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Vigesimocuarta jornadaEditar

La devoción es una verdadera enfermedad del alma. Por mucho que se haga, no se corrige; es más fácil de introducirse en el alma de los desdichados porque los consuela, porque les ofrece quimeras para consolarlos de sus males, es mucho más difícil aún extirparla de estas almas que de las otras. Este era el caso de Adelaida: cuanto más se desplegaba a sus ojos el cuadro del desenfreno y del libertinaje, más se arrojaba ella en brazos de ese Dios consolador que esperaba fuese un día su libertador de los males a los que demasiado veía que la arrastraría su desgraciada situación. Nadie se daba cuenta mejor que ella de su estado, su espíritu le presagiaba cuando menos todo lo que debía seguir al funesto comienzo de que ya era víctima, aunque ligeramente; comprendía perfectamente que a medida que los relatos fuesen más fuertes, los procedimientos de los hombres para con sus compañeras y ella se volverían más feroces. Todo eso, le dijesen lo que fuese, le hacía buscar con avidez tanto como podía el trato con su querida Sofía. Ya no osaba ir a su encuentro de noche; los señores se habían dado demasiada cuenta de ello y se oponían demasiado bien a que tal salida de tono tuviera lugar en adelante, pero en cuanto tenía un instante corría al lado de su amiga, y aquella misma mañana cuyo diario escribimos se levantó muy temprano del lado del obispo con quien durmió y fue a la estancia de las muchachas a platicar con su querida Sofía. Durcet, que a causa de sus funciones del mes se levantaba también más temprano que los demás, la encontró allí y le declaró que no podía dejar de dar cuenta de ello y que el grupo decidiría lo que le pareciese bien. Adelaida lloró, era su única arma, y se sometió. La única gracia que se atrevió a pedir a su marido fue que tratase de no hacer castigar a Sofía, la cual no podía ser culpable, ya que era ella quien había ido a su encuentro, y no Sofía quien fue a verla a ella. Durcet dijo que comunicaría el hecho tal como era y que no disfrazaría nada; nadie puede enternecerse menos que un corrector que tiene el mayor interés en la corrección. Este era el caso: no había nada tan bonito como castigar a Sofía. ¿Por qué motivo lo habría evitado Durcet?
Se reunieron y el financiero dio cuenta de lo sucedido. Era una reincidencia; el presidente se acordó de que cuando estaba en el palacio sus ingeniosos compañeros pretendían que, puesto que una reincidencia probaba que la naturaleza obraba en un hombre con más fuerza que la educación y los principios, que, por consiguiente, al reincidir demuestra que, por así decirlo, no es dueño de sí mismo, había que castigarlo doblemente, y por lo tanto, quiso razonar de acuerdo con esto con tanto ingenio como sus antiguos condiscípulos y declaró que como resultado había que castigar a las dos muchachas con todo el rigor de las ordenanzas. Pero como estas ordenanzas aplicaban pena de muerte en un caso semejante, y ellos tenían ganas de divertirse todavía algún tiempo con las damas antes de llegar a tal punto, se contentaron con hacerlas llegar, arrodillarse y leerles el artículo de la ordenanza para hacerles sentir a lo que se habían arriesgado al exponerse a tal delito. Hecho esto, se les aplicó una penitencia triple que la que habían sufrido el sábado anterior, se les hizo jurar que— aquello no sucedería más, se les prometió que si repetía se emplearía con ellas todo el rigor, y se las inscribió en el libro fatal.
La visita de Durcet hizo inscribir todavía tres nombres más; dos entre las muchachas y uno entre los muchachos. Esto era el resultado de la nueva experiencia de las pequeñas indigestiones; daban buen resultado, pero había casos en que aquellos pobre niños no podían contenerse y se ponían a cada instante en situación de ser castigados; era lo que sucedió con Fanny y Hébé entre las sultanas y Jacinto entre los muchachos. Lo que encontraron en su orinal fue enorme y Durcet se divirtió largo rato con ello. Nunca se habían pedido tantos permisos durante la mañana y todo el mundo elogiaba a la Duelos por haber indicado semejante secreto. A pesar de la multitud de permisos pedidos, sólo se les concedieron a Constanza, Hércules, dos jodedores subalternos, Agustina, Céfiro y la Desgrangés. Se divirtieron con ello un minuto, y se sentaron a la mesa.
