Marqués de Sade - Las 120 jor...

By Homarrrrr

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By Homarrrrr

Vigesimooctava jornadaEditar

Era el día de una boda y el turno de Cupidón y Rosette para ser unidos por los lazos del himeneo y, por una singularidad otra vez fatal, ambos se hallaban en el caso de ser castigados por la noche. Como aquella mañana no se halló a nadie en falta, toda aquella parte del día fue empleada para la ceremonia de las nupcias y, en cuanto ésta terminó, la pareja fue reunida en el salón para ver lo que harían los dos juntos. Como los misterios de Venus se celebraban a menudo ante los ojos de aquellos niños, aunque ninguno hubiese servido todavía en tales misterios, poseían la suficiente teoría para poder ejecutar con esos objetos más o menos lo que había que hacer. Cupidón, que tenía una fuerte erección, colocó su pito entre los muslos de Rosette, la cual se dejaba hacer con todo el candor de la más completa inocencia; el muchacho se esmeraba tanto que iba posiblemente a salir triunfante, cuando el obispo, cogiéndolo entre sus brazos, se hizo meter a sí mismo lo que el niño hubiera preferido, creo, meter a su mujercita; mientras perforaba el amplio culo del obispo, miraba a aquélla con unos ojos que demostraban su pesadumbre, pero ella a su vez pronto estuvo ocupada, pues el duque la jodió entre los muslos. Curva] se acercó a manosear lúbricamente el trasero del pequeño jodedor del obispo y, como encontró aquel lindo culito en el estado deseable, lo lamió y sacudió. Durcet, por su parte, hacía lo mismo a la niña que el duque tenía agarrada por delante.
Sin embargo, nadie descargó, y se dirigieron a la mesa; los dos jóvenes esposos, que habían sido admitidos en ella, fueron a servir el café, con Agustina y Zelamiro. Y la voluptuosa Agustina, confusa por no haberse llevado la víspera el premio de la belleza, como enfurruñada había dejado que reinase en su tocado un desorden que la hacía mil veces más interesante. Curval se conmovió y, examinándole las nalgas, le dijo:
—No concibo cómo esta bribonzuela no ganó ayer la palma, pues el diablo me lleve si existe en el mundo un culo más hermoso que éste.
Al mismo tiempo lo entreabrió y preguntó a Agustina si estaba dispuesta a satisfacerlo. "¡Oh, sí! —dijo ella—. ¡Y completamente, pues ya no aguanto más la necesidad!" Curval la acuesta sobre un sofá, y arrodillándose ante el hermoso trasero en un instante ha devorado la cagada.
¡En nombre de Dios! —dijo, volviéndose hacia sus amigos y mostrándoles su verga pegada al vientre—. Me hallo en un estado en que emprendería furiosamente cualquier cosa.
—¿Qué cosa? —le preguntó el duque, que se complacía en hacerle decir horrores cuando se encontraba en aquel estado.
—¿Qué cosa? —repitió Curval—. Cualquier infamia que se quiera proponerme, aunque tuviese que descuartizar la naturaleza y dislocar el universo.
—¡Ven, ven! —dijo Durcet, que le veía lanzar miradas furiosas a Agustina—. Vamos a escuchar a la Duelos, es la hora; pues estoy persuadido de que si ahora te soltaran las riendas, hay una pobre putilla que pasaría un cuarto de hora muy malo.
—¡Oh, sí! —dijo Curval, encendido—. Muy malo, de esto puedo responderte firmemente.
—Curval —dijo el duque, que la tenía tan furiosamente empalmada como él al acabar de hacer cagar a Rosette—, que nos entreguen ahora el serrallo y dentro de dos horas habremos dado buena cuenta de él.
El obispo y Durcet, más calmados de momento, les cogieron a cada uno del brazo y fue de aquella manera, es decir, con los pantalones bajados y el pito al aire, como esos libertinos se presentaron ante el grupo reunido en el salón de historia, dispuestos a escuchar los nuevos relatos de la Duelos, la cual empezó, a pesar de prever por el estado de aquellos dos señores que pronto sería interrumpida, en estos términos:
Un caballero de la corte, hombre de unos treinta y cinco años, acababa de hacerme pedir —dijo Duelos— una de las muchachas más bonitas que pudiese encontrar. No me había advertido de su manía y, para satisfacerle, le entregué a una joven costurera que no había ejercido nunca y que era sin discusión una de las más bellas criaturas imaginables. Los pongo en contacto y, curiosa por observar lo que sucedería, voy inmediatamente a pegarme a mi agujero.
—¿Dónde diablos —empezó él a decir— ha ido a buscar la señora Duelos una asquerosa zorra como tú?... ¡En el lodo, sin duda!... Estabas tratando de atrapar a algunos soldados de la guardia cuando han ido a buscarte.
Y la joven, avergonzada, pues no había sido advertida de nada, no sabía qué actitud adoptar.
—¡Vamos! ¡Desnúdate ya! —continuó el cortesano—. ¡Qué torpe eres!... No he visto en mi vida una puta más fea y más idiota... ¡Bueno, vamos! ¿Acabaremos hoy?... ¡Ah! He aquí ese cuerpo que tanto me alabaron. Qué tetas..., parecen ubres de una vaca vieja.
Y las manoseaba brutalmente.
—¡Y este vientre! ¡Qué arrugado está!... ¿Es que has hecho veinte hijos?
—Ni uno, señor, se lo aseguro.
—¡Oh! Sí, ni uno solo, así es como hablan todas esas zorras; si uno las escucha, son todavía vírgenes... Vamos, date la vuelta, muestra ese culo infame... ¡Qué nalgas fláccidas y repugnantes! ¡Sin duda ha sido a puntapiés como te han puesto así el trasero!
Y observad si os place, señores, que era el más hermoso trasero que fuese posible ver. Sin embargo, la joven empezaba a turbarse; yo casi distinguía las palpitaciones de su corazoncito y veía que una nube velaba sus bellos ojos. Y cuánto más turbada Parecía ella, más la mortificaba el maldito bribón. Me sería imposible deciros todas las tonterías que le dirigió; nadie se atrevería a decir cosas más ofensivas a la más vil y más infame de las criaturas. Por fin el corazón le dio un salto y brotaron las lágrimas; era para aquel momento para cuando el libertino, que se la meneaba con todas sus fuerzas, había reservado el ramillete de sus letanías. Es imposible repetiros todos los horrores que le dirigió referidos a su cutis, a su talle, a sus rasgos, al olor infecto que según él exhalaba, a su porte, a su inteligencia; en una palabra, buscó todo, inventó todo cuanto pudiera desesperar su orgullo, y le vertió el semen encima mientras vomitaba tales atrocidades que un ganapán no se atrevería a pronunciar. De aquella escena resultó algo muy agradable, y es que sirvió de sermón a aquella joven; juró que jamás en su vida volvería a exponerse a semejante aventura y ocho días después supe que se había metido en un convento para el resto de su existencia. Se lo conté al hombre, quien se divirtió prodigiosamente con ello y me pidió enseguida que le proporcionase la manera de hacer alguna otra conversión.
Otro —prosiguió la Duclos— me ordenaba que le buscase muchachas extremadamente sensibles y que estuviesen esperando una noticia que, si tomaba un mal cariz, hubiese de causarles una gran aflicción. Me costaba mucho encontrarlas de ese género, porque es difícil inventarlo. Nuestro hombre era un conocedor, por el tiempo que llevaba practicando el mismo juego, y de una ojeada se daba cuenta de si el golpe que asestaba daba en el blanco. Yo no lo engañaba, y le daba siempre muchachas que se hallasen efectivamente en la disposición de espíritu que él deseaba. Un día, le proporcioné una que esperaba de Dijon noticias de un joven a quien idolatraba y que se llamaba Valcourt. Los puse en contacto.
—¿De dónde es usted, señorita? —le pregunta en tono correcto nuestro libertino.
—De Dijon, señor.
—¿De Dijon? ¡Ah, caramba! Acabo de recibir una carta de allá en la que me comunican una noticia que me tiene desolado.
—¿Y cuál es? —pregunta con interés la muchacha—. Como conozco a toda la ciudad, esta noticia acaso me interese.
—¡Oh, no! —replica nuestro hombre—, sólo me interesa a mí; es la noticia de la muerte de un joven por el que yo tenía el más vivo interés; acababa de casarse con una muchacha que mi hermano, que está en Dijon, le había procurado, una muchacha de la que estaba muy enamorado, y al día siguiente de la boda murió repentinamente.
—¿Su nombre, señor, por favor?
—Se llama Valcourt; era de París, de tal calle, tal casa... ¡Oh! Usted seguramente no lo conoce.
Y al instante la joven cae y se desmaya.
—¡Ah! ¡Joder! —dice entonces nuestro libertino, extasiado, desabrochándose el pantalón y masturbándose sobre ella—. ¡Ah! ¡Dios, así la quería! Vamos, nalgas, nalgas, sólo necesito nalgas para descargar.
Le da vuelta, le levanta las faldas, inmóvil como está ella, le lanza siete u ocho chorros de semen sobre el trasero y escapa, sin inquietarse por las consecuencias de lo que dijo ni de lo que le pasará a la desdichada.
—¿Y reventó, ella? —preguntó Curval, a quien estaban jodiendo.
—No —contestó la Duclos—, pero sufrió una enfermedad que le duró más de seis semanas.
—¡Oh! ¡Qué bueno es eso! —dijo el duque—. Pero yo —prosiguió aquel malvado— quisiera que su hombre hubiese escogido el momento en que ella tuviese la regla para darle aquella noticia.
—Sí —dijo Curval—. Dilo mejor, señor duque: estás en erección, lo veo desde aquí, y quisiera, simplemente, que la muchacha hubiese muerto al instante.
—Y bien, así sea —dijo el duque—. Ya que lo quieres así, consiento, no soy muy escrupuloso en cuanto a la muerte de una muchacha.
—Durcet —dijo el obispo—, si no mandas a estos dos pillos a que descarguen, esta noche habrá alboroto.
¡Ah, pardiez! —dijo Curval al obispo—. Temes mucho por tu rebaño. ¿Dos o tres más o menos, qué importaría? Vamos, señor duque, vamos a la sala, vamos juntos y con compañía, pues ya veo que esos señores no quieren que esta noche se les escandalice.
Dicho y hecho; y nuestros dos libertinos se hacen seguir por Zelmira, Agustina, Sofía, Colomba, Cupidón, Narciso, Zelamiro y Adonis, escoltados por Brise-Cul, Bande-au-Ciel, Thérése, la Fanchón, Constanza y Julia. Pasado un instante se oyeron dos o tres gritos de mujeres y los aullidos de nuestros dos malvados que soltaban su semen a la vez. Agustina volvió con su pañuelo sobre la nariz, que sangraba, y Adelaida con un pañuelo sobre su seno. En cuanto a Julia, siempre bastante libertina y bastante hábil para salir de todo sin peligro, reía como una loca, y decía que sin ella no abrían descargado nunca. El grupo regresó. Zelamiro y Adonis tenían aún las nalgas llenas de semen y, como aseguraron a sus amigos que se habían portado con toda la decencia y el pudor posibles a fin de que no se les pudiera hacer ningún reproche, y ahora, perfectamente calmados, estaban en disposición de escuchar, se ordenó a la Duclos que continuara y ella lo hizo en esta forma:
—Siento —dijo la hermosa mujer— que el señor de Curval se haya apresurado tanto a satisfacer sus necesidades, pues tenía para contarle dos historias de mujeres preñadas que acaso le habrían producido algún placer. Conozco su gusto por ese tipo de mujeres y estoy segura de que si todavía tuviese alguna veleidad, estos dos cuentos lo divertirían.
—Cuenta, cuenta de todas maneras —dijo Curval—. ¿No sabes muy bien que el semen nunca ha influido sobre mis sentimientos y que el instante en que estoy más enamorado del mal es siempre aquel en que acabo de hacerlo?
—Pues bien —dijo la Duclos—, conocía a un hombre que tenía la manía de ver parir a una mujer; se masturbaba mientras la contemplaba en sus dolores y eyaculaba sobre la cabeza del niño en cuanto podía divisarla.
Un segundo colocaba a una mujer encinta de siete meses sobre un pedestal aislado de más de quince pies de altura. La mujer, estaba obligada a mantenerse erguida y sin perder la cabeza, pues si desgraciadamente hubiese sentido vértigos ella y su fruto se habrían aplastado irremisiblemente. El libertino de quien os hablo, muy poco conmovido por la situación de aquella infeliz a la que pagaba para esto, la retenía allí hasta haber descargado, y se masturbaba ante ella exclamando: "¡Ah! ¡La bella estatua, el bello ornamento, la bella emperatriz!"
—Tú habrías sacudido la columna, ¿no es cierto, Curval? —dijo el duque.
—¡Oh! Nada de eso, te equivocas; conozco demasiado el respeto que se debe a la naturaleza y a sus obras. La más interesante de todas ¿no es la propagación de nuestra especie?, ¿no es una especie de milagro que debemos adorar incesantemente, y que debe inspirarnos por las que lo hacen el interés más tierno? ¡Por lo que a mí respecta, no veo nunca a una mujer encinta sin enternecerme! Imaginaos lo que es una mujer que, como un horno, hace germinar una pizca de moco en el fondo de su vagina. ¿Hay nada tan bello, tan tierno como eso? Constanza, ven, por favor, ven para que yo bese en ti el altar donde se opera ahora un misterio tan profundo.
Y, como ella se encontraba positivamente en su nicho, no tuvo que ir muy lejos en busca del templo cuyo culto quería servir. Pero hay motivo para creer que no se practicó de ninguna manera como lo entendía Constanza, la cual, por otra parte, sólo a medias se fiaba de él, pues inmediatamente se la oyó lanzar un grito que no parecía en absoluto consecuencia de un culto o un homenaje. Y la Duclos, viendo que se producía una pausa, terminó sus relatos con el cuento siguiente:
Conocí a un hombre —dijo la bella mujer— cuya pasión consistía en oír a los niños lanzar fuertes gritos; necesitaba a una madre, que tuviera un hijo de tres o cuatro años cuanto más. Exigía que la madre pegara rudamente al niño ante él y cuando la criaturita, irritada por aquel trato, empezaba a proferir grandes chillidos, la madre tenía que apoderarse de la verga del disoluto y sacudirla con fuerza frente al niño, en cuyas narices él descargaba el semen en cuanto lo veía llorar desesperadamente.
—Apuesto a que ese hombre —dijo el obispo a Curval— no era más partidario de la propagación que tú.
—Lo creo —dijo Curval—. Además debía ser, según el principio de una dama muy inteligente, según se dice, debía ser, digo, un gran malvado; pues, según oí decir a aquella dama, todo hombre que no ama a los animales, ni a los niños, ni a las mujeres encintas, es un monstruo que debería ser condenado a la rueda. He aquí pronunciado mi proceso ante el tribunal de esa vieja comadre —dijo Curval—, pues yo, ciertamente, no amo ninguna de esas tres cosas.
Y como era ya tarde y la interrupción había ocupado gran parte de la velada, se pasó a la mesa. Durante la cena se debatieron las cuestiones siguientes: a saber, para qué servía la sensibilidad en el hombre y si era útil o no para su felicidad. Curval demostró que sólo resultaba peligrosa y que era el primer sentimiento que debíase debilitar en los niños, acostumbrándolos pronto a los espectáculos más feroces. Y después que cada uno discutió la cuestión de modo diferente; se volvió a la opinión de Curval. Después de cenar, el duque y él dijeron que había que mandar a la cama a las mujeres y los niños y celebrar las orgías sólo entre hombres; todo el mundo aceptó ese proyecto, se encerraron con los ocho jodedores y pasaron casi toda la noche haciéndose joder y bebiendo licores. Fueron a acostarse dos horas antes del alba y el día siguiente trajo los acontecimientos y las narraciones que el lector encontrará si se toma la molestia de leer lo que sigue.

Vigesimonovena jornadaEditar

Existe un proverbio —y los proverbios son una cosa muy buena—, hay un proverbio, digo, que pretende que el apetito entra comiendo. Este dicho, grosero como es, tiene no obstante un sentido muy extenso: quiere decir que a fuerza de cometer horrores se desean otros nuevos, y que cuanto más se cometen más se desean. Era el caso de nuestros insaciables libertinos. Con una dureza imperdonable, con un detestable refinamiento del desenfreno, habían condenado, como se ha dicho, a sus desgraciadas esposas a prestarles, al salir del retrete, los cuidados más viles y más sucios. No se contentaron con eso, sino que aquel mismo día se proclamó una nueva ley (que pareció ser obra del libertinaje sodomita de la víspera), una nueva ley, digo, que establecía que ellas servirían a partir del 1 de diciembre, de orinal a sus necesidades y que estas necesidades, en una palabra, grandes y pequeñas, no se harían nunca sino en sus bocas; que cada vez que los señores quisieran satisfacer sus necesidades, les seguirían cuatro sultanas para prestarles, hecha la necesidad, el servicio que antes les prestaban las esposas y del que ahora ya serían incapaces, puesto que iban a servir para algo más grave; que las sultanas oficiantes serían Colomba para Curval, Hébé para el duque, Rosette para el obispo y Mimí para Durcet; y que la menor falta en una u otra de aquellas operaciones, fuese en lo concerniente a las esposas o a la que correspondería a las cuatro muchachas, sería castigada con severísimo rigor.
Las pobres mujeres, apenas enteradas de esa nueva orden, lloraron y se desolaron, desgraciadamente sin enternecer. Se prescribió que cada mujer serviría solamente a su marido, y Alina al obispo, y que para esta operación no estaría permitido cambiarlas. Dos viejas, por turno, fueron encargadas de encontrarse presentes para el mismo servicio, y la hora se fijó invariablemente para la noche al salir de las orgías; se convino en que se procedería siempre en común, que mientras se operase, las cuatro sultanas, esperando cumplir con su servicio, presentarían sus nalgas, y que las viejas irían de un ano al otro para oprimirlo, abrirlo y excitarlo por fin a la obra. Promulgado este reglamento, se procedió aquella mañana a las correcciones que no se habían aplicado la víspera, debido al deseo que surgió de celebrar las orgías entre hombres.
La operación se realizó en el aposento de las sultanas, donde fueron expedidas las ocho y, tras ellas, Adelaida, Alina y Cupidón, que estaban también los tres en la lista fatal. La ceremonia, con los detalles y todo el protocolo de costumbre en tales casos, duró casi cuatro horas, al cabo de las cuales bajaron a comer con la cabeza calentada, sobre todo la de Curval quien prodigiosamente aficionado a aquellas operaciones, nunca procedía a ellas sin la más segura erección. En cuanto al duque, había descargado, lo mismo que Durcet. Este último, que empezaba adquirir en el libertinaje un humor muy molesto contra su querida esposa Adelaida, no la corrigió sin violentas sacudidas de placer que le costaron el semen.
Después de la comida se pasó al café; bien hubiérase querido ofrecer en él culos nuevos, dando como hombres a Céfiro y Gitón y muchos otros, si se hubiese deseado. Esto se podía hacer, pero en cuanto a sultanes era imposible. Fueron pues, siguiendo simplemente el orden de la lista, Colomba y Mimí las que sirvieron el café. Curval, examinando el trasero de Colomba cuyo color abigarrado, en parte obra suya, le producía deseos muy singulares, le metió la verga entre los muslos por atrás, sacudiendo mucho las nalgas; a veces, su miembro, retrocediendo, chocaba como sin querer contra el lindo agujero que bien hubiera querido él perforar. Lo miraba, lo observaba.
—¡Rediós! —dijo a sus amigos—. Doy inmediatamente doscientos luises a la sociedad si se me deja joder este culo.
Sin embargo, se contuvo y ni siquiera descargó. El obispo hizo que Céfiro descargase en su boca y perdió su semen mientras se tragaba el de aquel delicioso niño; en cuanto a Durcet, se hizo dar de puntapiés en el trasero por Gitón, lo hizo cagar, y permaneció virgen. Pasaron al salón de historia, donde aquella noche, según una ordenación que se repetía bastante a menudo, cada padre tenía a su hija en su sofá, y se escucharon con los pantalones abajo, los cinco relatos de nuestra querida narradora.
Parecía que, después del modo exacto con que yo había cumplido los legados piadosos de la Fournier, la dicha afluía a mi casa —dijo aquella bonita mujer—; nunca había tenido tan ricos conocidos.
El prior de los benedictinos, uno de mis mejores clientes, vino a decirme un día que, habiendo oído hablar de una fantasía bastante singular y hasta habiéndola visto ejecutar a uno de sus amigos que era aficionado a ella, quería probarla a su vez, y, en consecuencia, me pidió una mujer que fuese muy peluda. Le entregué una corpulenta criatura de veintiocho años que tenía mechones de una vara de largo en los sobacos y en la entrepierna. "Es lo que necesito" me dijo. Y como estaba muy ligado conmigo y con mucha frecuencia nos habíamos divertido juntos, no se ocultó a mis ojos. Hizo colocar a la mujer desnuda medio acostada sobre un sofá, con los dos brazos en alto, y él, armado de unas tijeras muy afiladas, se puso a trasquilar hasta el cuero los dos sobacos de aquella criatura. De los sobacos pasó a la entrepierna, que esquiló asimismo, con tanta decisión que en ninguno de los lugares sobre los que había operado parecía no haber habido jamás ni el más leve vestigio de pelo. Terminado su trabajo, besó las partes esquiladas y regó con su semen aquel monte pelado, extasiándose ante su obra.
Otro exigía una ceremonia sin duda mucho más rara: era el duque de Florville; recibí la orden de conducir a su casa a una de las mujeres más hermosas que pudiese encontrar. Nos recibió un ayuda de cámara y entramos en la mansión por una puerta lateral.
—Arreglemos a esta bella niña —me dijo el criado— como conviene para que el señor duque pueda divertirse con ella... Seguidme.
Por vueltas y corredores tan sombríos como inmensos, llegamos por fin a un aposento lúgubre, alumbrado nada más por seis cirios colocados en el suelo en torno a un colchón de satén negro; toda la estancia estaba tapizada de luto y, al entrar, nos asustamos.
—Tranquilizaos —nos dijo nuestro guía—, no sufriréis ningún daño, pero —dijo a la joven—, préstese usted a todo y, principalmente, ejecute bien lo que voy a ordenarle.
Hizo desnudar a la mujer, deshizo su peinado y dejó colgando sus cabellos, que eran soberbios. Luego la acostó sobre el colchón, en medio de los cirios, le recomendó que se hiciera la muerta y, sobre todo, que tuviera buen cuidado durante toda la escena de no moverla y respirar lo menos posible.
—Porque si mi amo, por desgracia, que se figurará que usted está realmente muerta, se diese cuenta de la ficción, saldría furioso y sin duda se quedaría usted sin cobrar.
En cuanto hubo colocado a la damisela sobre el colchón, en la actitud de un cadáver, le hizo dar a su boca y a sus ojos las impresiones del dolor, dejó flotar sus cabellos sobre el seno desnudo, colocó cerca de ella un puñal y embadurnó el lado del corazón con sangre de pollo, con la forma de una herida ancha como la mano.
Sobre todo no tenga usted ningún temor —repitió a la joven—, no ha de decir nada, hacer nada, no se trata más que de permanecer inmóvil y no respirar sino en los momentos en que lo vea usted menos cerca. Retirémonos ahora —me dijo el criado—. Venga, señora; a fin de que no esté intranquila por su damisela, voy a situarla en un lugar desde donde podrá oír y observar toda la escena.
Salimos, dejando a la muchacha muy emocionada al principio, pero no obstante un poco tranquilizada por las palabras del ayuda de cámara. Me conduce a un gabinete contiguo al aposento donde iba a celebrarse el misterio y, a través de un tabique mal ajustado sobre el cual estaba aplicado el tapizado negro, pude oírlo todo. Observar me era todavía más fácil, pues aquel tapizado era sólo de crespón, a través del cual distinguía todos los objetos como si hubiese estado en la habitación misma.
El ayuda de cámara tiró del cordón de una campanita; era la señal, y algunos minutos después vimos entrar a un hombre alto, seco y flaco, de unos sesenta años. Iba enteramente desnudo bajo una bata flotante de tafetán de la India. Se detuvo al entrar. Es conveniente deciros que nuestras observaciones eran una sorpresa, pues el duque, que se creía absolutamente solo, estaba muy lejos de pensar que alguien lo miraba.
—¡Ah! El bello cadáver... —exclamó enseguida—, la bella muerta... ¡Oh! ¡Dios mío! —añadió, al ver la sangre y el puñal—. Acaba de ser asesinada en este instante... ¡Ah! ¡Dios, cuán empalmado debe estar el que ha cometido este golpe!
Y, masturbándose:
—Cómo hubiera deseado vérselo cometer.
Y manoseando el vientre de la mujer:
—¿Estaría preñada?... No, desgraciadamente.
Y continuando el manoseo:
—¡Qué hermosas carnes! Todavía están calientes... El bello pecho...
Entonces se inclinó sobre ella y le besó la boca con un furor increíble.
—Todavía babea... —dijo—. ¡Cuánto me gusta esta saliva!
Por segunda vez le metió la lengua hasta el gaznate. Era imposible representar el papel mejor de lo que lo hacía aquella muchacha; no se movió más que un tronco y mientras el duque se acercó a ella no solo el aliento. Por fin él la agarró y, dándole la vuelta sobre el vientre, dijo:
—Tengo que ver este hermoso culo.
Y, en cuanto lo hubo visto:
—¡Ah! ¡Rediós, qué hermosas nalgas!
Y entonces las besó, las entreabrió, le vimos claramente meter su lengua en el lindo agujero.
—He aquí, palabra —exclamó entusiasmado—, uno de los cadáveres más soberbios que he visto en mi vida. ¡Ah! ¡Cuán feliz será el que le ha privado a esta muchacha de la vida, y qué placer ha de haber sentido!
Esta idea le hizo descargar; estaba acostado junto a ella, la apretaba, sus muslos pegados a las nalgas, y le echó el semen en el agujero del culo con increíbles muestras de placer y gritando como un demonio mientras perdía su esperma:
—¡Ah! ¡Joder, joder, cómo quisiera haberla matado!
Ese fue el fin de la operación; el libertino se levanté y desapareció; era hora de que fuésemos a levantar a nuestra moribunda. No podía más; la contención, el susto, todo había absorbido sus sentidos y estaba a punto de representar de veras el personaje que acababa de imitar tan bien. Nos marchamos con cuatro luises que nos entregó el criado, el cual, como os imaginaréis, nos robaba al menos la mitad.
—¡Vive Dios —exclamó Curval—, qué pasión! Ahí por lo menos hay sal, hay picante.
—La tengo erecta como la de un asno —dijo el duque—. Apuesto a que ese personaje no se contentó con esto.
—Puede usted estar seguro de ello, señor duque —dijo la Martaine—. Alguna vez hubo más realidad. Es de lo que la señora Desgrangés y yo tendremos ocasión de convenceros.
—¿Y qué diablos haces tú, entretanto? —dijo Curval al duque.
—Déjame, déjame —dijo el duque—. Estoy jodiendo a mi hija, y la creo muerta.
—¡Ah, malvado! —dijo Curval—. Tienes, pues, dos crímenes en la mollera.
—¡Ah! Joder —dijo el duque— bien querría que fuesen más reales...
Y su esperma impuro se escapó dentro de la vagina de Julia.
—Vamos, sigue, Duclos —dijo en cuanto hubo terminado—, sigue, querida amiga, y no dejes que el presidente descargue, pues veo que va a cometer incesto con su hija; el pilluelo se mete malas ideas en la cabeza, sus padres me lo confiaron y debo vigilar su conducta, no quiero que se pervierta.
—¡Ah! Ya no hay tiempo —dijo Curval—, ya no hay tiempo, descargo. ¡Ah, rediós! ¡La hermosa muerta!
Y el malvado, al penetrar en Adelaida, se figuraba como el duque, que jodía a su hija asesinada; increíble extravío del espíritu de un libertino que no puede oír nada, ver nada, sin querer imitarlo al instante.
—Duelos, continúa —dijo el obispo—, pues el ejemplo de estos bribones es seductor y, en el estado en que me hallo, quizás obraría peor que ellos.
Algún tiempo después de aquella aventura, fui sola a casa de otro libertino —dijo la Duelos—, cuya manía, quizás más humillante, no era, sin embargo, tan sombría. Me recibe en un salón cuyo piso estaba cubierto con una alfombra muy hermosa, me hace desnudarme y me ordena que me coloque a cuatro patas:
—Veamos —dice, refiriéndose a los dos grandes daneses que tenía a su lado—, veamos cuál de mis perros o tú será el más rápido... ¡Corre a buscar!
Y al mismo tiempo lanza al suelo unas grandes castañas asadas y, hablándome como a un animal:
—Tráemelo, tráemelo —me dice.
Corro gateando tras la castaña con el propósito de entrar en la idea de su fantasía y devolvérsela, pero los dos perros, lanzándose detrás de mí, pronto me adelantan; atrapan la castaña y se la llevan al amo.
—Eres francamente torpe —me dice entonces el amo—. ¿Tienes miedo de que mis perros te coman? No temas nada, no te harán ningún daño, pero interiormente se burlarán de ti si te ven menos hábil que ellos. Vamos, tu desquite... ¡Tráemela!
Nueva castaña lanzada y nueva victoria de los perros contra mí; en fin, el juego duró dos horas, durante las cuales sólo fui lo bastante hábil una sola vez para atrapar la castaña y llevarla con la boca al que la había arrojado. Pero triunfase o no, nunca aquellos animales adiestrados para ese juego me hacían ningún daño. Parecían, al contrario, burlarse y divertirse conmigo como si yo fuera de su especie.
—Bueno —dijo el patrón—, basta de trabajar; hay que comer.
Llamó, entró un criado de confianza.
—Trae la comida de mis animales —le dijo.
El criado trajo una artesa de madera de ébano que dejó en el suelo. Estaba llena de una especie de picadillo de carne muy delicado.
—Vamos —me dijo—, come con mis perros, y procura que no sean tan listos con la comida como lo han sido en la carrera. No se podía replicar ni una palabra, había que obedecer; todavía a gatas, metí la cabeza en la artesa y, como todo era muy limpio y bueno, me puse a comer con los perros, los cuales, muy cortésmente, me dejaron mi parte sin la más mínima disputa. Aquél era el instante de la crisis de nuestro libertino; la humillación, el rebajamiento a que sometía a una mujer, lo calentaba increíblemente. Entonces dijo, masturbándose:
—La golfa, la zorra, come con mis perros. Así es como habría que tratar a todas las mujeres y si lo hiciéramos no serían tan impertinentes; animales domésticos como estos perros, ¡qué razón tenemos para tratarlas mejor que a ellos! ¡Ah, zorra! ¡ Ah, puta! —exclamó entonces, avanzando y soltándome su semen sobre el trasero— ¡Ah, golfa, te he hecho comer con mis perros!
Eso fue todo. Nuestro hombre desapareció, yo me vestí rápidamente y encontré dos luises sobre mi manteleta, suma acostumbrada con la que sin duda el disoluto solía pagar sus placeres.
—Aquí, señores —continuó la Duclos—, me veo obligada a retroceder y contaros, para terminar la velada, dos aventuras que me ocurrieron en mi juventud. Como son algo fuertes, hubieran estado desplazadas en el curso de los suaves acontecimientos con los cuales me ordenasteis empezar; he debido, pues, guardarlos para el desenlace.
Sólo tenía a la sazón dieciséis años y estaba todavía en casa de la Guérin; me habían introducido en el gabinete inferior de la vivienda de un hombre de gran distinción, tras decirme simplemente que esperara, que estuviese tranquila, y obedeciera estrictamente al señor que vendría a divertirse conmigo. Pero se guardaron muy bien de informarme más; no hubiera tenido tanto miedo si hubiese estado prevenida, y nuestro libertino, ciertamente, no tanto placer. Hacía aproximadamente una hora que estaba en el gabinete, cuando por fin abrieron. Era el propio dueño.
—¿Qué haces aquí, bribona? —me dijo con aire de sorpresa—¡A estas horas en mi aposento! ¡Ah, puta! —exclamó, agarrándome por el cuello hasta hacerme perder la respiración—. ¡Ah, zorra! ¡Vienes a robarme!
Llama, al instante aparece un criado confidente.
—La Fleur —le dice el amo, encolerizado—, aquí hay una ladrona que he encontrado escondida; desnúdala completamente y prepárate a ejecutar las órdenes que te daré.
La Fleur obedece, en un instante estoy desnuda y mis ropas arrojadas afuera a medida que me las quitan.
—Vamos —dijo el libertino a su criado—, vete ahora a buscar un saco, cóselo con esta zorra dentro y ve a tirarla al río.
El criado sale a buscar el saco. Os dejo suponer que aproveché aquel intervalo para arrojarme a los pies del patrón y suplicarle que tuviese piedad, asegurándole que era la señora Guérin, su ordinaria alcahueta, la que me metió allí personalmente, pero que no soy una ladrona. El libertino, sin escuchar nada, agarra mis dos nalgas y manoseándolas con brutalidad dice:
—¡Ah, joder! Voy a hacer que los peces se coman este hermoso culo.
Fue el único acto de lubricidad que pareció permitirse y aun sin exponer nada a mi vista que pudiese hacerme creer que el libertino tenía algo que ver en la escena. El criado vuelve con el saco y, a pesar de mis súplicas, me meten dentro, lo cosen y La Fleur me carga sobre sus hombros. Entonces oí los efectos del trastorno de la crisis en nuestro libertino; verosímilmente había empezado a masturbarse en cuanto me metieron en el saco. En el mismo instante en que La Fleur me cargó, el semen del malvado salió.
—Al río, al río, ¿oyes, La Fleur? —decía, tartamudeando de placer—. Sí, al río, y meterás una piedra en el saco para que la puta se ahogue más pronto.
Dicho todo, salimos, pasamos a una habitación contigua donde La Fleur, después de descoser el saco, me devolvió mis ropas, me dio dos luises, algunas pruebas inequívocas de una manera de conducirse en el placer muy diferente de la de su amo, y volví a casa de la Guérin, a quien reproché con violencia por no haberme prevenido, y que para reconciliarse conmigo me hizo prestar dos días más tarde el servicio siguiente, sobre el que me advirtió todavía menos.
Se trataba, más o menos como en lo que acabo de contaros, de encontrarse en el gabinete del aposento de un arrendador general, pero esta vez estaba con el mismo criado que había ido a buscarme a casa de la Guérin de parte de su amo. Mientras esperábamos la llegada del dueño, el criado se divertía enseñándome varias alhajas que había en un escritorio de aquel gabinete.
—Pardiez —me dijo el honrado mensajero—, si te quedases con algo de esto no habría ningún mal en ello; el viejo es bastante rico; apuesto a que no sabe la cantidad ni el valor de las alhajas que guarda en este escritorio. Créeme, no te contengas, y no temas que sea yo quien te traicione.
¡Ay! Yo estaba más que dispuesta a seguir aquel pérfido consejo; ya conocéis mis inclinaciones, os las he confesado; puse pues la mano sobre una cajita de siete u ocho luises, pues no me atreví a apoderarme de un objeto más valioso. Esto era todo lo que deseaba el pillo del criado y, para no tener que volver a hablar de esto, después supe que si me hubiese negado a tomarlo él hubiera deslizado sin que yo me diese cuenta uno de aquellos objetos en mi bolsillo. Llega el amo, me recibe muy bien, el criado sale y quedamos solos. Este no hacía como el otro, sino que se divertía de veras; me besó mucho el trasero, se hizo azotar, se hizo echar pedos en la boca, metió su miembro en la mía y, en una palabra, se sació de lubricidades de todo género y especie, excepto la de delante; a pesar de todo, no descargó. No había llegado el momento de ello, todo lo que acababa de hacer era para él nada más que episodios, vais a ver el desenlace.
—¡Ah, pardiez! —me dijo—. Olvidaba que un criado está esperando en mi antecámara una alhajita que acabo de prometer enviar al instante a su amo. Permíteme que cumpla mi palabra y en cuanto termine proseguiremos la tarea.
Culpable de un pequeño delito que acababa de cometer por instigación de aquel maldito criado, podéis pensar cómo me hicieron estremecer esas palabras. Por un momento quise retenerlo, luego reflexioné que era mejor disimular y arriesgarme. Abre el escritorio, busca, registra y, al no encontrar lo que necesita, me dirige miradas furiosas.
—Zorra —me dice por fin—, sólo tú y un criado del que estoy muy seguro, habéis estado aquí desde hace un rato; el objeto falta, por lo tanto, sólo tú puedes haberlo tomado.
—¡Oh, señor! —le dije temblando—. Tenga la seguridad de que soy incapaz...
—¡Vamos, maldita sea! —dijo, lleno de cólera (hay que observar que su pantalón estaba aún desabrochado y su verga pegada a su vientre; esto sólo hubiera debido hacerme comprender e impedirme tanta inquietud, pero yo no veía ni me daba cuenta de nada)—. Vamos; golfa, hay que encontrar el objeto.
Me ordena que me desnude; veinte veces me hinco a sus pies para rogarle que me ahorre la humillación de aquel registro, nada lo conmueve, nada lo enternece, me arranca él mismo las ropas, colérico, y, en cuanto quedo desnuda, registra mis bolsillos y, como supondréis, no tarda en encontrar la cajita.
—¡Ah, malvada! —me dice—. Ya estoy convencido, pues, golfa, vas a las casas para robar.
Llamó a su hombre de confianza:
—¡Ve —le dijo, acalorado—, ve a buscar inmediatamente al comisario!
—¡Oh, señor! —exclamé—. Tenga piedad de mi juventud; he sido seducida, no lo he hecho por propio impulso, me han tentado...
—¡Bueno! —dijo el libertino—, darás todas estas razones al hombre de la justicia, pero yo quiero ser vengado.
El criado sale, el hombre se deja caer en un sillón, todavía con su miembro erecto, presa de gran agitación y dirigiéndome mil invectivas.
—Esta golfa, esta malvada —decía—, yo que quería recompensarla como es debido, venir así a mi casa para robarme... ¡Ah! ¡Pardiez, vamos a ver!
Al mismo tiempo llaman a la puerta y veo entrar a un hombre con toga.
—Señor comisario —dijo el patrón—, aquí tiene a una bribona que le entrego, y se la entrego desnuda, como la hice ponerse para registrarla; aquí tiene a una muchacha de un lado, sus ropas de otro, y además el efecto robado, y sobre todo, hágala ahorcar, señor comisario.
Entonces fue cuando se reclinó en su sillón mientras descargaba.
—Sí, hágala ahorcar, maldita sea, que la vea colgada, maldita sea, señor comisario, que la vea colgada, es todo lo que le exijo.
El fingido comisario me lleva junto el objeto y mis ropas, me hace pasar a una habitación contigua, se abre la toga y veo al mismo criado que me había recibido e instigado al robo, a quien la confusión en que me hallaba me había impedido reconocer.
—Y bien —me dijo—, ¿has tenido mucho miedo?
—¡Ay! —le contesté—. No puedo más.
—Ya acabó —me dijo—, y aquí tienes, para compensarte.
Y al mismo tiempo me entrega de parte de su amo el mismo efecto que yo había robado, me devuelve mis ropas y me conduce de regreso a casa de la señora Guérin.
—Esa manía es agradable —dijo el obispo—, se puede sacar de ella el mayor partido para otras cosas, y con menos delicadeza, pues debo deciros que soy poco partidario de la delicadeza en el libertinaje. Con menos de ella, digo yo que se puede aprender en este relato la manera segura de impedirle a una puta que se queje, cualquiera que sea la iniquidad de los procedimientos que se quieran emplear con ella. No hay más que tenderle acechanzas de ese modo, hacer que caiga en ellas y, en cuanto se está seguro de haberla hecho culpable, uno puede a su vez hacer todo lo que quiera, no deberá temer ya que ella se atreva a quejarse, tendrá demasiado miedo de ser detenida o recriminada.
—Es cierto —dijo Curval— que yo en el lugar del financiero me hubiera permitido algo más, y bien hubiera podido ser, mi encantadora Duelos, que no hubieses salido del trance tan bien librada.
Como los relatos de aquella velada habían sido largos, llegó la hora de la cena sin que hubiese habido tiempo de entregarse antes un poco a la crápula. Fueron, pues, a la mesa, bien decididos a resarcirse después de cenar. Cuando todo el mundo estuvo reunido, se decidió constatar por fin cuáles eran las muchachas y los muchachos que podían ponerse en el rango de hombres y mujeres. Para decidir la cuestión, se habló de masturbar a todos los de uno y otro sexo sobre los cuales hubiese alguna duda; entre las mujeres se estaba seguro de Agustina, de Fanny y de Zelmira; estas tres encantadoras criaturitas, de catorce y quince años, descargaban todas a los más, leves manoseos; Hébé y Mimí, que no tenían más que doce años, ni siquiera estaban en el caso de ser probadas; por lo tanto, sólo se trataba de probar, entre las sultanas, a Sofía, Colomba y Rosette, la primera de catorce años, las otras dos de trece.
De los muchachos, se sabía que Céfiro, Adonis y Celadón eyaculaban como hombres hechos y derechos; Gitón y Narciso eran demasiado jóvenes para ponerlos a prueba, no se trataba, pues, más que de Zelamiro, Cupidón y Jacinto. Los amigos formaron círculo en torno a un montón de amplios cojines que se colocaron en el suelo; la Champville y la Duelos fueron nombradas para las poluciones; la primera, en su calidad de lesbiana, debía masturbar a las tres muchachas y la otra, como maestra en el arte de sacudir vergas, debía hacerlo a los muchachos. Entraron en el círculo formado por los sillones de los amigos, lleno de cojines, y se les entregó a Sofía, Colomba, Rosette, Zelamiro, Cupidón y Jacinto; cada amigo, para excitarse durante el espectáculo, tenía a un niño entre sus muslos, el duque a Agustina, Curva] a Zelmira, Durcet a Céfiro y el obispo a Adonis.
La ceremonia empezó por los muchachos; la Duelos, con los senos y las nalgas al descubierto, el brazo desnudo hasta el codo, aplicó todo su arte a masturbar, uno tras otro, a cada uno de aquellos deliciosos ganimedes. Era imposible emplear más voluptuosidad; agitaba su mano con una ligereza... sus movimientos eran de una delicadeza y una violencia... ofrecía a aquellos muchachos su boca, su seno o sus nalgas, con tanto arte que indudablemente los que no descargasen sería porque no eran capaces todavía de ello. Zelamiro y Cupidón se empalmaron, pero por más que se hizo no salió nada. En cuanto a Jacinto, la conmoción fue inmediata a la sexta sacudida; el semen saltó sobre el seno de la Duelos y el niño se extasió manoseándole el trasero, observación que fue tanto más notable por cuanto durante toda la operación no se le ocurrió tocarla por delante.
Se pasó a las muchachas; la Champville, casi desnuda, muy bien peinada y elegantemente arreglada, no parecía tener más de treinta años, aunque llegaba a los cincuenta. La lubricidad de aquella operación, de la cual, como lesbiana consumada, pensaba sacar el mayor placer, animaba sus grandes ojos negros, que siempre los había tenido muy hermosos. Puso por lo menos tanto arte en su papel como la Duelos lo había puesto en el suyo, acarició a la vez el clítoris, la entrada de la vagina y el ano, pero la naturaleza no desarrolló nada en Colomba; no se produjo ni siquera la más leve señal de placer. No fue así con la bella Sofía; al décimo roce de los dedos, desfalleció sobre el seno de la Champville; pequeños suspiros entrecortados, sus hermosas mejillas animadas por el más tierno encarnado, sus labios que se entreabrían y humedecían, todo demostró el delirio con que acababa de colmarla la naturaleza, y fue declarada mujer. El duque, con una erección extraordinaria, ordenó a la Champville que la masturbase por segunda vez, y en el instante de su descarga el crápula fue a mezclar su impuro semen con el de la joven virgen. En cuanto a Curval, había resuelto el asunto entre los muslos de Zelmira, y los otros dos con los jovencitos que tenían entre las piernas.
Fueron a acostarse y, como la mañana siguiente no trajo ningún acontecimiento que pueda merecer un lugar en esta recopilación, ni tampoco la comida ni el café, se pasó en seguida al salón, donde la Duelos, vestida magníficamente, apareció en la tribuna para terminar, con los cinco relatos siguientes, la serie de las ciento cincuenta narraciones que le había sido encomendada para los treinta días del mes de noviembre.

Trigésima jornadaEditar

Ignoro, señores —dijo la hermosa mujer— si habéis oído hablar de la fantasía tan singular como peligrosa del conde de Lernos, pero como cierta relación que tuve con él me puso en el caso de conocer a fondo sus maniobras y, como las encuentro muy extraordinarias, he creído que deberían formar parte del número de las voluptuosidades que me habéis ordenado detallaros. La pasión del conde de Lernos consiste en instar al mal a todas las jóvenes y mujeres casadas que puede, e independientemente de los libros que emplea para seducirlas, no hay medio que no invente para entregarlas a hombres; o favorece sus inclinaciones uniéndolas al objeto de sus anhelos, o les encuentra amantes, si no los tienen. Posee una casa exprofeso donde se reúnen todas las parejas que él arregla. Los une, les asegura tranquilidad y reposo, y se mete en un gabinete secreto para gozar del placer de verlos actuar. Pero es inaudito hasta qué punto multiplica esos desórdenes y todo lo que pone en práctica para formar aquellos pequeños matrimonios. Tiene acceso a casi todos los conventos de París, a las casas de una gran cantidad de mujeres casadas y, lo hace tan bien que no pasa día que no tenga en su casa tres o cuatro citas. Nunca deja de sorprender sus deleites sin que ellos lo sospechen, pero una vez ante el agujero de su observatorio, como se halla siempre solo, nadie sabe cómo procede a su descarga, ni de qué naturaleza es ésta; solamente se sabe que lo hace, esto es todo, y he creído que era digno de seros contado.
La fantasía del viejo presidente Desportes os divertirá quizás todavía más. Advertida de la etiqueta que se observaba habitualmente en casa de ese habitual libertino, llego hacia las diez de la mañana y, completamente desnuda, voy a presentarle mis nalgas Para que las bese a un sillón donde se encontraba gravemente sentado, y a las primeras le lanzo un pedo en las narices. Mi presidente, irritado, se levanta, agarra un manojo de varas que tenía cerca y empieza a correr tras de mí, que trato ante todo de escapar.
—Impertinente —me dice, persiguiéndome aún—; te enseñaré a venir a mi casa a cometer infamias de esta especie.
El persiguiéndome y yo huyendo; llego por fin a un pasadizo estrecho, me introduzco en él como en un refugio inaccesible, pero pronto me atrapa. Las amenazas del presidente se multiplican al verse dueño de mí; agita las varas, me amenaza con pegarme: yo me acurruco, me agacho, me hago no más grande que un ratón, este aire de pavor y de envilecimiento determina por fin su semen y el crápula lo lanza sobre mi seno, aullando de placer.
—¡Cómo! ¿Sin darte un solo azote con las varas? —dijo el duque.
—Sin ni siquiera bajarlas sobre mí —responde la Duelos.
—He ahí a un hombre bien paciente —dijo Curval—; amigos míos, convenid en que nosotros no lo somos tanto cuando tenemos en la mano el instrumento de que habla la Duelos.
—Un poco de paciencia, señores —dijo la Champville—, pronto os haré ver casos del mismo tipo que no serán tan pacientes como el presidente de que nos habla aquí la señora Duelos.
Y ésta, viendo que el silencio que se observaba le daba ocasión de reanudar su relato, prosiguió de la siguiente manera:
Poco tiempo después de esa aventura, fui a casa del marqués de Saint-Giraud, cuyo capricho consistía en poner a una mujer desnuda en un columpio y hacerla mecerse así a gran altura. A cada sacudida una le pasaba ante las narices, él la espera, y en aquel momento hay que lanzar un pedo o bien recibir un manotazo en el culo. Yo lo satisfice lo mejor que pude: recibí algunos manotazos, pero le lancé muchos pedos. Y cuando, al cabo de una hora de aquella aburrida y fatigosa ceremonia, descargó por fin el disoluto, el columpio se detuvo y fui despedida.
Tres años más o menos después de haberme convertido en dueña de la casa de la Fournier, vino un hombre a hacerme una singular proposición: se trataba de encontrar algunos libertinos que se divirtieran con su esposa y su hija, con la única condición de esconderlo en un rincón desde donde pudiese ver todo lo que les harían. El las entregaría, dijo, y no sólo serían para mí el dinero que ganase con ellas, sino además que él me daría dos luises por cada vez que las hiciera actuar; sólo se trataba además de una cosa, era que quería para su esposa hombres que tuvieran un determinado gusto y para su hija hombres con otra especie de fantasía: para su mujer, debían ser hombres que le cagasen sobre las tetas, y para su hija, que le levantaran las faldas y expusieran su trasero frente al agujero por el que él observaría, a fin de que pudiese contemplarlo a sus anchas, y que después le eyaculasen el semen en la boca. Para ninguna otra pasión que no fuese una de esas dos, no entregaba su mercancía. Después de haberle exigido la promesa de que él respondía de cuanto sucediese en el caso de que su mujer y su hija llegasen a quejarse de haber venido a mi casa, acepté todo lo que quería y le prometí que las personas que él me traería serían provistas como deseaba. Al día siguiente me trajo su mercancía: la esposa era una mujer de treinta y seis años, no muy bonita, pero alta y bien hecha, con aire de, dulzura y de modestia; la señorita tenía quince años, era rubia, un poco gorda y con la fisonomía más tierna y más agradable del mundo...
—En verdad, señores —dijo la esposa—, nos obligáis a hacer unas cosas...
—Lo siento mucho —dijo el crápula—, pero ha de ser así; creedme, decidíos, porque no retrocederé. Y si resistís en lo más mínimo a las proposiciones y acciones a las cuales vamos a someteros, tú, señora, y tú, señorita, os llevo mañana mismo a las dos al confín de una región de donde no volveréis en toda vuestra vida.
Entonces la esposa derramó algunas lágrimas y, como el hombre a quien yo la destinaba estaba esperando, le rogué que pasara al aposento que se le reservaba, mientras que su hija permanecería bien guardada en otra habitación con mis muchachas, hasta que le llegara el turno. En aquel momento cruel hubo todavía algún lloriqueo, y yo comprendí que era la primera vez que aquel marido brutal exigía tal cosa a su mujer; y, desgraciadamente, el inicio era duro pues, independientemente del gusto barroco del personaje a quien la entregaba, era éste un viejo libertino muy imperioso y brusco, que no la trataría decentemente.
—Vamos, basta de lloros —le dijo el marido, cuando entrábamos—. Piensa que te observo y que si no satisfaces ampliamente al hombre honrado a quien se te entrega, entraré yo mismo para obligarte.
Ella entra y el marido y yo pasamos a la estancia desde la que se podía ver todo. No es posible imaginar hasta qué punto aquel viejo malvado se calentó el cerebro al contemplar a su desdichada esposa víctima de la brutalidad de un desconocido; se deleitaba con cada cosa que se exigía de ella; la modestia, el candor de aquella pobre mujer humillada bajo los atroces procedimientos del libertino que se divertía con ella, eran para él un espectáculo delicioso. Pero cuando la vio brutalmente tirada en el suelo y el viejo esperpento a quien yo la entregué se le cagó sobre el pecho, y vio las lágrimas y la repugnancia de su esposa ante la proposición y la ejecución de aquella infamia, no se aguantó más, y la mano con que yo lo masturbaba quedó instantáneamente llena de semen. Por fin terminó aquella primera escena, y si ésta le había dado placer, fue otra cosa cuando pudo gozar de la segunda. No fue sin grandes dificultades y, sobre todo, sin fuertes amenazas, como logramos hacer pasar a la muchacha, testigo de las lágrimas de su madre e ignorante de lo que le habían hecho. La pobre pequeña oponía toda clase de dificultades; por fin, la decidimos. El hombre a quien la entregué estaba perfectamente instruido sobre todo lo que debía hacer; era uno de mis clientes ordinarios a quien gratifiqué con aquella buena suerte y que, por agradecimiento, consintió en todo lo que le exigí.
—¡Oh, qué hermoso culo! —exclamó el padre libertino en cuanto el culo de su hija nos lo expuso enteramente al desnudo—. ¡Oh! ¡Radios, qué bellas nalgas!
—¡Cómo! —le dije—. ¿Es la primera vez que usted lo ve, pues?
—Sí, verdaderamente —me dijo—, he necesitado este recurso para gozar de este espectáculo; pero si bien es la primera vez que veo ese hermoso trasero, prometo que no será la última.
Yo lo masturbaba con energía, él se extasiaba; pero cuando vio la indignidad que se le exigía a aquella tierna virgen, cuando vio las manos de un consumado libertino pasearse por aquel bello cuerpo que nunca había sufrido tal contacto, cuando vio que la hacía arrodillarse, que la obligaba a abrir la boca, que introducía en ella una gruesa verga y que eyaculaba dentro de ella, se echó hacia atrás blasfemando como un poseído, jurando que en toda su vida no había saboreado tanto placer y dejando entre mis dedos pruebas ciertas de tal placer. Terminado todo, las pobres mujeres se retiraron llorando mucho, y el marido, demasiado entusiasmado con las escenas, encontró sin duda la manera de decidirlas a ofrecerle a menudo tal espectáculo, pues los recibí en mi casa durante más de seis años y, según la orden que recibía del marido, hice pasar a las dos infelices criaturas por todas las diferentes pasiones que os he relatado, menos acaso diez o doce que no les era posible satisfacer porque no ocurrían en mi casa.
