La sombra de la rosa ©

By ValeriaDuval

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Ataleo Pagano tiene 21 años y una vida complicada: no solo es luchar por terminar su licenciatura, ni ese tra... More

De lágrimas y arte #01
PREFACIO
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
SINOPSIS #audiolibro

Capítulo 8

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By ValeriaDuval

Ataleo Pagano sintió que algo, dentro de su pecho bajó a algún sitio en sus rodillas. ¿Era que se había asustado... o simplemente se sentía el peor imbécil del universo?

Había dejado las vitaminas y complementos dentro de su mochila, la cual Marzia solía ayudarle a arreglar por las mañanas, mientras él se duchaba, cuando se le hacía tarde para ir a la Universidad.

Y se quedó ahí, quieto, en el marco de la puerta, sin poder moverse siquiera, mirando a su novia leyendo las etiquetas de las píldoras.

—¿Qué es esto? —finalmente preguntó ella, mirándolo, frunciendo el ceño ligeramente.

Leo tartamudeó. No sabía qué responder. Nunca le había...

—Me he sentido un poco cansado —finalmente, y por primera vez en su historia, le mintió.

Marzia, aun sujetando el frasco de ácido fólico, desvió la mirada y volvió a guardarlo en la mochila. Leo jamás sabría lo miserable que se había sentido ella: había creído que él estaba pasando por demasiado. Era él quien seguía en la escuela, era él quien luego corría al trabajo y no paraba hasta casi la media noche y, luego de unas pocas horas, volvía a empezar... Y ella ahí, sin poder conseguir empleo.

Leo jamás sabría lo que había pasado por la mente de Marzia, así como la profunda tristeza en la que ella estaba sumergida todo el tiempo.

—Te preparé un licuado con avena —cambió ella de tema—. Te lo puse en un termo para que te lo puedas beber en el camino.

El muchacho asintió y no se percató de que ni siquiera dio las gracias. Estaba aliviado de que Marzia lo hubiese creído, de que no hiciese hecho más preguntas... Sin embargo, cuando estaba ya en el autobús y se bebió una pastilla de ácido fólico con un trago del licuado —intentado que él se alimentara con algo más que chatarra en la escuela—, sintió que la traicionaba...

«Solo es una donación» se recordó, intentado creérselo.

Los abogados le habían explicado a Leo que, en Derecho, cuando los días se señalan con número, son días hábiles, mientras que cuando se habla de «semanas» o «meses», son naturales, así que el muchacho marcó la fecha en su memoria: sería el ocho de noviembre la... donación, sería el segundo martes del penúltimo del año, y también el día mundial del urbanismo... Leo recordaba ese dato porque había sido parte de las preguntas del primer examen que reprobó en la facultad y, aunque no era supersticioso, se preguntó si acaso la coincidencia llevaba implícita algún mal augurio.

Frecuentemente luchaba contra sí mismo para ignorar esos pensamientos negativos y trataba de seguir al pie de la letra las indicaciones que le habían hecho, y eso incluyó abstenerse de intimidad por al menos 48 horas antes de la donación —no había sido difícil: luego de seis años de noviazgo (cuatro de ellos viviendo juntos) las relaciones sexuales no eran ya un impulso incontrolable entre ambos... Además, Marzia, durante todo el último año había estado tocándolo poco—... Mismas 48 horas en las que se preguntó, un millón de veces, si realmente sería capaz de hacer la donación. Incluso aquella misma mañana, mientras esperaba el autobús para ir a la clínica, seguía preguntándoselo.

Pero ahí estaba, sin embargo.

Vittoria Moro y Filippo Melis caminaban a su lado por un corredor alargado, que los llevaría a la habitación donde entregarían la... muestra. Sus estudios sanguíneos habían revelado lo que ya sabía: era un tipo bastante promedio, sin enfermedades.

Poco rato más tarde, se encontraba a solas en un habitáculo que, aunque habían tratado de hacer parecer amigable, no era otra cosa que un cuarto de laboratorio. Un hombre mayo con una bata ingresó entonces y saludó al muchacho, después, le explicó brevemente su labor ahí —recolección de muestras y traslado hasta su destino final—.