—Ya ves —dijo Durcet a Curval— el error que cometiste al dejar que instruyeran a tu hija en la religión; ahora ya no se le puede hacer renunciar a esas imbecilidades. Bien te lo dije, cuando era tiempo.
—A fe mía —dijo Curval—, creí que conocerlas sería para ella una razón más para detestarlas, y que con la edad se convencería de la imbecilidad de esos dogmas infames.
—Esto que dices es bueno para las cabezas razonables —dijo el obispo—. Pero no hay que confiar en ello cuando se trata de una niña.
—Nos veremos obligados a llegar a acciones violentas —dijo el duque, quien sabía muy bien que Adelaida lo escuchaba.
—Llegaremos —dijo Durcet—. Yo le aseguro de antemano que si no tiene más que a mí por abogado, será mal defendida.
—¡Oh! Lo creo, señor —dijo Adelaida, llorando—; sus sentimientos hacia mí son bastante conocidos.
—¿Sentimientos? —dijo Durcet—. Empiezo, mi bella esposa, por advertirte que no los he tenido nunca por ninguna mujer, y menos, ciertamente, por ti, que eres la mía, que por ninguna otra. Odio la religión, así como a todos los que la practican y te advierto que de la indiferencia que siento por ti pasaré pronto a la más violenta aversión si continúas reverenciando las infames y execrables quimeras que fueron siempre objeto de mi desprecio. Hay que haber perdido el juicio para admitir a un Dios, y haber llegado a ser completamente imbécil para adorarlo. En una palabra, te declaro, ante tu padre y estos señores, que no habrá extremo al que no llegue contigo si te atrapo otra vez en semejante falta. Tenías que hacerte monja, si querías adorar a tu estúpido Dios; allá hubieras rezado a tu placer.
—¡Ah! —replicó Adelaida, gimiendo—. ¡Monja, gran Dios, monja, pluguiera al cielo que lo fuese!
Y Durcet, que se encontraba entonces frente a ella, impacientado por la respuesta, le tiró de canto una fuente de plata a la cara, que la habría matado de haberle dado en la cabeza, pues el choque fue tan violento que la fuente se dobló al dar contra la pared.
—Eres una criatura insolente —dijo Curval a su hija, quien, para evitar la fuente, se había protegido entre su padre y Antínoo—. Merecerías que te diese cien patadas en el vientre.
Y, rechazándola lejos de sí con un puñetazo:
—Ve a pedir perdón de rodillas a tu marido —le dijo—, o te aplicaremos inmediatamente el más cruel de los castigos.
Ella, anegada en lágrimas, fue a arrojarse a los pies de Durcet, pero éste, que se había puesto en erección al lanzar la fuente y decía que no hubiera querido ni por mil luises errar el golpe, declaró que era necesaria de inmediato una corrección general y ejemplar, sin perjuicio de la del sábado; que pedía que por esta vez, sin establecer precedente, se despidiera a los niños del café y que esta operación se realizase a la hora en que tenían costumbre de divertirse después de tomar el café. Todo el mundo consintió en ello, Adelaida y sólo las dos viejas Luisona y Fanchón, las más malvadas de las cuatro y las más temidas de las mujeres, pasaron al salón del café, donde las circunstancias nos obligan a correr la cortina sobre lo que sucedió. Lo que hay de cierto es que nuestros cuatro héroes eyacularon y que se le permitió a Adelaida que fuera a acostarse. Corresponde al lector hacer su combinación y aceptar, si le place, que lo transportemos en seguida a las narraciones de la Duclos. Todos instalados junto a las esposas, exceptuando al duque, que aquella noche debía tener a Adelaida a su lado y la hizo sustituir por Agustina, todos, pues, instalados, la Duelos reanudó de este modo el hilo de su historia:
Un día —dijo aquella bella muchacha— en que yo sostenía ante una de mis compañeras en alcahuetería que había visto ciertamente, en cuanto a flagelaciones pasivas, todo lo más fuerte que sea posible ver, puesto que había azotado y visto azotar a hombres con espinas y vergajos:
—¡Oh, pardiez! —me dijo ella—. Para convencerte de que te falta mucho para haber visto lo que hay de más fuerte en este género, te mandaré mañana a uno de mis clientes.
Me hizo avisar por la mañana la hora de la visita y el ceremonial que debíase observar con aquel viejo arrendador de postas, que se llamaba, lo recuerdo, señor de Grancourt, le preparé todo lo necesario, la cosa estaba dispuesta. Llegó y, después de habernos encerrado, le dije:
—Señor, estoy desesperada por la noticia que debo comunicarle, pero está usted prisionero y no saldrá más de aquí. Me desespera que el parlamento haya puesto los ojos en mí para ejecutar su sentencia, pero así lo ha querido y tengo su orden en mi bolsillo. La persona que le ha mandado a mi casa le ha tendido una trampa, pues sabía bien de qué se trataba y, verdaderamente, hubiera podido evitarle esta escena. Por otra parte, conoce usted su asunto; uno no puede entregarse impunemente a los negros y horrendos crímenes que usted ha cometido y me parece usted bastante dichoso de que le salga tan barato.
Nuestro hombre había escuchado mi arenga con la mayor atención y, en cuanto hube terminado, se arrojó llorando, a mis pies suplicando que le tuviese consideración.
—Sé muy bien —dijo— que he faltado en gran manera. He ofendido gravemente a Dios y a la justicia; pero ya que es usted, buena dama, la encargada de mi castigo, le pido encarecidamente que tenga piedad.
—Señor —le repliqué—, yo cumpliré mi deber. ¿Cómo sabe usted si yo misma no soy observada y si soy dueña de ceder a la compasión que usted me inspira? Desnúdese y sea dócil, es todo lo que puedo decirle.
Grancourt obedeció y en un minuto estuvo desnudo como la mano. Pero ¡gran Dios, qué cuerpo ofrecía a mi vista! No puedo compararlo más que a un tafetán multicolor. No había un lugar en aquel cuerpo enteramente marcado que no llevase la prueba de un desgarramiento.
Sin embargo, yo había puesto al fuego unas disciplinas de hierro guarnecidas de puntas agudas que me habían sido enviadas por la mañana con las instrucciones. Aquel arma homicida estaba al rojo más o menos en el mismo instante en que Grancourt quedó desnudo. Me apoderé de ella y empecé a flagelarlo, al principio levemente, luego con un poco más de fuerza y por fin con toda la energía, indistintamente, desde el cuello hasta los talones, en un momento tuve a mi hombre sangrante.
—Eres un malvado —le decía, pegando—; un bandido que ha cometido toda clase de crímenes. No hay nada sagrado para ti y hasta se dice que últimamente has envenenado a tu madre.
—Esto es verdad, señora, esto es verdad —decía mientras se masturbaba—. Soy un monstruo, soy un criminal; no hay infamia que no haya cometido y que no esté dispuesto a cometer de nuevo. Vaya, sus golpes son inútiles; no me corregiré jamás, encuentro demasiada voluptuosidad en el crimen. Aunque me matase volvería a cometerlo. El crimen es mi elemento, es mi vida, en él he vivido y en él quiero morir.
Comprenderéis cómo, animada por sus palabras, multiplicaba yo los insultos y los golpes. Sin embargo, se le escapa un "joder": era la señal; al oír aquella palabra doblo mi energía y trato de pegarle en los lugares más sensibles. El da volteretas, salta, se me escapa y se arroja, mientras eyacula, a una cuba de agua tibia preparada expresamente para purificarlo de aquella sangrienta ceremonia. ¡Oh! De momento, cedí a mi compañera el honor de haber visto más que yo a ese respecto, y creo que podíamos muy bien considerarnos las dos únicas mujeres de París que hubiesen visto tanto, pues nuestro Grancourt no variaba nunca, hacía más de veinte años que iba cada tres días a casa de aquella mujer para semejante expedición.
Poco después, aquella misma amiga me mandó a la casa de otro libertino cuya fantasía, según creo, os parecerá por lo menos igualmente singular. La escena se desarrollaba en su casita de Roule. Fui introducida en una habitación bastante oscura donde veo a un hombre en la cama y, en medio de la habitación, un ataúd.
—Aquí ves —me dijo nuestro libertino— a un hombre en su lecho de muerte y que no ha querido cerrar los ojos sin rendir una vez más homenaje al objeto de su culto. Adoro los culos y quiero morir besado uno de ellos. En cuanto cierre los ojos, tú misma me colocarás en este ataúd, después de haberme amortajado, y lo clavarás. Mis intenciones son las de morir así en el seno del placer y ser servido en este último instante por el propio objeto de mi lujuria. Vamos —continuó con una voz débil y entrecortada—, date prisa, pues me hallo en el último momento.