—Hay muchas maneras de prostituir a una esposa y una hija —dijo Curval—. ¡Cómo si esas zorras estuvieran hechas para otra cosa! ¿No han nacido para nuestros placeres y no deben desde ese momento satisfacerlos como sea? He tenido muchas mujeres —dijo el presidente—, tres o cuatro hijas, de las que sólo me queda, gracias a Dios, Adelaida, a quien el señor duque jode en este momento, según creo, pero si alguna de esas criaturas se hubiese negado a las prostituciones a que las he sometido regularmente, que sufra el infierno en vida o sea condenado, lo que es peor, a no joder más que coños durante toda mi existencia, si no les hubiese saltado la tapa de los sesos.
—Presidente, estás empalmado —dijo el duque—; tus jodidas reflexiones siempre te descubren.
—¿Empalmado? No —dijo el presidente—, pero ha llegado el momento de hacer cagar a Sofía, y espero que su mierda deliciosa producirá quizás algo. ¡Oh, a fe mía, más de lo que creí! —dijo Curval, después de haber se tragado la cagada—. Mirad, por el dios en el que me jodo, mi verga tomó consistencia. ¿Quién de vosotros, señores, quiere pasar conmigo a la sala?
—Yo —dijo Durcet, llevándose a Alina, a la que manoseaba desde hacía una hora.
Nuestros libertinos se hicieron seguir por Agustina Fanny, Colomba, Hébé, Zelamiro, Adonis, Jacinto y Cupidón, a los que añadieron a Julia y dos viejas, la Martaine y la Champville, Antínoo y Hércules, y reaparecieron triunfantes al cabo de media hora, tras haber descargado cada uno de ellos en los más dulces excesos de la crápula y el libertinaje.
—Vamos —dijo Curval a la Duelos—, ofrécenos el desenlace, mi querida amiga. Y si me produce una nueva erección podrás ufanarte de un milagro, pues, a fe mía, hace más de un año que no había perdido tanto semen de una vez. Es verdad que...
—Bueno —dijo el obispo—; si te escuchamos será mucho peor que la pasión que debe contarnos la Duelos. Así, pues, como no hay que ir de lo fuerte a lo débil, acepta que te hagamos callar y que escuchemos a nuestra narradora.
Enseguida la bella mujer terminó sus relatos con la pasión siguiente:
Es hora por fin, señores, de contaros la pasión del marqués de Mesanges, a quien recordaréis vendí la hija del desdichado zapatero que perecía en la prisión con su pobre mujer mientras yo gozaba del legado que le dejó su madre. Puesto que fue Lucila quien lo satisfizo, será, si os place, en sus labios donde pondré el relato:
"Llego a la casa del marqués —me dijo aquella encantadora criatura— hacia las diez de la mañana. En cuanto entro, todas las puertas se cierran:
—¿Qué vienes a hacer aquí, bribona? —me dice el marqués, furioso—. ¿Quién te ha dado permiso para venir a interrumpirme?
Y como usted no me había advertido de nada, puede imaginar fácilmente hasta qué punto me asustó aquella recepción.
—Vamos, desnúdate —prosiguió el marqués—. Ya que te tengo zorra, no saldrás nunca de mi casa... Vas a perecer; te encuentras en tu último instante.
Entonces me deshice en lágrimas, me arrojé a los pies del marqués, pero no hubo ningún modo de doblegarlo. Y como yo no me apresuraba suficientemente a desnudarme, él mismo rasgó mis ropas al arrancármelas por la fuerza de mi cuerpo. Pero lo que terminó de asustarme fue verlo echar las ropas al fuego a medida que me las quitaba.
—Todo esto ya es inútil —decía mientras pieza por pieza echaba al fuego de un vasto hogar todo lo que me quitaba—. Ya no necesitas vestido, manteleta, justillo, sólo necesitas un ataúd.
En un momento estuve completamente desnuda; entonces el marqués, que no me había visto nunca, contempló por un instante mi trasero, lo manoseó, blasfemando, lo entreabrió, lo volvió a cerrar, pero no lo besó.
—Vamos, puta —dijo—, ya está, vas a seguir la misma suerte de tus ropas, y voy a amarrarte a esos morillos; sí, joder, sí rediós, quemarte viva, zorra, tener el placer de respirar el olor que exhalará tu carne quemada.
Y al decir esto cae desfalleciente en un sillón y eyacula lanzando su semen sobre mis ropas que todavía arden. Llama, acuden, un criado se me lleva y encuentro en una estancia contigua con qué vestirme completamente, con trajes dos veces más hermosos que los que él consumió".
Tal es el relato que me hizo Lucila; queda por saber, ahora, si fue para eso o para algo peor para lo que empleó a la joven virgen que le vendí.
—Para algo peor —dijo la Desgrangés—; hizo usted bien en procurar que conocieran un poco a ese marqués, pues yo tendré ocasión de hablar de él a estos señores.
—Ojalá pueda usted, señora —dijo la Duelos a la Desgrangés—, y ustedes, mis queridas compañeras —añadió dirigiendo la palabra a sus otras dos camaradas—, hacerlo con más sal, más ingenio y más gracia que yo. Es su turno, el mío ha terminado, y no tengo más que rogar a los señores que se dignen excusar el aburrimiento que quizás les he causado con la monotonía casi inevitable de semejantes narraciones que, fundidas todas dentro de un mismo marco, no pueden sobresalir mucho sino por sí mismas.
Después de esas palabras, la bella Duelos saludó respetuosamente a la compañía y descendió de la tribuna para acercarse al sofá de los señores, donde fue generalmente aplaudida y acariciada. Se sirvió la cena, a la que fue invitada, favor que no había sido concedido aún a ninguna mujer. Fue tan amable en la conversación como divertida había sido en el relato de su historia, y para recompensarla del placer que había procurado a la reunión fue nombrada directora de los dos serrallos, con la promesa que le hicieron aparte los cuatro amigos de que cualesquiera que fuesen los extremos a que se llegara contra las mujeres en el curso del viaje, ella sería siempre respetada y conducida en seguridad a su casa de París, donde la sociedad la resarciría vastamente del tiempo que le había hecho perder, y de los esfuerzos que había hecho para procurarle placeres. Curval, el duque y ella se emborracharon los tres de tal manera durante la cena que no quedaron en condiciones de poder pasar a las orgías; dejaron que Durcet y el obispo las hicieran a su guisa, y fueron a celebrarlas aparte en la sala del fondo con la Champville, Antínoo, Brise-Cul, Teresa y Luisona, donde puede afirmarse que se hicieron y dijeron tantos horrores e infamias por lo menos como los otros dos amigos pudieron inventar por su lado.
A las dos de la madrugada todos fueron a acostarse, y así fue como terminó el mes de noviembre y la primera parte de esta lúbrica e interesante narración, de la cual no haremos esperar la segunda al público, si vemos que acoge bien la primera.

Sumario

Faltas que he cometidoEditar

He revelado demasiado las historias de retrete, al principio; no hay que desarrollarlas hasta después de los relatos que hablan de ellas.
Hablado demasiado de la sodomía activa y pasiva; hay que velar esto, hasta que los relatos hablen de ello.
Cometí un error al hacer a la Duelos sensible a la muerte de su hermana; esto no responde al resto de su carácter, cambiar eso.
Si dije que Alina era virgen al llegar al castillo, me equivoqué: no lo es, y no debe serlo. El obispo la ha desvirgado por todas partes.
Como no he podido releerme, esto debe estar seguramente lleno de otras faltas.
Cuando lo pase a limpio, uno de mis primeros cuidados ha de ser el de tener siempre a mi lado un cuaderno de notas, donde apuntaré exactamente cada suceso y cada retrato a medida que los escriba, pues sin esto me enredaría horriblemente a causa de la multitud de los personajes.
En la segunda parte, hay que partir del principio de que Agustina y Céfiro duermen ya en la habitación del duque desde la primera parte, como Adonis y Zelmira en la de Curval, Jacinto y Fanny en la de Durcet, Celadón y Sofía en la del obispo, aunque todos estos conserven aún su virginidad.

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