—Trata de depositar la descarga directamente en el frasco —le recomendó finalmente el hombre—. Si te cae en las manos o en algún otro sitio, por favor, no la recojas y pongas en el recipiente —le suplicó, torciendo un gesto como si fuese aquello algo que ocurriera a menudo.

Leo no respondió nada.

—Luego de la primera descarga, puedes pasar a la habitación contigua: hay un sofá cama, comida, libros y una televisión.

—¿Primera? —finalmente habló el muchacho.

—Sí —el médico se detuvo y lo miró—: deben ser dos por día.

Dos. Eso no se lo habían dicho.

El médico miró hacia la puerta; Ataleo comprendió que pensaba en los abogados... lo que quería decir que él sabía lo que estaba haciendo ahí: vendiendo a un hijo. Se limitó a bajar la cabeza, avergonzado.

—El método que están solicitando es... —intentó explicarle el hombre con bata—... un tanto más natural del que utilizamos generalmente.

Una vez más, Leo guardó silencio. El hombre continuó:

—Usualmente fecundamos el óvulo directamente y lo insertamos más tarde en el útero de la mujer, pero ella no quiere eso.

«Ella» notó Leo. Era una «ella».

—¿Qué método quiere? —preguntó, pero no interesado verdaderamente en eso...: quería preguntar cualquier cosa, cualquiera... para saber más sobre «ella».

—Uno más natural; a veces las personas creen que habrá problemas con el bebé por la Fertilización In Vitro y quieren darle la oportunidad al espermatozoide «más fuerte» —él ahí hizo un gesto algo divertido— de hacerlo por él mismo, ¿me entiendes? También, a veces, quieren evitar embarazos múltiples por la estimulación ovárica y...

Los pensamientos de Leo fueron al contrato: los abogados habían asegurado que solo habría un niño. ¿Sería posible que lo hubiesen engañado?

—Ella no tomó tratamiento alguno para ovular —continuó el hombre con bata—. Quiere un proceso natural.

«Natural» pensó Leo con sarcasmo.

—Y, ¿para qué una segunda eyaculación? —algo no estaba gustándole a Leo...

—Cuando ella esté por ovular se insertará el contenido de una descarga; al día siguiente, se administrará la segunda.

Leo apretó los labios. Por algún motivo, durante esos dos meses, él había tenido en la mente un óvulo siendo penetrado por una diminuta aguja que llevaría un simple esperma a su interior..., no todos sus fluidos en la vagina de una desconocida.

—Puede sonar extraño, pero es un método utilizado más frecuente de lo que creerías —intentó consolarlo el médico. No funcionó.

—El semen... ¿puede congelarse? —se escuchó preguntar el muchacho; de repente, estaba pensando en que pudieran congelar las... descargas no utilizadas y él terminara con trescientos hijos que jamás conocería.

—Pues —el hombre parecía inseguro ya—... Es lo que vamos a hacer, de hecho: esta técnica requiere de que el semen pase al menos seis meses congelado, por aquello del periodo de ventana de algunas enfermedades de transmisión sexual no detectadas durante los estudios.

—Y, ¿cuánto tiempo puede durar congelado?

—No hay un límite —respondió el médico.

—O sea que, si con la primera descarga quedara embarazada...

—Parte de mi trabajo es deshacerme del resto del semen. Se habló de un embarazo. Uno. Yo no puedo buscar uno segundo con esta donación y, por una, me refiero a la totalidad de tus descargas para el presente fin.

Leo se tardó un momento en comprenderlo y, finalmente asentir.

—¿Alguna otra duda? —preguntó el hombre, con amabilidad.

El muchacho sacudió la cabeza. El médico entonces lo llevó hasta una sala donde lo esperaba un hombre más joven vestido como un cirujano.

—Yo los dejo —se despidió.

Leo lo miró, abriendo sus ojos color aceituna tanto como podía. ¿Los dejo? ¿Y ese hombre quién era?

—Hola, Ataleo —lo saludó la persona, tomando un expediente de la mesilla—. ¿Cómo te gusta que te digan, por tu nombre completo o tienes algún apodo?

—¿Qué está pasando? —soltó, cuando el otro lo dejó ahí encerrado.

—Voy a hacerte una exploración para descartar verruguitas y...

—No estoy enfermo de nada —lo interrumpió Leo, tenso—. ¿Acaso no hicieron estudios para eso?

—Sí, por supuesto, pero tienes nada que detectáramos durante los estudios de laboratorio. La exploración física es necesaria y obligatoria, tanto para asegurarnos de que no tengas síntomas o cicatrices de ETS, como para dar fe de que realmente es tu semen el que estamos usando.

Leo no pudo sentirse más confundido ya.

—¿Cómo?

—Hace unos años tuvimos un caso —comenzó a explicarle el hombre vestido como cirujano—: al parecer, a un joven donante le pareció divertido traer ya la muestra de su casa (y no era su donación). La pasó a la clínica y mantuvo a temperatura corporal dentro de un condón que escondió en su cavidad anal. —Detrás del cubre bocas se rio—. Los padres eran una pareja asiática y querían que el niño se les pareciera (por eso buscaron a un hombre asiático con rasgos parecidos al esposo), ¡imagina su sorpresa cuando la madre dio a luz a un bebito con rasgos afroamericanos! El niño era una belleza, ¡pero casi nos cuesta la clínica! Menos mal que logramos demostrar la mala fe del asiático y, desde entonces, además del peritaje genético que practicamos al antígeno prostático P30, también somos un poco más cuidadosos.

Leo apenas entendió lo que dijo el otro, ¿peritaje genético? ¡¿Le hacían una prueba de ADN al semen?! Tenía sentido si alguien estaba pagando por... eso.

—Detrás de la cortina puedes desnudarte —le hizo saber—. Ahí mismo hay batas... Déjate la abertura hacia atrás, por favor, también voy a realizarte una inspección de cavidades.

Le dejaron lubricante y revistas —nuevas: la envoltura plástica eso insinuaba, al menos—, y el control de la televisión —de programación completamente erótica— tenía una bolsa plástica luciendo una orgullosa certificación de esterilización.

Bien. Al menos no estaban dándole porquerías contaminadas con los fluidos de otro. Leo soltó el aire por su nariz ante la ironía... Claro, como si ellos fueran a dejar que algún otro espermatozoide nadara en sus codiciadas muestras.

Le habían revisado todo. Desde los ganglios en su cuello hasta el interior del maldito prepucio y... luego de ese exhaustivo examen de próstata que le habían hecho, estaba completamente seguro de que ellos iban a tener que sacarle su —putísima— muestra directamente de los testículos con una jeringa porque —¡Oh, sí!— no iba a volver a parársele nuevamente, jamás, en su puta vida.

Leo estaba a punto de mandar todo al carajo y salir de la clínica, pero el recuerdo del por qué lo había hecho —tenía que arreglar sus vidas... la de Marzia— lo obligó a quedarse. Lo mejor, meditó, era terminar con eso cuanto antes.

Ni siquiera se sentía molesto o indignado... Estaba algo perturbado por todo lo que le habían hecho, sí, pero debajo de todo eso, había algo... algo amargo en su interior y lentamente identificó el qué: estaba triste ante tanta ironía, pues pagaría la muerte —todos los gastos que habían devenido, junto a ella— de un hijo..., dándole vida a otro.

«No es un hijo —se recordó a sí mismo. Se lo había dicho una y otra vez..., se lo decía cada día al tomarse las vitaminas—. No es un hijo»... pero la verdad es que no terminaba de creerse su mantra personal.

Llamaron a la puerta de la habitación un rato más tarde de haberlo dejado solo. A Leo le llevó un momento responder.

—¿Necesitas más tiempo? —le preguntó alguien, al otro lado.

Con los dientes apretados, Leo se obligó a responder:

—Sí —¿no era obvio?

Se dio cuenta, entonces, de que habían pasado ya más de veinte minutos. Si en algo tenía razón Leo, es que no lograría una erección fácilmente. Nunca antes le había pasado —de hecho, a lo largo del día, no era extraño tener alguna incluso con un pensamiento— pero, claro... tampoco, nunca antes, había estado en aquella situación, sintiéndose tenso y temeroso... y sin poder sacarse de la cabeza a Marzia.

Ni siquiera pensar en ella había ayudado.

—Eh —siguió la persona detrás de la puerta—... Existen métodos... —comenzó a decir.

Métodos. Sus putos métodos.

—¿Me dejas un momento solo? —interrumpió el muchacho, harto.

Sentía que quería vomitar; se dirigió al sanitario y lo intentó, pero tenía el estómago vacío, por lo que bebió agua y se recostó sobre la camilla acojinada de sábanas blancas —esterilizadas—. Llevaba aún solo la bata blanca. Cerró los ojos y suspiró, intentado tranquilizarse.

Volvió a intentarlo. Comenzó a tocarse, despacio... pero la verdad es que solo sintió su pene suave y el peso de ambos testículos contra su mano.

Se sentía casi como... una prostituta. Una mujer orillada a alquilar su cuerpo, la cual tolera que el hombre —que se aprovecha de ella—, recorra su piel a besos, que sus manos la toquen en lugares clave, pero sin conseguir nada porque ella está ahí, forzada, apretando los dientes mientras un completo extraño invade parte de su cuerpo. Justo así se sentía: como una prostituta vendiéndose... Y peor, porque él ni siquiera se vendía a sí mismo, sino a un hijo.

«No es un hijo —volvió a recordarse—. No es un hijo...»

Hijo era el que iba a tener con Marzia. El que él le puso en el vientre a Marzia. El que ambos esperaban...

Comenzó a evocar a Marzia. Sus cabellos castaños, sus labios... Recostada sobre la cama, abierta de piernas, flexionándolas, masturbándose para deleite de él.

Marzia jugando con su clítoris húmedo —de su saliva, de la saliva de él—, utilizando solo la yema de su dedo medio para no obstruirle la visión a él.

Marzia alcanzando el orgasmo con sus ojos cerrados, echando la cabeza hacia atrás. Sus pezones erizados, sus piernas bien alzadas, su vagina lubricada, su ano teniendo contracciones originadas por el placer que se había dado a sí misma para excitarlo a él.

De repente, con total claridad, Leo logró evocar la sensación del clítoris femenino, húmedo y endurecido, entre sus dedos, y las arrugas de un pezón erizado dentro de su boca... y, cuando se dio cuenta, estaba estimulándose a velocidad media. Sentía incluso cálida la erección... Tan cálida como cuando Marzia le hacía sexo oral.

Pero esa no era Marzia.

Aquel pensamiento casi lo hizo detenerse, pero apretó los dientes y se visualizó a sí mismo sentado sobre su cama, recargado contra el cabecero, masturbándose para Marzia. Intentó recordar cuando él hizo lo mismo para deleitarla a ella y, cuando abrió los ojos, a mitad de la estimulación, la encontró observando con atención el movimiento de su mano sobre el falo erecto; ella tenía los ojos entrecerrados y su boca ligeramente abierta. Parecía que realmente había disfrutado del espectáculo y, cuando él se sintió al borde del orgasmo, le pidió que se recostara con las piernas abiertas y ella obedeció, con su mirada fija aún en la entrepierna masculina; entonces él, arrodillado, había eyaculado en los genitales femeninos.

El recuerdo de aquello, mientras se masturbaba del mismo modo en que lo había hecho para su novia, lo hizo jadear de excitación, y apretó los labios al sentirse al borde del orgasmo. Se incorporó entonces, buscando el frasco...

LLEGAMOS AL FINAL DE LA PRIMERA PARTE ❤️🥀

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