Me acerqué, me di la vuelta, le mostré mis nalgas.
—¡Ah! ¡Hermoso culo! ——dijo—. ¡Cuánto me alegro de llevarme a la tumba la idea de un trasero tan bonito!
Y lo manoseaba, lo entreabría, y lo besaba, como el hombre más sano del mundo.
—¡Ah! —dijo, al cabo de un instante, dejando su tarea y volviéndose del otro lado—. Sabía que no iba a gozar mucho tiempo de este placer; expiro, acuérdate de lo que te he encomendado.
Dicho eso, exhaló un gran suspiro, se puso rígido y representó tan bien su papel que el diablo me lleve si no lo creí muerto. No perdía la cabeza: curiosa por ver el fin de una ceremonia tan agradable, lo amortajé. Él no se movió más y, fuese que tuviera un secreto para aparecer de aquel modo, fuese que mi imaginación estaba impresionada, el caso es que estaba rígido y frío como una barra de hierro; sólo su pito daba alguna señal de existencia, pues estaba duro y pegado contra su vientre y parecía destilar a su pesar algunas gotas de semen. En cuanto lo tuvo empaquetado en una sábana, lo llevé, y esto no fue de ninguna manera lo más fácil, pues del modo en que se mantenía rígido pesaba más que un buey. Lo conseguí, sin embargo, lo tendí dentro del ataúd. En cuanto estuvo allí me puse a recitar el oficio de difuntos y, por fin, clavé la tapa. Ese era el instante de la crisis: apenas oyó los martillazos se puso a gritar como un loco:
—¡Ah! ¡Sagrado nombre de Dios, descargo! Escapa, puta, escapa, pues si te atrapo eres muerta.
El miedo se apoderó de mí, me precipité a la escalera, donde encontré a un ayuda de cámara hábil y al corriente de las manías de su amo, quien me dio dos luises y entró precipitadamente a la habitación del paciente para librarlo del estado en que yo lo había puesto.
—He aquí un gusto divertido —dijo Durcet—. ¿Y bien, Curval, lo comprendes, éste?
—De maravilla —dijo Curval—, ese personaje es un hombre que quiere familiarizarse con la idea de la muerte y que no ha encontrado mejor medio para ello que enlazarla con una idea libertina. Es completamente seguro que ese hombre morirá manoseando culos.
—Lo que hay de cierto —dijo la Champville— es que se trata de un verdadero impío; lo conozco y tendré ocasión de haceros ver cómo la emprende con los más santos misterios de la religión.
—Así debe ser —dijo el duque—. Es un hombre que se burla de todo y quiere acostumbrarse a pensar y a obrar del mismo modo en sus últimos momentos.
—En cuanto a mí —dijo el obispo—, encuentro en esta pasión algo muy picante, y no os oculto que me produce erección. Continúa, Duelos, continúa, pues siento que haría alguna tontería y no quiero hacer ninguna más por hoy.
—Bueno —dijo la bella muchacha—, aquí va uno menos complicado; se trata de un hombre que me ha seguido durante más de cinco años por el único placer de hacerse coser el agujero del culo. Se tumbaba boca abajo en una cama, yo me sentaba entre sus piernas, armada de una aguja y un trozo de hilo grueso encerado y le cosía exactamente el ano todo alrededor y la piel de esa parte estaba tan endurecida y tan acostumbrada a las puntadas que mi labor no hacía manar ni una gota de sangre. Él mismo se masturbaba durante todo el tiempo y eyaculaba como un diablo a la última puntada. Disipada su embriaguez, yo descosía rápidamente mi labor y aquí terminaba todo.
Otro se hacía frotar con alcohol todos los lugares de su cuerpo donde la naturaleza había puesto pelos, luego yo encendía aquel líquido espirituoso que consumía al instante todos los pelos. Eyaculaba al verse en llamas, mientras yo le enseñaba mi vientre, mi monte y el resto, pues ése tenía el mal gusto de no mirar nunca más que lo de delante.
—Pero ¿quién de vosotros, señores, ha conocido a Mirecourt, hoy presidente de la cámara y en aquel tiempo consejero?
—Yo —respondió Curval.
—Pues bien —dijo la Duelos—, señor, ¿sabe usted cuál era y cuál es aún, según creo, su pasión?
—No, y como pasa o quiere pasar por devoto, me complacerá mucho conocerla.
—Y bien —respondió Duelos— quiere que se le tome por un asno...
—¡Ah, caray! —dijo el duque a Curval—, a mi amigo le gusta eso. Apostaría a que este hombre cree que va a juzgar. Bueno, ¿y luego? —dijo el duque.
—Luego, monseñor, hay que llevarlo del cabestro, pasearlo así durante una hora por la habitación, él rebuzna, una lo monta y lo azota por todo el cuerpo con una varilla, como para hacerlo correr. El apresura el paso y, como se masturba durante aquel tiempo, en cuanto eyacula, lanza gritos, cocea y tira al suelo a la mujer, patas arriba.
—¡Oh! —exclamó el duque—. Esto es más divertido que lúbrico. Y dime, por favor, Duelos, ¿ese hombre te dijo si tenía algún compañero del mismo gusto?
—Sí —contestó la amable Duelos, participando ingeniosamente en la broma y bajando de su estrado porque su tarea estaba cumplida—, sí monseñor; me dijo que tenía muchos amigos así, pero que no todos querían dejarse montar.
Terminada la sesión, se quiso hacer alguna tontería antes de cenar; el duque apretaba fuertemente a Agustina contra sí.
—No me asombra —decía, mientras le manoseaba el clítoris y le hacía empuñar su pito, no me asombra que a veces Curval tenga tentaciones de romper el pacto y violar una virginidad, pues siento que en este momento, por ejemplo, de buena gana mandaría al diablo la de Agustina.
—¿Cuál? —preguntó Curval.
—A fe mía, las dos —dijo el duque—; pero hay que ser juicioso, si esperamos así haremos mucho más deliciosos nuestros placeres. Vamos, niña continuó—, déjame ver tus nalgas, quizás esto haga cambiar la naturaleza de mis ideas... ¡Dios, qué hermoso culo tiene esta putita! Curval, ¿qué me aconsejas que haga con él?
—Una vinagreta —contestó Curval.
—¡Dios lo quisiera! —dijo el duque—. Pero paciencia... Ya verás que todo vendrá a su tiempo.
—Mi queridísimo hermano —dijo el prelado con la voz entrecortada—, dices unas cosas que huelen a semen.
—¡Eh! ¡Verdaderamente! Es que tengo muchas ganas de perderlo.
—¡Eh! ¿Quién te lo impide? —dijo el obispo.
—¡Oh! Muchas cosas —replicó el duque—. En primer lugar, no hay mierda y yo la quisiera, y luego, no sé: tengo ganas de muchísimas cosas...
—¿Y de qué? —preguntó Durcet, a quien Antínoo se le cagaba en la boca.
—¿De qué? —dijo el duque—. De una pequeña infamia a la cual tengo que entregarme.
Y pasando al salón del fondo con Agustina, Zelamiro, Cupidón, Duclos, la Desgrangés y Hércules, al cabo de un minuto se oyeron gritos y blasfemias que probaban que el duque acababa por fin de calmar su cabeza y sus cojones. No se sabe muy bien lo que le hizo a Agustina, pero, a pesar de su amor por ella, se la vio regresar llorando y con uno de sus dedos envuelto. Lamentamos no poder aún explicar todo eso, pero es cierto que los señores, bajo cuerda y antes que fuesen exactamente permitidas, se entregaban a cosas que todavía no les habían sido contadas, y con esto faltaban formalmente a las convenciones que habían establecido; pero cuando una sociedad entera comete las mismas faltas, por lo general les son perdonadas. El duque volvió, y vio con placer que Durcet y el obispo no habían perdido el tiempo y que Curval, entre los brazos de Brise-Cul, hacía deliciosamente todo lo que se puede hacer con lo que había podido reunir junto a él de objetos voluptuosos.
Las orgías fueron como de ordinario, y se acostaron. Aun estando Adelaida tan lisiada, el duque, que debía tenerla aquella noche, la quiso, y como había salido de las orgías un poco borracho, como de costumbre, se dijo que no había tenido miramientos con ella. En fin, la noche pasó como todas las precedentes, es decir, en el seno del delirio y del libertinaje, y cuando vino la rubia aurora, como dicen los poetas, a abrir las puertas del palacio de Apolo, este dios, bastante libertino a su vez, sólo subió a su carro de azur para venir a iluminar nuevas lujurias.

Marqués de Sade - Las 120 jornadas de Sodoma.Where stories live. Discover now