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Decimooctava jornadaEditar

La Duelos, bella, arreglada y más brillante que nunca, empezó así los relatos de su décimooctava velada:
Acababa yo de hacer la adquisición de una criatura gorda y alta llamada Justine; tenía veinticinco años, más de cinco pies de estatura, robusta como una criada de taberna, pero de bellas formas, bonita tez y el cuerpo más hermoso del mundo. Como en mi casa abundaban esa especie de viejos disolutos que no encuentran ninguna noción de placer más que en los suplicios que se les aplican, creí que semejante pupila me sería sin duda de gran ayuda. Al día siguiente de su llegada, para poner a prueba sus facultades fustigadoras que me habían elogiado prodigiosamente, la enfrenté con un viejo comisario de barrio a quien había que fustigar con toda la fuerza desde la parte baja del pecho hasta las rodillas y luego desde la mitad de la espalda hasta las pantorrillas, y esto hasta que sangrara por todas partes. Terminada la operación, el libertino levantaba simplemente las faldas de la muchacha y le colocaba su paquete sobre las nalgas. Justine se portó como una verdadera heroína de Citerea, y nuestro disoluto vino a confesarme que poseía yo un tesoro y que en su vida había sido fustigado como por aquella bribona.
Para demostrarle el caso que le hacía, pocos días después la junté con un viejo inválido de Citerea que se hacía dar más de mil latigazos en todas las partes del cuerpo indistintamente y, cuando estaba todo ensangrentado, la mujer debía mearse en su propia mano y frotarle con la orina todos los lugares más lastimados del cuerpo. Aplicada esta loción, se volvía a empezar la tarea, entonces él eyaculaba, la muchacha recogía en la mano, cuidadosamente, el semen que él soltaba y lo friccionaba por segunda vez con aquel nuevo bálsamo. Iguales éxitos por parte de mi nueva adquisición, Y cada día —más elogios; pero no fue posible emplearla con el campeón que se presentó aquella vez:
Aquél hombre singular no quería nada femenino más que el vestido, pero en realidad debía ser un hombre y, para explicarme mejor, el libertino quería recibir la paliza de un hombre vestido de mujer. ¡Y cuál era el arma de que se servía! No penséis que eran varas, era un manojo de tallos de mimbre con el que había que desgarrarle bárbaramente las nalgas. En realidad, como aquel asunto olía un poco a sodomía, yo no debía meterme en él demasiado; sin embargo, puesto que se trataba de un antiguo cliente de la Fournier, un hombre verdaderamente adicto desde siempre a nuestra casa y que por su posición podía prestarnos algún servicio, no hice remilgos, y tras disfrazar lindamente a un muchacho de dieciocho años que a veces nos hacía recados y que tenía un rostro muy agraciado, se lo presenté armado con un manojo de mimbres.
Nada más agradable que la ceremonia (ya imaginaréis que quise verla): Empezó por contemplar bien a su fingida doncella y, como la encontró sin duda muy de su agrado, comenzó con cinco o seis besos en la boca que olían a herejía a una legua de distancia; hecho esto mostró sus nalgas y, con aire aún de tomar por mujer al muchacho, le dijo que se las manoseara y amasara con cierta dureza; el muchachito, a quien yo había instruido bien, hizo todo lo que se le pedía.
—Vamos —dijo el disoluto—, azótame y, sobre todo, no tengas miramientos conmigo.
El muchacho tomó el manojo de mimbres, propinó entonces con su brazo vigoroso cincuenta golpes seguidos sobre las nalgas que se le ofrecían, el libertino, ya intensamente marcado por los latigazos de aquellos mimbres, se abalanza sobre su fustigadora masculina, le levanta las faldas, una mano reconoce el sexo, la otra agarra ávidamente las dos nalgas, de momento no sabe cuál templo incensará primero, por fin se decide por el culo y pega a él su boca con ardor. ¡Oh, qué diferencia del culto que rinde la naturaleza a aquel que se dice que la ultraja! Dios justo, si aquella tarea fuese real, ¿habría tanto ardor en el homenaje? Jamás un culo de mujer ha sido besado como lo fue el de aquel jovencito; tres o cuatro veces la lengua del libertino desapareció enteramente dentro del ano; por fin, volviendo a colocarse, exclamó:
—¡Oh, querido niño, continúa tu operación!
