Bertha!

Con la mano se encargó de aporrear a Dmitri en la cabeza mientras este se trataba de cubrir la cabeza con el ceño fruncido. La paciencia se le terminó de agotar, y al final se puso de pie abruptamente con la mano medio vendada.

-Mire, Bertha, aprecio lo mucho que se preocupa por mí, pero, ¡Yo no soy culpable de que tenga algún tipo de complejo romántico! Le aseguro que no es necesario que me cele en lo absoluto. Y ya me voy, si quiero sobrevivir lo mejor es que me aleje de aquí...

Antes de que la mujer le gritara cualquier cosa, la puerta se abrió, llamando la atención de ambos. Entró Vladimir, seguido de Luca.

-¿Cómo estás? –curioseó el rubio nada más entrar.

Luca cerró la puerta tras él y luego se giró para encontrarse con una mujer de rostro fruncido y brazos en jarras. Lo miraba mal, demasiado mal.

-¿Pasa algo? –murmuró Luca, con cautela.

No tuvo tiempo para protegerse del ungüento volador que le arrojó la robusta mujer, con su cabeza como destino.

A la hora del almuerzo Cecilia dejó su trabajo en manos de Sofía y se escabulló entre los obreros hasta llegar a la mesa donde sus amigos se hallaban. Dmitri había aceptado, a regañadientes, que Bertha le terminara de vendar la mano; también había acudido a ver a su madre para tranquilizarla, aunque el resultado fue el contrario. Dmitri no podía trabajar así, por lo que tenía que irse. Pero antes de irse comería: en su casa no había ni un pedazo de pan que pudiese comer sin morir intoxicado. Mientras Cecilia esquivaba a hombres y mesas Luca la divisó.

-Hola –saludó.

-Hola –contestó ella mientras rodeaba una silla.

Dmitri giró el cuello todo lo que pudo para verla. Le sonrió y se enderezó mientras le hacía un espacio a su lado.

-La pandilla se ha completado –comentó.

Ella se acomodó a su lado y oteó a su alrededor mientras sacaba con cuidado algo de bajo su mandil.

-Vine pronto, si Mendel, Patrick o Gustav me ven me meteré en problemas.

Puso un tazón con arroz y caldo caliente frente a Dmitri.

-Cómetelo, soñador.

Dmitri miró a Luca enojado. Este solo sonrió de lado. Todos creían que el despistado había sido Dmitri. Este se acomodó para ver a Cecilia, y alzó su mano envuelta en vendajes.

-Ayúdame por esta ocasión.

-Aún tienes otra mano.

Dmitri le puso su mejor cara de perro apaleado. Cecilia chasqueó la lengua y tomó el tazón y la cuchara.

-Esta vez batiste tu propio récord de despistado, Dmitri. ¿En quién pensabas que te distrajiste tanto? –le gruñó.

-¡El que se distrajo fue Cárol! –masculló, harto de quedar mal frente a todos.

Cecilia le acercó la cuchara con un primer bocado mientras miraba al verdadero culpable y lo analizaba.

-Luca... ¿Cómo te atreves a dejar que todos inculpen a Dmitri?

Este solo se encogió de hombros. Cecilia meneó la cabeza lentamente mientras rellenaba la cuchara.

-¿Otra vez Suzanne, Cárol? –suspiró.

Luca tosió.

-Sí, claro. Hazte el angelito. ¿No has encontrado nadie mejor en quién posar tus ciegos ojos? O alguien que se digne a mirarte a ti también.

Luca se ofendió, y cambió su cara por una máscara de disgusto que les dejó muy en claro a su compañía su desacuerdo con sus opiniones no solicitadas.

Le comenzaba a fastidiar que nadie viese bien su gusto por la rubia. De todos modos, él no se molestaba en solicitar opiniones a nadie, era un hombre y en ese tipo de cuestiones no iba a permitir que nadie metiese sus manos. Dmitri y Cecilia captaron el mensaje en su mirada, y la chica se concentró en alimentar al bruto de su izquierda. Cuando por el rabillo del ojo captó a Mendel caminando cerca de las mesas, atragantó a Dmitri obligándole a engullir el caldo caliente de un sentón para despedirse y correr de nuevo a la cocina. Por suerte no fue descubierta, y pudo volver a su puesto, donde le notificó a la señora Rozia que su hijo ya había comido y partía hacia su casa.

Cecilia se sintió mal por Dmitri, iba a estar solo en su pobre casa, sufriendo el dolor de esa terrible quemadura. Iba a estar solo, sentado en un viejo sofá, oyendo las goteras de la casa o los chillidos de los murciélagos que moraban el piso superior. Cecilia vivía en la casa de Bertha, que por un precio razonable (y aun así alto) hospedaba a mujeres que, como ella, no tenían familia. Dmitri y Luca estaban convencidos de que venía de Korta y que sus padres habían muerto de fiebre en el viaje. Cecilia temía que se enterasen de la verdad y la repudiasen, por eso guardaba su pasado en el fondo de su mente, donde nadie lo alcanzase. Por eso vivía con Bertha, la casera, y con otras seis mujeres amables en su mayoría, que charlaban con ella, que le ayudaban a peinarse y le daban consejos en cosas de chicas. A diferencia, Dmitri no tenía a nadie más que a su vieja madre, mujer que en ese momento se hallaba lavando platos a un lado de Cecilia; por ende, Dmitri estaba más solo que la una.

El tiempo de trabajo pasó, y Luca soltó un suspiro de alivio en cuanto sonó la bendita sirena que anunciaba que el turno de ese día había finalizado. Tras recoger sus cosas y los planos, se encaminó a la salida.

La tarde-noche en Dámesis era fría debido al cambio de estación: estaban entrando a invierno. En el cielo lucían pocas nubes, el sol se había ido ya, pero aún había algo de claridad en el cielo que le daba a las nubes tonos pastel. El viento comenzaba a soplar, colándose por los edificios y casas abandonadas, creando un ulular fantasmal al que la gente de Dámesis estaba acostumbrada sin acostumbrase realmente. Los pies de Luca fueron bajando la velocidad hasta finalmente detenerse. Repentinamente la cabeza de Luca se llenó de imágenes de su padre, de los soldados que lo mataron, del felino al que tanto llenó de mimos sin saber que sería el boleto de ida a su desgracia, de todo el miedo y el odio que surgió en su infancia. De cómo su inocencia se pudrió con un balazo.

El aire silbó en los oídos del joven hombre, que levantó la cabeza y soltó un suspiro que se volvió vaho blanco.

-No puede ser... todo menos eso...

Un atisbo de luz le iluminó, sin embargo, el orgullo de Luca lo obligó a apagarse lentamente. Sólo si era extremadamente necesario dejaría aflorar aquella idea. La decisión se hallaba en manos de la joven mutante.

Margaret gritó por una fracción de segundo cuando el can se precipitó a sus pies. Pero otra fracción de segundo después soltó una suave carcajada que no supo controlar.

-Oh cielos... ¡Eres encantador, perrito! –murmuró ahogada en risa.

El lobo estaba haciendo lo mismo que hacía con la mutante cuando buscaban alimento: reverencia. Como la mujer no paraba de hacer ruidos extraños, el animal, confuso, volvió a doblar una pata. De nuevo la mujer no reaccionó como esperaba, por lo cual, confundido, el rata-can bajó las orejas y ladeó la cabeza. ¿Entonces cómo se conseguía alimento en ese lugar? No entendía, eran humanos raros y complicados. El animal abrió la boca y bostezó agudamente antes de recostarse en el suelo. Margaret se acercó a él con lentitud, y éste levantó una oreja.

-¿Sabes?, ni toda una vida me habría preparado para esto. ¿Qué se supone que deba de hacer? –dijo Margaret.

El lobo la miró por el rabillo del ojo. La mujer se agachó y con las manos acomodó su falda para sentarse en el suelo. Pegó las rodillas al pecho y miró al can, que había girado un poco su cabeza hacia ella. La mano derecha de Margaret descendió hacia el suelo con cautela.

-Me pregunto qué haría Greg si hubiese... sobrevivido a ese momento –el solo mencionarlo le oprimió el pecho dolorosamente – ¿Habría aceptado que los acogiera? Tal vez...

-Lo habría hecho.

El lobo se levantó de un salto al oír la voz contundente y grave. Luca se recargó en el umbral de la puerta con su camisa en manos.

-Luca –soltó su madre, sorprendida.

-Llegué, buenas noches –murmuró entrando a la cocina.

El lobo levantó la nariz y olfateó profundamente el ambiente. Levantó ligeramente los labios y salió con un movimiento elegante y tambaleante al mismo tiempo. Margaret se puso de pie y se sacudió la falda mientras Luca llenaba un vaso con agua.

-Nunca –dijo el joven hombre, haciendo que Margaret le mirara –Nunca dudes de padre. Él lo hubiera hecho.

Las palabras del hombre acabaron siendo arrastradas entre sus labios, mientras su mirada nerviosa viajaba del chorro de agua a sus manos, al grifo y a una taza sucia, sin ver realmente ninguna de esas cosas. Se detuvo torpemente, sin entender el por qué había dicho eso. Se aclaró la garganta antes de girarse, depositar una olla sobre la parrilla de la estufa y buscar las cerillas con manos temblorosas.

Margaret le siguió con la mirada, y cuando Luca pasó junto a ella le tendió la cajita con fósforos. Luca encendió la estufa, y se sentó en la mesa.

-¿Y qué tal el día, Luca?

-Bien. Bueno, tuvimos un accidente...

-¿Qué sucedió? –dijo Margaret, poniéndose alerta.

Luca meditó unos momentos el cómo decirlo sin alterarla, sin embargo no había modo. Se relamió los labios.

-Dmitri se quemó.

-¡¿Qué?! ¡Cómo! ¿Está muy mal? ¿Está en casa?

Margaret, entre sus palabras, había llegado hasta Luca y le aferraba la camiseta mientras le dirigía una mirada llena de preocupación. Rozia (la madre de Dmitri) era su amiga tanto como Dmitri de Luca, y ella conocía a este desde que era un adolescente desgarbado y alegre. Era casi como otro hijo, por lo cual la preocupación le retumbó en el pecho con ardor. Luca le tomó las manos y las bajó con cuidado.

-Sí, está en casa. Tranquila, en cuanto ocurrió fue con Bertha. Le vendaron la mano y luego se fue.

Margaret apretó las manos de Luca con ansia.

-¿Y comió? Antes de irse, ¿Comió? ¿Debo llevarles algo de comer?

Luca sonrió lentamente por descuido, y tuvo que obligarse a apretar los labios con firmeza en una línea más o menos recta.

-Comió. Cecilia se encargó de alimentarlo bien.

-Qué bueno. Lo debí de haber imaginado, esa muchacha es un ángel.

-Sí, sobre todo –murmuró Luca con sorna.

Madre e hijo se separaron cuando el contenido de la olla comenzó a hervir. Luca se apresuró a mover las judías para evitar que se pegaran y se quemaran mientras Margaret ponía el samóvar y buscaba en los estantes algo con qué hacer té. Ya casi se habían agotado los víveres. El café se había terminado, la última ración de leche había sido destinada al rata-can, y para té solo quedaban dos cucharadas de polvo y algunos hatillos viejos de manzanilla. Margaret sacó el té en polvo y lo vertió en el samóvar. Los hatillos de manzanilla los sumergió en agua y los colocó en el marco de la ventana, esperando que al día siguiente hubiese algo de sol que los secase.

Toda la casa se hallaba en penumbras. Ya los Cárol habían cenado y desconectado el rústico refrigerador, la licuadora y la radio que nunca usaban. Habían apagado las bombillas y encendido las velas. Luca encendió la chimenea antes de recostarse en la alfombra, y Margaret le echó pestillo a la puerta y ventanas. Pero algo se les había pasado por alto. Algo realmente insignificante y sin importancia.

Un par de ojos azules estaban fijos en la puerta de madera. Una mano estilizada acariciaba lentamente el pelaje gris del lobo, de textura suave y pajiza al mismo tiempo. Su estómago parecía latir lentamente, pero era ignorado. La joven pelinegra llevaba horas en la misma estática posición con el fiel animal a su lado. Aún seguía esperando que la mujer cruzase esa puerta con una taza de té en la mano.

El lobo lograba comprender hasta cierto punto la extraña desesperación de su továrishch. Una desesperación tranquila, quieta e inmóvil que se acentuaba con el tic tac del reloj de pared de Luca. Podía comprender la rigidez de la pelinegra, su rictus facial petrificado y su energía calmada. Pero a pesar de todo, no entendía el por qué, el qué estaba esperando.

Bueno, al final él era un animal y no le gustaba darse mucho a entender con humanos. Y por ese sencillo motivo le perdonaremos al can la falta que decidió cometer al incorporarse y girarse hacia la ventana para bostezar, rompiendo el silencio.

La pelinegra apartó la mirada de la puerta y movió su cuerpo. La sangre le hizo cosquillas al retomar su camino, fluyendo con velocidad por las venas y capilares. Alzó una mano y le frotó la punta de la nariz al lobo mientras la luz de la luna entraba por la ventana y le iluminaba la nuca. Ella exhaló lentamente y se puso de pie despacio, sintiendo a sus articulaciones crujir. Su mano izquierda se colocó en su hombro derecho y tiró lentamente de la camisa. La prenda se deslizó por sus hombros desnudos y cayó al suelo.

El frío le aguijoneó la piel, pero ella no lo sintió. Y necesitaba sentir algo, lo que fuese.

Pasó sus manos pos los músculos de los hombros y brazos, y por el abdomen fuerte. Luego sus dedos treparon por el hombro antes herido, pero no hallaron ninguna prueba física de lo que en algún momento fue un tajo profundo e infectado.

El animal mutante tenía sus ojos amarillos fijos en ella, por lo cual notó sus manos moverse. Hizo un pequeño bufido, lo suficientemente bajo para no ser oído por otros pero lo suficientemente alto para llamar la atención de su compañera. Él también quería caricias.

-Shh –susurró la pelinegra por el simple placer de usar la voz.

Con los dedos aflojó un poco la presión de la venda que ceñía su pecho, y luego se recostó en la cama, de frente al lobo. Puso una mano en la cabeza de este, y la movió hacia su mejilla. El animal cerró los ojos, sintiéndose tranquilo junto a esa creatura que parecía humana, pero que no olía como una.

Y durmieron. Con el estómago vacío tras horas de estática espera, y con la mente bloqueada gracias a un pasado de dolor.



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