Vuelve a ser flagelado, pero, corno estaba más animado, sostiene aquel segundo ataque con mucha fuerza. Llega a sangrar, su verga se levanta y la hace empuñar apresuradamente por el joven objeto de sus transportes. Mientras éste lo manosea, el otro quiere hacerle un favor semejante, vuelve a levantarle las faldas, pero esta vez va tras del pito; lo toca, lo masturba, lo sacude y pronto lo introduce en su boca. Después de estas caricias preliminares, se ofrece por tercera vez a los golpes. Esta última escena lo enfureció completamente; echó a su adonis sobre la cama, se tendió sobre él, oprimió a la vez las dos vergas, pegó la boca a los labios del hermoso muchacho y cuando hubo logrado calentarlo con sus caricias, le procura el placer divino al mismo tiempo que lo saborea él mismo; ambos eyaculan a la vez. Nuestro libertino, encantado con la escena, trató de borrar mis escrúpulos y me hizo prometer que le proporcionaría a menudo el mismo placer fuese con el mismo joven, fuese con otros. Yo quise esforzarme por su conversión, le aseguré que tenía muchachas hechizadoras que lo azotarían igualmente bien; no quiso ni siquiera mirarlas.
—Lo creo —dijo el obispo—. Cuando se tiene decididamente el gusto por los hombres no se cambia; la distancia es tan extremada que uno no se siente tentado a hacer la prueba.
—Monseñor —dijo el presidente—, planteas aquí una tesis que merecería una disertación de dos horas. —Y que siempre terminaría a favor de mi afirmación —dijo el obispo—, porque es indiscutible que un muchacho vate más que una mujer.
—No hay réplica —dijo Curval—, pero se te podría decir sin embargo, que pueden hacerse algunas objeciones al sistema y que, para los placeres de cierta clase, como, por ejemplo, de los que nos hablarán la Martaine y la Desgrangés, una mujer es mejor que un muchacho.
—Lo niego —dijo el obispo—, incluso para ésos a que te refieres, el muchacho es mejor que la mujer. Considéralo por el lado del mal, que constituye casi siempre el verdadero atractivo del placer, el crimen te Parecerá mayor con un ser absolutamente de tu especie que con uno que no lo sea, y a partir de aquel momento la voluptuosidad es doble.
—Sí —dijo Curval—, pero ese despotismo, ese dominio ese delirio que nace del abuso que se hace de la fuerza contra el débil...
—Se encuentra en ello también —respondió el obispo—. Si la víctima es del todo tuya, este dominio en esos casos, que tú crees mejor establecido con una mujer que con un hombre, no procede sino del prejuicio, no procede sino de la costumbre que somete más ordinariamente aquel sexo que el otro a tus caprichos. Pero renuncia por un instante a esos prejuicios de opinión y que el otro esté perfectamente bajo tus cadenas, con la misma autoridad, encontrarás mayor la idea del crimen y necesariamente tu lubricidad será doble.
—Yo pienso como el obispo —dijo Durcet—. Una vez está bien establecido el dominio, creo que es más delicioso ejercer el abuso de la fuerza con un semejante que con una mujer.
—Señores —dijo el duque—, quisiera que dejarais vuestras discusiones para la hora de comer y que estas horas destinadas a escuchar las narraciones no las empleaseis en sofismas.
—Tiene razón —dijo Curval—. Anda, Duelos, prosigue. Y la amable directora de los placeres de Citerea reanudó su relato en los términos siguientes:
Un viejo escribano del parlamento —dijo— fue a visitarme una mañana y, como estaba acostumbrado desde los tiempos de la Fournier a no tratar más que conmigo, no quiso cambiar de método. Se trataba de abofetearle por grados, mientras se le masturbaba; es decir, al principio suavemente, luego un poco más fuerte a medida que su pito tomaba consistencia y por fin con todas las fuerzas cuando eyaculaba. Yo había llegado a comprender tan bien la manía de ese personaje que a las veinte bofetadas ya hacía salir su semen.
—¡A las veinte! —dijo el obispo—. ¡Caramba, yo no necesitaría tantas para soltarlo de una vez!
—Como ves, amigo mío —dijo el duque—, cada uno tiene su manía, nunca debemos condenar ni asombrarnos de la de nadie; vamos, Duelos, otra y termina.
La que me queda por contaros esta noche —dijo la Duelos—, la supe por una de mis amigas; esta vivía desde hacía dos años con un hombre que no tenía nunca erección hasta después de haberle sido aplicados veinte papirotazos en la nariz, haberle tirado de las orejas hasta hacerle brotar sangre, mordido las nalgas, el pito y los cojones. Excitado por los duros cosquilleos de esos preliminares, tenía una erección de semental y eyaculaba, blasfemando como un demonio, casi siempre sobre la cara de aquella de quien acababa de recibir un trato tan singular.
Como todo lo que acababa de decirse sólo calentó el cerebro de los señores en lo referente a las fustigaciones masculinas, aquella noche únicamente se imitó esa fantasía; el duque se hizo pegar por Hércules hasta sangrar, Durcet por Bande-au-Ciel, el obispo por Antínoo y Curva] por Brise-Cul. El obispo, que no había hecho nada en todo el día, dícese que eyaculó durante las orgías comiéndose la cagada de Zelmira, que se hacía guardar desde dos días antes. Y fueron a acostarse.

Marqués de Sade - Las 120 jornadas de Sodoma.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora