Marqués de Sade - Las 120 jor...

By Homarrrrr

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By Homarrrrr


Octava jornadaEditar

Como los castigos de la víspera habían impresionado mucho, al día siguiente no se encontró ni pudo encontrarse a nadie en falta. Continuaron las lecciones con los jodedores, y como no hubo ningún acontecimiento hasta la hora del café, empezaremos a hablar de este día a partir de entonces. El café era servido por Agustina, Zelmira, Narciso y Céfiro. Se reanudaron las jodiendas entre los muslos, Curval se apoderó de Zelmira y el duque de Agustina, y después de haber admirado y besado sus lindas nalgas, que aquel día, no sé por qué, tenían una gracia, unos atractivos, un sonrosado que no habían sido advertidos antes, después, digo, que nuestros libertinos hubieron acariciado y besado aquellos encantadores culitos, se exigieron pedos, como el obispo, que tenía a Narciso, había obtenido ya algunos, se oían los que Céfiro soltaba en la boca de Durcet..., ¿por qué no imitarlos? Zelmira había tenido éxito, pero Agustina, por más que hizo, por más que se esforzó, por más que el duque la amenazó con un castigo semejante al que había soportado la víspera, nada soltó, y la pobre pequeña había empezado ya a llorar cuando un pedito la tranquilizó; el duque respiró y, satisfecho por aquella prueba de docilidad de la niña que tanto amaba, le endilgó su enorme instrumento entre los muslos y, retirándolo en el momento de la descarga, le inundó completamente las dos nalgas. Curval había hecho lo mismo con Zelmira, pero el obispo y Durcet se contentaron con lo que se llama la "pequeña oca y, después de la siesta, pasaron al salón, donde la bella Duelos, engalanada aquel día con todo lo que mejor podía hacer olvidar su edad, parecía verdaderamente hermosa bajo las luces, y hasta tal punto que nuestros libertinos, excitados, no le permitieron continuar sin que antes no hubiese mostrado sus nalgas a la reunión.
—Verdaderamente tiene un hermoso culo —dijo Curval.
—Y bueno, amigo mío —dijo Durcet—. Te aseguro que he visto pocos que sean mejores.
Y recibidos estos elogios, nuestra narradora se bajó las faldas y reanudó el hilo de su historia de la manera que el lector leerá, si se toma la molestia de continuar, cosa que le aconsejamos en interés de sus placeres.
Una reflexión y un acontecimiento fueron la causa, señores, de que lo que me falta por contaros no se encuentre ya en el mismo campo de batalla; la reflexión es muy sencilla: fue el desgraciado estado de mi bolsa lo que la suscitó. Después de nueve años de vivir en casa de la Guérie, aunque gastara poco, no había podido ahorrar ni cien luises; aquella habilísima mujer, mirando siempre por sus intereses, encontraba siempre el medio de guardar para ella las dos terceras partes de las entradas y rebañaba todo lo que podía del otro tercio. Este manejo me disgustó y, vivamente solicitada por otra alcahueta llamada Fournier para que me fuera con ella, y sabiendo que la Fournier recibía en su casa a viejos calaveras de más tono y más ricos que los que recibía la Guérin, me decidí a despedirme de ésta para irme con la otra. En cuanto al acontecimiento que vino a apoyar mi reflexión, fue la pérdida de mi hermana; la quería mucho y no fue posible quedarme más tiempo en una casa donde todo me la recordaba sin poder encontrarla.
Desde hacía seis meses mi querida hermana era visitada por un hombre alto, enjuto y negro, cuyo rostro me desagradaba infinitamente. Se encerraban juntos, y no sé qué hacían en la habitación, porque mi hermana nunca quiso decírmelo, y nunca se colocaban en el sitio donde yo hubiera podido observarlos. Sea como fuere, una hermosa mañana, mi hermana se presentó en mi habitación, me besó y me dijo que su fortuna estaba hecha, que era la mantenida de aquel tipo que no me gustaba nada, y todo lo que supe es que todo lo que ella iba a ganar debíase a la belleza de sus nalgas. Dicho esto, me dio su dirección, arregló cuentas con la Guérin, nos besó a todas y se fue. Como podéis imaginar, dos días después me presenté en la dirección indicada, pero allí no sabían ni de qué hablaba yo; me di perfectamente cuenta de que mi hermana había sido engañada, porque no podía creer que desease privarme del placer de verla. Cuando me lamenté de lo que ocurría con la Guérin, advertí que ésta sonreía malignamente y rehuía explicarse. De aquí deduje que ella estaba en el misterio de toda la aventura, pero que no quería que yo lo descubriese. Todas estas cosas me afectaron mucho y me hicieron tomar mi partido, y como no tendré ocasión de volver a hablaros de mi hermana, os diré, señores, que a pesar de las pesquisas que hice, de las precauciones que tomé para descubrir su paradero me ha sido imposible volver a saber qué había sido de ella.

—Creo que veinticuatro horas después de haberse despedido de ti había dejado de existir —dijo la Desgrangés—. Ella no te engañaba, sino que fue ella misma la engañada, pero la Guérin sabía de qué se trataba.
—¡Dios del Cielo! —exclamó entonces la Duclos—. ¿Qué estás diciendo? ¡Ay! Aunque no la veía, acariciaba la idea de que estaba viva.
—Andabas muy equivocada —dijo la Desgrangés—, pero no te había mentido; fue la belleza de sus nalgas, la asombrosa superioridad de su culo lo que le valió la aventura en la que creyó encontrar su suerte y significó su muerte.
—¿Y el hombre alto y enjuto? —preguntó la Duclos.
—Era sólo un intermediario, no trabajaba por su propia cuenta.
—Sin embargo —dijo la Duclos—, la había visto asiduamente durante seis meses.
—Para engañarla —contestó la Desgrangés—. Pero prosigue tu relato. Estas aclaraciones podrían aburrir a esos señores. Como esta historia me atañe, ya les daré buena cuenta de ella.
—Nada de sentimentalismos, Duclos —dijo secamente el duque al ver que la narradora se esforzaba por retener sus lágrimas involuntarias—. Aquí no hay lugar para penas de esa índole y aunque se hundiese toda la naturaleza no lanzaríamos ni un solo suspiro; dejemos las lágrimas para los imbéciles y los niños, pero que jamás mancillen las mejillas de una mujer razonable y que estimamos.
Después de oír estas palabras nuestra heroína se contuvo y pronto reanudó su relato.
—Debido a las dos causas que acabo de explicar, tomé mi partido, señores, y como la Fournier me ofrecía mejor alojamiento, una mesa mejor servida, partidas de placer más caras aunque más penosas, y siempre partes iguales en los beneficios, sin ningún recorte, me decidí inmediatamente. La señora Fournier ocupaba entonces una casa entera y su serrallo estaba compuesto por cinco lindas muchachas; yo fui la sexta. Seguramente aprobaréis que haga aquí lo que he hecho respecto a la casa de la Guérin, es decir, que describa a mis compañeras a medida que representen un papel.
»Desde el día siguiente al de mi llegada, se me dio trabajo, porque había mucha clientela en casa de la Fournier, y cada una de nosotras se ocupaba cinco o seis veces al día; pero sólo os hablaré, como he hecho hasta ahora, de las escenas que puedan llamar vuestra atención por su singularidad o extravagancia.
»El primer hombre que vi en mi nueva casa fue un pagador de rentas, hombre de unos cincuenta años. Me hizo arrodillar, con la cabeza inclinada sobre la cama, y él se instaló igualmente sobre la cama, arrodillado, de modo que como su verga rozaba mi boca, que me había ordenado mantuviese muy abierta, no perdí una sola gota de su eyaculación, y el libertino se divirtió extraordinariamente ante las contorsiones y los esfuerzos que yo hacía para no vomitar aquel repugnante gargarismo.
»Ahora, señores —prosiguió la Duelos— contaré seguidas, aunque sucedieron en épocas diferentes, cuatro aventuras de este mismo tipo que sucedieron en casa de la señora Fournier. Estos relatos, bien lo sé, no disgustarán a Durcet, quien me agradecerá que lo entretenga durante el resto de esta sesión con algo que es de su gusto y que me proporcionó el honor de conocerlo por primera vez.
—¡Vaya! —dijo Durcet—. ¿Me darás un papel en tu historia?
—Si me lo permitís, señor —contestó la Duelos—, y con el ruego de que aviséis a esos señores cuando llegue a vuestro asunto.
—Y mi pudor... ¿qué? ¿Vas a exhibir delante de todas esas muchachas mis indecencias?
Y como todos se echaron a reír ante el temor burlón del financiero, la Duelos prosiguió:
Un libertino tan viejo y tan repugnante como el que acabo de describir, me dio la segunda representación de esta manía; hizo que me tumbara desnuda sobre una cama, se tendió en sentido contrario sobre mí, puso su verga dentro de mi boca y su lengua en mi coño, y en esta posición exigió que le diese las titilaciones de voluptuosidad que pretendía debían proporcionarme su lengua. Yo chupaba como una condenada. Se trataba de mi virginidad para él, lamió, removió y se afanó en todas sus maniobras infinitamente más para él que para mí. Sea como sea, yo me sentía neutra, feliz de no sentirme asqueda, y el libertino descargó; operación que, siguiendo las indicaciones de la Fournier, hice que fuera lo más lúbrica posible, apretando mis labios, chupando, exprimiendo en mi boca el jugo que soltaba y pasando mi mano sobre sus nalgas para cosquillearle el ano, episodio que él me sugirió y en el que puso todo lo que pudo de su parte... Cuando el asunto hubo terminado, el hombre se marchó, no sin antes asegurarle a la Fournier que nunca se había topado antes con una muchacha como yo que lo hubiese satisfecho tanto.
Poco después de esta aventura, curiosa por saber qué venía a hacer en la casa una vieja bruja de más de setenta años y que llegaba con el aire de esperar algún trabajo, se me dijo que efectivamente lo hacía. Presa de curiosidad por saber qué diablos podría hacer tal esperpento, pregunté a mis compañeros si no. había allí una habitación desde donde se pudiera atisbar, como en casa de la Guérin. Habiéndoseme contestado que sí la había, una de las muchachas me condujo a ella, y como había lugar para dos nos instalamos allí, y he aquí lo que vimos y lo que oímos, porque, como las dos habitaciones sólo estaban separadas por un tabique era muy fácil no perderse ni una palabra. La vieja llegó primero y, tras haberse contemplado en el espejo, se arregló, como si creyera que sus encantos tendrían todavía algún éxito. Al cabo de unos minutos, vimos llegar al Dafnis de aquella nueva Cloe, éste debía tener a lo sumo sesenta años, era un pagador de rentas que vivía holgadamente y le gustaba más gastar su dinero con pelanduscas de desecho como aquella que con lindas muchachas, y esto en razón de aquella singularidad del gusto que vosotros, señores, comprendéis tan bien y explicáis mejor. El hombre se adelanta y mira de arriba abajo a su dulcinea, la cual le hace una profunda reverencia.
—No hagas tantas historias, vieja puta —dijo el libertino— y desnúdate... Pero antes, a ver, ¿tienes dientes?
—No, señor, no me queda ni uno —dijo la vieja, mostrando su boca infecta—. Podéis mirar...
Entonces nuestro hombre se aproxima y, cogiéndole la cabeza le da en los labios uno de los más ardientes besos que he visto dar en mi vida; y no solamente besaba, sino que chupaba, devoraba, hundía amorosamente su lengua hasta la putrefacta garganta, y la buena vieja, que desde hacía mucho tiempo no se había encontrado en semejante fiesta, se lo devolvía con ternura... que me resultaría muy difícil describir.
—¡Vamos, desnúdate! —dijo el financiero.
Y mientras tanto se desabrocha la bragueta y se saca un miembro negro y arrugado que no tenía trazas de aumentar mucho de tamaño. Cuando la vieja se ha desnudado del todo, y ofrece a su amante un viejo cuerpo amarillento y arrugado, seco, colgante y descarnado, cuya descripción, sean cuales sean las fantasías que podríais tener sobre este punto, os causaría demasiado horror para que yo me atreva a emprenderla; pero lejos de sentirse asqueado, nuestro libertino se extasía; coge a la vieja, la atrae hacia él sobre el sillón donde estaba meneándosela mientras esperaba que ella se desnudara, le hunde otra vez la lengua dentro de la boca y, volviéndola de espaldas, ofrece su homenaje al reverso de la medalla. Vi perfectamente cómo manoseaba sus nalgas, es decir, los dos pingos que caían ondeantes sobre sus muslos. Pero fuesen como fuesen, el hombre las separó, pegó voluptuosamente sus labios a la cloaca inmunda que encerraban, hundió en ella su lengua varias veces, y todo eso mientras la vieja trataba de dar un poco de consistencia al miembro muerto que meneaba.
—Vamos al grano —dijo el platónico enamorado—. Sin mi plato fuerte, todos tus esfuerzos serían inútiles. ¿Has sido advertida?
—Sí, señor.
—¿Y sabes qué es lo que tienes que tragar?
—Sí, corderito; sí, palomo. Tragaré, devoraré todo lo que tú hagas.
Entonces el libertino la echa sobre la cama boca abajo, y en esta posición le mete en el pico su floja verga, se la hunde hasta los cojones, le toma las dos piernas de su goce y se las coloca sobre los hombros, de modo que su hocico se encuentra rozando las nalgas de la vieja. Su lengua se instala al fondo del agujero delicioso; la abeja que busca el néctar de la rosa no chupa, de una lanera más voluptuosa; la vieja, por su parte, también chupa, nuestro hombre se agita. —¡Ah, joder! —exclama al cabo de un cuarto de hora de este ejercicio libidinoso—. ¡Chupa, chupa, puta! ¡Chupa y traga!, ¡rediós!, ya llego, ¿no te das cuenta? Y besando todo lo que se ofrece a él, muslos, vagina, nalgas, ano, todo es lamido, todo es chupado, la vieja traga, y el pobre vejestorio que se retira tan mustio como antes, y que verosímilmente ha descargado sin erección, sale avergonzado de su extravío, y gana lo más rápidamente posible la puerta para no tener que ver, sereno, el cuerpo, repugnante que acaba de seducirlo.
—¿Y la vieja? —pregunta el duque.
—La vieja tosió, escupió, se sonó, se vistió lo más rápidamente que pudo y salió.
Pocos días después, le tocó a la misma compañera que me había proporcionado el placer de esta escena. Era una muchacha de unos dieciséis años, rubia y con la cara más interesante del mundo; no dejé de ir a contemplarla mientras trabajaba. El hombre con quien debía unirse era por lo menos tan viejo como el pagador de rentas. Hizo que se pusiera de rodillas entre sus piernas, le fijó la cabeza agarrándola por las orejas y le hundió en la boca una verga que me pareció más sucia y repugnante que un trapo de cocina arrastrado por un arroyo. Mi pobre compañera, al ver acercarse a sus labios frescos aquella porquería, quiso apartar la cabeza, pero no en vano la tenía nuestro hombre bien agarrada por las orejas como a un perro.
—¡Vamos, puta! —le dijo— ¿Te haces la difícil?
Y, amenazándola con llamar a la Fournier, quien seguramente le había recomendado que fuera complaciente, logró vencer sus resistencias. Ella abre los labios, retrocede, vuelve a abrirlos y finalmente traga, hipando, con su boca gentil, aquella reliquia infame. Desde aquel momento, ya sólo se oían los insultos del criminal.
—¡Ah, bribona! —dijo el hombre furioso—. ¡Cuántos aspavientos haces para chupar la más hermosa verga de Francia! ¿Crees que nos vamos a lavar todos los días para ti? ¡Vamos, puta, chupa, chupa el confite!
Y excitándose, a medida que hablaba, con la repugnancia que inspiraba a su compañera, tanto es verdad, señores, que el asco que nos proporcionáis se convierte en un aguijón para vuestro goce, el libertino se extasía y deja en la boca de aquella pobre muchacha pruebas inequívocas de su virilidad. Pero la muchacha, menos complaciente que la vieja, no traga nada, y mucho más asqueada que aquélla, vomita al punto todo lo que tenía en su estómago, y nuestro libertino, abrochándose, sin preocuparse de ella, se burla entre dientes de las consecuencias crueles de su libertinaje.
Llegó mi vez, pero más afortunada que las dos precedentes, era al amor mismo al que estaba destinada, y sólo me quedó, después de haberlo gozado, el asombro de encontrar gustos tan extraños en un joven tan bien formado para agradar. Llega, me pide que me desnude, se tiende sobre la cama, me ordena que me ponga en cuclillas sobre su cara y que trate, con mi boca, de hacer descargar una verga muy mediocre pero que me recomienda y cuyo semen me ruega que trague, en cuanto lo sienta correr.
—Pero no permanezcas ociosa entre tanto —añade el pequeño libertino—, que tu coño inunde mi boca de orina, la cual te prometo tragar como tú tragas mi semen, y, además, que tu hermoso culo lance pedos contra mi nariz.
Le obedezco y cumplo a la vez mis tres cometidos con tanto arte que la pequeña anchoa descarga pronto todo su furor en mi boca, y trago la eyaculación mientras mi adonis hace otro tanto con mi orina, y todo eso sin dejar de respirar los pedos con que no dejo de perfumarlo.
—En verdad, señorita —dijo Durcet—, te hubieras podido ahorrar el revelar las puerilidades de mi mocedad.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo el duque riendo—. ¿Cómo es posible que tú, que hoy apenas te atreves a mirar un coño, lo hicieras mear en otro tiempo?
—Es verdad —dijo Durcet—, me avergüenzo de ello; es terrible tener que reprocharse vilezas de esta índole, ahora, amigo mío, cuando siento todo el peso de los remordimientos..., ¡deliciosos culos! —exclamó en su entusiasmo, besando el de Sofía, que había atraído hacia sí para manosearlo unos momentos—. ¡Culos divinos, cuánto me reprocho el incienso de que os he privado! ¡Oh culos deliciosos, os prometo un sacrificio expiatorio, juro ante vuestros altares no volver a extraviarme en mi vida!
Y habiéndolo calentado un poco aquel hermoso trasero, el libertino colocó a la novicia en una posición muy indecente, sin duda, pero en la cual podía, como se ha visto antes, hacer mamar su pequeña anchoa mientras él chupaba el ano más lozano y más voluptuoso del mundo. Pero Durcet, demasiado hastiado para poder entregarse a tal placer, encontraba muy raramente su vigor; por más que fue chupado, por más que se le hizo, tuvo que retirarse en el mismo estado de desfallecimiento, y denostando y blasfemando contra la muchacha, tuvo que aplazar para otro momento más oportuno los placeres que la naturaleza le rechazaba a la sazón.
No todo el mundo era tan desgraciado; el duque, que había pasado a su gabinete con Colomba, Zelamiro, Brise-Cul y Thérése, lanzó rugidos que demostraban su felicidad, y Colomba, que escupía con toda su fuerza en el momento de salir, no dejó la menor duda sobre el templo que había sido incensado. En cuanto al obispo, con las nalgas de Adelaida sobre su nariz y la verga del hombre en su boca, se divertía haciendo lanzar pedos a la joven, mientras Curval, de pie, haciendo soplar su enorme corneta a Hébé eyaculaba locamente.
Se sirvió la cena. El duque sostuvo la tesis de que si la felicidad consistía en la completa satisfacción de todos los placeres de los sentidos, era muy difícil ser más feliz de lo que ellos eran.
—Esta afirmación no es la de un libertino —dijo Durcet—. ¿Cómo puedes ser feliz, desde el momento en que puedes satisfacerte en todo momento? La felicidad no consiste en el goce, sino en el deseo, en romper los frenos que se oponen a ese deseo. Ahora bien, ¿se halla todo eso aquí, donde sólo tengo que desear para tener? En cuanto a mí, puedo jurar que desde que estoy aquí, mi semen no ha corrido ni una sola vez en homenaje a los objetos presentes. Sólo se ha derramado por los que no están, y por otra parte, creo, falta algo esencial para nuestra felicidad. Es el placer de la comparación, placer que sólo puede provenir del espectáculo de los desgraciados, y aquí no los hay. Es lo esencial para nuestra dicha. De la contemplación de aquel que no goza de lo que yo tengo y que sufre nace el encanto de poder decir: soy pues más feliz que él; allí donde los hombres sean iguales y donde esas diferencias no existan, la felicidad no existirá nunca. Es el caso de un hombre que sólo aprecia la salud cuando ha estado enfermo.
—En este caso —dijo el obispo—, tú basarías un placer real en poder contemplar las lágrimas de aquellos que están abrumados por la miseria.
—Por supuesto —contestó Durcet—. No hay en el mundo tal vez voluptuosidad más sensual que ésta de que has hablado.
—¿Qué, sin aliviarla? —dijo el obispo, deseoso de que Durcet se extendiera sobre un tema tan del gusto de todos, y que era tan capaz de tratar a fondo.
—¿Qué entiendes por aliviar? —dijo Durcet—. Pero la voluptuosidad que nace para mí de esa dulce comparación entre su estado y el mío no existiría si yo los aliviara, porque entonces, al sacarlos de su miseria, les haría gozó durante unos momentos de una felicidad que, al ponerlos a la par conmigo, eliminaría todo el goce de la comparación.
—Bueno, según eso —dijo el duque—, sería preciso de alguna manera, para establecer mejor esta diferencia esencial de la felicidad, sería preciso, digo, agravar su situación.
—Sin duda alguna —dijo Durcet—, y eso explica las infamias que se me han reprochado toda la vida. La gente que ignoraba mis motivos me llamaba duro, feroz y bárbaro, pero burlándose de todas sus denominaciones yo seguía mi camino, hacía, convengo en ello, lo que los mentecatos llaman atrocidades, pero establecía goces de comparaciones deliciosas, y era feliz.
—Confiesa el hecho —dijo el duque— de que más de veinte veces hundiste a desgraciados para halagar en este sentido tus gustos perversos.
—¿Más de veinte veces? —dijo Durcet—. Más de doscientas, amigo mío, y podría sin exageración citar a más de cuatrocientas familias reducidas hoy a la mendicidad y que no representan nada para mí.
—¿Has sacado algún provecho de ellas, por lo menos? —preguntó Curval.
—Casi siempre, pero a menudo también lo he hecho sólo por esta perversidad que casi siempre despierta en mí a los órganos de la lubricidad; haciendo el mal tengo erecciones, encuentro en el mal un atractivo lo bastante excitante como para despertar en mí todas las sensaciones del placer, y a él me entrego por él mismo, sin otro interés ajeno.
—Ese gusto es el que mejor puedo concebir —dijo Curval—. Cien veces he dado mi voto cuando estaba en el Parlamento para hacer ahorcar a desgraciados que yo sabía eran inocentes, y nunca cometí esas pequeñas injusticias sin experimentar dentro de mí un cosquilleo voluptuoso, allá donde los órganos del placer de los testículos se inflaman pronto. Juzgad lo que he sentido cuando he hecho algo peor.
—Es cierto —dijo el duque, que empezaba a calentarse manoseando a Céfiro— que el crimen tiene suficiente encanto como para inflamar todos los sentidos sin que se esté obligado a echar mano de otros recursos, y nadie concibe como yo que las canalladas, incluso las más alejadas del libertinaje, puedan causar la erección como las que le son propias. Yo que os estoy hablando, he tenido erecciones robando, asesinando, incendiando, y estoy perfectamente seguro de que no es el objeto del libertinaje lo que nos anima, sino la idea del mal, y que en consecuencia es sólo por el mal por lo que tenemos erecciones y no por el objeto, de tal suerte que si el objeto estuviese desprovisto de la posibilidad de empujarnos a hacer el mal no tendríamos erecciones a causa de éste.
—Nada es más cierto —dijo el obispo—, y de ahí nace la certidumbre del mayor placer por la cosa más infame y de cuyo sistema uno no debe apartarse, a saber, que cuanto más quiera uno suscitar el placer en el crimen, más necesario será que el crimen sea horrible, y en cuanto a mí, señores, si me es permitido citarme, os confieso que estoy a punto de no volver a experimentar esa sensación de que habláis, de no experimentarla, digo, por los pequeños crímenes, y si éste que cometo no reúne tanta negrura, tanta atrocidad, tanto engaño y traición como sea posible, la sensación ya no nace.
—Bueno —dijo Durcet—, ¿es posible cometer crímenes tal como se conciben y como dices tú? En lo que a mí se refiere, confieso que mi imaginación siempre ha estado en eso más allá de mis medios; siempre he concebido más de lo que he realizado, y siempre me he quejado de la naturaleza que, al darme el deseo de ultrajar, me quitaba los medios de hacerlo.
—Sólo se pueden cometer dos o tres crímenes en este mundo —dijo Curval—, y una vez cometidos, todo queda dicho. El resto es inferior y no se experimenta nada. Cuántas veces, ¡rediós!, no he deseado que se pudiera atacar al sol, privar de él al universo o aprovecharlo para abrasar al mundo; esos serían crímenes, y no los pequeños extravíos a que nos entregamos que se limitan a metamorfosear al cabo del año a una docena de criaturas en montículos de tierra.
Y con todo esto, como las cabezas se calentaban, lo que ya habían sufrido dos o tres muchachas, y las vergas empezaban a endurecerse, se levantaron de la mesa para ir a derramar en las lindas bocas los chorros de aquel licor cuyo picor demasiado fuerte hacía proferir tantos horrores. Aquella noche se limitaron a los placeres de la boca, pero inventaron cien maneras de variarlos, y cuando se hartaron fueron a tratar de buscar en algunas horas de descanso las fuerzas necesarias para volver a empezar.

Novena jornadaEditar

La Duelos advirtió aquella mañana que creía prudente ofrecer a las muchachas otros blancos para el ejercicio de la masturbación que no fuesen los jodedores que se empleaban o bien que cesaran las lecciones, por considerar que las muchachas estaban suficientemente instruidas. Dijo, con mucha razón y verosimilitud, que emplear a aquellos jóvenes conocidos por el nombre de jodedores podía ser causa de intrigas que era prudente evitar, que además aquellos jóvenes, no valían absolutamente nada para aquel ejercicio, porque descargaban en seguida, y que ello redundaba en perjuicio de los placeres que esperaban los culos de aquellos señores. Se decidió, pues, que las lecciones cesaran, y tanto más cuanto que entre las muchachas había algunas que sabían menear las vergas de maravilla; Agustina, Sofía y Colomba hubieran podido medirse, por la habilidad y ligereza de sus muñecas, con las más famosas meneadoras de la capital. De todas ellas, Zelmira era la menos hábil: no porque no fuese rápida y diestra en todo lo que ella hacía, sino porque su carácter tierno y melancólico no le permitía olvidar sus penas y siempre estaba triste y pensativa. En la visita de la comida de aquel día, su dueña la acusó de haber sido sorprendida la noche anterior rezando a Dios antes de acostarse; fue llamada, se la interrogó y le preguntaron cuál era el tema de sus oraciones; al principio ella se negó a confesarlo, pero luego, al verse amenazada, confesó llorando que rogaba a Dios que la librase de los peligros que la acechaban y, sobre todo, que no se atentara contra su virginidad. El duque, entonces, le declaró que merecía la muerte, y le hizo leer el artículo del reglamento sobre esto.
—Pues bien —dijo ella—, máteme. El Dios a quien invoco tendrá al menos piedad de mí, máteme antes de deshonrarme, y esta alma que le consagro por lo menos volará pura hasta su seno, me veré libre del tormento de ver y escuchar tantos horrores cada día.
Una respuesta como ésta, tan llena de virtud, candor y amenidad, provocó unas prodigiosas erecciones en nuestros libertinos. Algunos opinaban que se la desvirgase inmediatamente, pero el duque, recordándoles los inviolables compromisos contraídos, se contentó con condenarla, de acuerdo con sus compañeros a un violento castigo para el sábado siguiente, y mientras tanto que se acercase de rodillas y chupara durante un cuarto de hora la verga a cada uno de ellos, con la advertencia de que en caso de reincidencia, sería juzgada con todo el rigor de las leyes y seguramente perdería la vida. La pobre niña cumplió la primera parte de la penitencia, pero el duque, a quien la ceremonia le había excitado, y que después del fallo le había manoseado prodigiosamente el culo, soltó villanamente todo su semen en aquella linda boquita, y amenazóla con estrangularla si rechazaba una sola gota, y la pobre desgraciada se lo tragó todo, no sin una gran repugnancia. Los otros tres fueron chupados a su vez, pero no eyacularon nada, y después de las ceremonias ordinarias de la visita al aposento de los muchachos y a la capilla, que aquella mañana produjo tan poco porque casi todo el mundo había sido rechazado, comieron y pasaron al café.
Este era servido por Fanny, Sofía, Jacinto y Zelamiroe; Curval imaginó joder a Jacinto sólo entre los muslos y obligar a Sofía a que se colocara entre los muslos de Jacinto y chupara la parte saliente de su pito. La escena fue agradable y voluptuosa, meneó e hizo descargar al hombrecillo en la nariz de la muchacha, y el duque, que a causa de la longitud de su verga, era el único que podía imitar esta escena, se despachó de la misma forma con Zelamiroe y Fanny, pero el joven todavía no eyaculaba, por lo cual se vio privado de un episodio muy interesante del que Curval gozaba. Después de ellos, Durcet y el obispo se las entendieron con los cuatro muchachitos y también se las hicieron chupar, pero ninguno descargó y, tras una corta siesta, pasaron al salón de los relatos donde ya se encontraba dispuesto todo el mundo, y la Duelos reanudó el hilo de sus narraciones:
Con cualquier otro que no fuerais vosotros, señores —dijo esta amable mujer, temería tocar el tema de las narraciones que nos ocuparán toda esta semana, pero por crapuloso que sea, vuestros gustos me son demasiado conocidos para estar segura de que en vez de disgustaras os seré agradable. Escucharéis, os lo prevengo, porquerías abominables, pero vuestros oídos ya están acostumbrados a ello, vuestros corazones las aprueban y desean, y sin más demora entro en materia.
En casa de la señora Fournier teníamos un antiguo cliente llamado el caballero, no sé por qué ni cómo, que solía venir todas las noches para una ceremonia tan sencilla como extraña: se desabrochaba la bragueta y era preciso que una de nosotras, por turno, cagara en sus calzones. Volvía a abrocharse inmediatamente y salía llevándose su paquete. Mientras se lo proporcionaban, nuestro hombre se meneaba la verga un rato, pero nunca se le vio eyacular y no se sabía a donde iba con su mojón así embraguetado.
—¡Oh! ¡Pardiez! —dijo Curval, que siempre que oía algo tenía ganas de hacerlo—. Quiero que alguien se cague en mis calzones y conservarlo durante toda la velada.
Y ordenando a Luisona que acudiera a hacerle este favor, el viejo libertino dio a la reunión la representación efectiva de aquello cuyo relato había escuchado.
—¡Vamos, sigue! —dijo flemáticamente a la Duelos, colocándose cómodo en su canapé—. Este asunto sólo incomodará a Alina, mi encantadora compañera en esta velada, en cuanto a mí, me acomodo a ello perfectamente.
Y la Duelos prosiguió así:
Prevenida, dijo, de todo lo que ocurriría con el libertino que me enviaban, me vestí de muchacho y, como sólo tenía veinte años, una hermosa cabellera y un lindo rostro, el atavío me sentaba maravillosamente. Antes de encontrarme con él, había tenido la precaución de hacer, en mis calzones, lo que el señor presidente acaba de hacerse en lo suyos. Mi hombre me esperaba en la cama, yo me acerco a él, me besa dos o tres veces muy lúbricamente en la boca, me dice que soy el más lindo muchachito que ha visto en su vida, y mientras tanto, sin dejar de piropearme, trata de desabrocharme los calzones. Yo me defiendo un poco, sólo con la intención de inflamar sus deseos, él insiste, logra sus propósitos, pero cómo describir el éxtasis que hace presa en él cuando ve el paquete que llevo y el embarrado de mis nalgas.
—¡Cómo, pequeño bribón! ¿Te has cagado en los calzones?... ¿Cómo puedes hacer tales cochinadas?
Y dicho esto, teniéndome siempre de bruces y con los calzones bajados, se menea la verga, se agita, se echa sobre mi espalda y lanza su eyaculación sobre el paquete de caca, mientras hunde su lengua en mi boca.
—¡Eh! ¡Qué! —dijo el duque—. ¿No tocó nada, no manoseó nada de lo que sabes?
—No, monseñor —contestó la Duclos—. Lo cuento todo y no oculto ningún detalle; pero tened un poco de paciencia y paulatinamente llegaremos a lo que os referís.
—Vamos a ver a un tipo muy divertido —me dijo una de mis compañeras—. Ese no tiene necesidad de compañía, se divierte solo.
Fuimos al agujero, enteradas de que en la habitación contigua, a donde tenía que dirigirse, había un orinal en el que se nos había ordenado que defecáramos durante cuatro días y que contenía por lo menos una docena de cagadas. Nuestro hombre llega; era un viejo arrendador de unos setenta años; se encierra, va derecho al orinal que sabe que contiene los perfumes cuyo goce ha pedido. Lo coge y, sentándose en un sillón, examina amorosamente durante una hora todas las riquezas de que se le ha hecho dueño; huele, toca, palpa, los saca uno tras otro para tener el placer de contemplarlos mejor. Finalmente, extasiado, saca de su bragueta un pellejo negro que sacude con todas sus fuerzas; con una mano menea y hunde la otra en el orinal, lleva a ese instrumento que se festeja un pasto susceptible de inflamar sus deseos; pero no se le empalma. Hay ocasiones en que hasta la naturaleza se muestra reacia ante los excesos que más nos deleitan. Por más que el hombre hizo, nada se levantó; pero a fuerza de sacudidas, hechas con la misma mano que acababa de ser hundida en los mismos excrementos, la eyaculación se produce, el hombre se envara, se tumba en la cama, huele, respira, frota su verga y descarga sobre el montón de mierda que también acaba de deleitarlo.
Otro hombre cenó conmigo, y quiso que en la mesa hubiera doce platos llenos de los mismos manjares, mezclados con los de la comida. Los olió uno tras otro y me ordenó que, después de haber comido, le meneara la verga sobre el plato que le había parecido más apetecible.
Un joven relator del Consejo de Estado pagaba por las lavativas que hacía; cuando me tocó, me administró siete seguidas con sus propias manos. Después de haberme administrado una, me hacía subir a una escalera doble, él se colocaba debajo y yo devolvía sobre su verga, que no dejaba de menearse, todo el líquido con que acababa de regar mis entrañas.
Fácil es imaginar que aquella velada se dedicó toda a porquerías más o menos de la índole que acabamos de escuchar, y esto es más fácil de creer por cuanto este gusto era general en los cuatro amigos, y aunque Curval fue quien lo llevó más lejos, los otros tres no se quedaron cortos. Las ocho defecaciones de las muchachas fueron colocadas entre los platos de la cena, y en las orgías sin duda se fue todavía más allá en eso con los muchachos, y de este modo terminó el noveno día, cuyo fin se vio llegar con tanto más placer cuanto que creíase que al día siguiente escucharían sobre el tema que les gustaba otros tantos relatos mucho más detallados.

Décima jornadaEditar

(Recuerda velar mejor al principio lo que aclararas aquí).

Cuanto más avanzamos, mejor podemos iluminar a nuestro lector sobre ciertos hechos que nos hemos visto obligados a velar al principio. Ahora, por ejemplo, podemos decirle cuál era el objeto de las visitas de la mañana a los aposentos de los muchachitos, la causa que obligaba a castigarlos cuando en estas visitas se encontraba a algunos culpables, y cuáles eran las voluptuosidades que se disfrutaban en la capilla: les estaba estrictamente prohibido a las personas de uno y otro sexo que fueran a los retretes sin un permiso expreso, a fin de que esas necesidades así retenidas pudieran servir a las necesidades de los que lo deseasen. La visita servía para enterarse acerca de si alguien había faltado a esta orden; el amigo que estaba de turno examinaba con cuidado todos los orinales de la habitación, y si hallaba uno que estuviera lleno, el culpable quedaba inmediatamente inscrito en el libro de los castigos. Sin embargo, se concedía una facilidad a aquellos, o aquellas que ya no podían aguantarse: podían ir unos momentos, antes de comer, a la capilla, donde se había instalado un retrete rodeado de manera que nuestros libertinos pudieran gozar del placer que la satisfacción de esta necesidad podía proporcionarles, y el resto que había podido aguantar el paquete, lo perdía en el transcurso del día de la manera que más gustaba a los amigos, y siempre seguramente de un modo acerca del cual se escucharán los detalles, ya que dichos detalles se referirán a todas las maneras de entregarse a esta nueva clase de voluptuosidad.
Había todavía otro motivo que merecía castigo, y era éste: lo que se llama la ceremonia del bidet no agradaba precisamente a nuestros amigos; Curval, por ejemplo, no podía soportar que las personas que tenían tratos con él se lavasen; Durcet, compartía esta manía, por lo cual ambos avisaban a la dueña de las personas con las cuales preveían que se divertirían al día siguiente, y a estas personas se les prohibía absolutamente que efectuaran abluciones o frotamientos de la índole que fuera, y los otros dos, que no abominaban de esto, aunque no les fuera esencial como a los dos primeros, se prestaban a la ejecución de este episodio, y si después del aviso de estar impuro, un sujeto decidía estar limpio, quedaba al instante inscrito en la lista de los castigos.
Tal fue el caso de Colomba y de Hébé esta mañana; ambas habían cagado la víspera en las orgías, y sabiendo que estarían de servicio a la hora del café del día siguiente, Curval, que contaba divertirse con las dos y que había avisado que las haría lanzar pedos, había recomendado que se dejaran las cosas en el estado en que se encontraban. Cuando las muchachas fueron a acostarse, no hicieron nada. Durante la visita, Durcet, avisado, quedó muy sorprendido al encontrarlas muy limpias; ellas se excusaron diciendo que se habían olvidado de ello, pero no por eso dejaron de ser inscritas en el libro de los castigos.
Aquella mañana no se concedió ningún permiso para ir a la capilla (El lector recordará en adelante lo que queremos decir). Preveíase demasiado la necesidad que se tendría de aquello por la noche durante el relato para no reservarlo todo para entonces.
Aquel día se interrumpieron igualmente las lecciones de masturbación a los jóvenes; eran inútiles ya y todos sabían menearla como las más hábiles putas de París. Céfiro y Adonis se distinguían sobre todo por su destreza y rapidez, y hay pocos pitos que no hubiesen eyaculado hasta la sangre meneados por sus manecitas, tan diestras como deliciosas.
No hubo nada de nuevo hasta la hora del café; estaba servido por Gitón, Adonis, Colomba y Hébé; estos cuatro niños estaban atiborrados de cuantas drogas pueden provocar ventosidades, y Curval que se había propuesto hacer peer, recibió pedos en gran cantidad. El duque se hizo chupar la verga por Gitón, cuya boquita apenas podía contener el enorme miembro que se le presentaba. Durcet cometió pequeños horrores de su gusto con Hébé, y el obispo jodió a Colomba entre los muslos. Dieron las seis, se pasó al salón, donde, todo dispuesto, la Duelos empezó a contar !o que va leerse:
Acababa de llegar a casa de la Fournier una nueva compañera que, por el papel que va a representar en el detalle de la pasión que sigue, merece que la describa al menos a grandes trazos. Era una joven modista, pervertida por el seductor del que os he hablado cuando la Guérin y que trabajaba también para la Fournier. Tenía catorce años, los cabellos castaños, los ojos marrones y llenos de fuego, el rostro más voluptuoso que sea posible ver, la piel blanca como el lirio y suave como el satén, bastante bien formada, aunque un poco gorda, ligero inconveniente que tenía por resultado el culo más rozagante y lindo, el más rollizo y blanco que haya existido en París. El hombre que le mandaron, como pude ver a través del agujero, la estrenaría, ya que la chiquilla era virgen, y seguramente por todos los lados. Un bocado como aquel sólo se entrega a un gran amigo de la casa: en aquel caso se trataba del viejo abad de Fierville, tan conocido por sus riquezas como por sus orgías, gotoso hasta la punta de los dedos. Llega todo infatuado, se instala en la habitación, examina todos los utensilios que le serán necesarios, lo prepara todo y llega la pequeña; la llamaban Eugénie. Un poco asustada de la figura grotesca de su primer amante, ella baja los ojos y se ruboriza.
—Acércate, acércate —le dice el libertino—, y muéstrame tus nalgas.
—Señor... —dice la niña, aturrullada.
—Vamos, vamos —dice el viejo libertino—; no hay nada peor que estas pequeñas novicias; no conciben que uno desee ver un culo. ¡Vamos, arremángate, arremángate!
Y la pequeña, temiendo disgustar a la Fournier, a la cual había prometido ser muy complaciente, se arremanga a medias por detrás.
—Más arriba, más arriba —dice el viejo calavera—. ¿Crees que me voy a tomar ese trabajo yo mismo?
Finalmente el bello culo aparece entero. El abad lo contempla, ordena a la muchachita que se mantenga erguida, luego le dice que se incline, le hace cerrar las piernas, luego que las mantenga abiertas y, apoyándola contra la cama, frota un momento con rudeza todas sus partes delanteras, que ha descubierto, contra el hermoso culo de Eugénie, como para electrizarse, como si quisiera atraer hacia sí un poco del calor de aquella bella criatura. De esto pasa a los besos, se arrodilla para hacerlo más cómodamente y, teniendo con sus dos manos las lindas nalgas lo más abiertas posible, acaricia los tesoros con los labios y la lengua.
—No me han engañado —dijo—, tienes un hermoso culo. ¿Cuándo cagaste por última vez?
—Hace un rato —contestó la pequeña—. La señora, antes de mandarme subir, me hizo tomar esta precaución.
—¡Ah! ¡Ah!... De manera que no tienes nada en el vientre... —dijo el libertino—. Bueno, vamos a comprobarlo.
Y, tomando la jeringa, la llenó de leche, y regresó junto a la chiquilla, apunta, la cánula e inyecta la lavativa. Eugénie, que había sido prevenida, se presta a todo, pero apenas el remedio se halla dentro de vientre el viejo va a acostarse en el canapé, de bruces, ordena a Eugénie que se ponga a horcajadas sobre él y le eche toda la cosa en la boca. La tímida criatura se coloca como se le ha ordenado, empuja, el libertino empieza a masturbarse, con su boca fuertemente adherida al agujero para no perder una sola gota del precioso licor que suelta. Lo traga todo con gran cuidado, y apenas ¡lega al último trago, pierde el semen que lo sume en el delirio. ¿Pero qué es ese mal humor, esa repugnancia que hace Presa en todos los libertinos después de la caída de sus ilusiones? El abad, rechazando a la pequeña después de haber terminado, se abrocha, afirma que ha sido engañado al prometerle que se le haría cagar a aquella niña, que seguramente no había cagado nada y que él ha tragado la mitad de sus excrementos. Hay que puntualizar que el abad solo quería la leche. Rezonga, blasfema, lanza pestes, dice que no pagará nada, que no regresará jamás, que no vale la pena ir allá para pequeñas mocosas como aquélla, y se va, no sin antes soltar otras invectivas que ya encontraré ocasión de citar en otra pasión en la que constituyen su esencia y que aquí sólo son accesorias.
—¡Qué hombre más delicado pardiez! —dijo Curval—. ¡Enfadarse porque recibió un poco de mierda, cuando hay quienes se la comen!
—¡Paciencia! ¡Paciencia, monseñor! —dijo la Duclos—. Permitidme que mi relato siga el orden que habéis exigido y veréis que llegamos a los singulares libertinos a que habéis aludido.
Dos días después me toco a mí. Como se me había avisado, me contuve durante treinta y seis horas. Mi héroe era un viejo capellán del rey, gotoso, como el precedente: una tenía que acercársele desnuda, pero con el coño y los pechos cuidadosamente cubiertos. Esto me había sido recomendado de una manera especial, tras haberme dicho que si el hombre, desgraciadamente, descubría algo de estas partes del cuerpo, no lograría nunca que descargara. Me acerco, él examina atentamente mi culo, me pregunta cuál es mi edad, si es verdad que tengo muchas ganas de cagar, de qué clase es mi mierda, si es blanca, si es dura y mil otras preguntas que parecían animarlo, porque poco a poco, mientras hablaba, su verga se levanta y me la muestra. Este pito de unas cuatro pulgadas de largo por dos o tres de circunferencia, a pesar de su animación, tenía una aire tan humilde y lastimoso, que casi se necesitaba un lupa para advertir que existía; sin embargo, a requerimiento del hombre, la cojo y, advirtiendo que mis sacudidas excitaban sus deseos, se puso en situación de consumar el sacrificio.
—¿Pero es de veras, pequeña, que tienes ganas de cagar? Porque no me gusta que me engañen; veamos, veamos si realmente hay mierda en tu culo.
Y dicho esto, me hunde el dedo del medio de su mano derecha hasta mis cimientos, mientras que con la izquierda sostenía la erección que yo había suscitado en su verga. Aquel dedo buzo no tuvo necesidad de ir muy lejos para convencerse de la necesidad real que yo le había asegurado que experimentaba; apenas hubo tocado, fue presa del éxtasis.
—¡Oh, rediós! —dijo—, no me ha engañado; la gallina va a poner y yo acabo de tocar el huevo.
El disoluto, encantado, me besa el trasero y, al ver que yo lo apremio, porque ya no puedo aguantar más, me hace subir a una especie de armatoste muy semejante al que tenéis aquí en la capilla, señores; una vez allí, con mi culo perfectamente expuesto ante sus ojos, podía yo cagar en un orinal colocado un poco debajo de mí, a dos o tres dedos de su nariz. Este armatoste había sido hecho para él, y lo usaba con frecuencia, porque venía casi cada día a casa de la Fournier, para ocuparse tanto con extrañas como con mujeres de la casa. Un sillón colocado debajo del círculo que sostenía mi culo, era el trono del personaje.
En cuanto me ve en esta postura, se sitúa en su lugar y me ordena que empiece. Viene el preludio de algunos pedos; los respira Finalmente aparece la mierda; se extasía y grita excitado:
—¡Caga, pequeña, caga, angel mío! ¡Hazme ver la mierda que sale de tu hermoso culo!
Y ayudaba con sus dedos a que saliera, apretando el ano para facilitar la explosión; mientras tanto, se meneaba la verga, observaba, se embriagaba de voluptuosidad, y al transportarlo por fin el exceso de placer, sus gritos, sus suspiros, sus manoseos, todo me convencía de que llegaba el último episodio del placer, de lo cual me convenzo volviendo la cabeza y viendo su pito en miniatura descargar algunas gotas de esperma en el mismo orinal que acababa yo de llenar. Este se marchó sin mal humor, me aseguró incluso que me haría el honor de volver a verme, aunque yo estaba persuadida de lo contrario, pues sabía que nunca veía dos veces a la misma muchacha.
—Comprendo perfectamente eso —dijo el presidente, que besaba el culo de Alina, su compañera de canapé—. Es preciso estar como estamos, es preciso verse reducido a la escasez que nos abruma para hacer cagar más de una vez un mismo culo.
—Señor presidente —dijo el obispo—, tu voz entrecortada me demuestra que se te ha puesto dura.
—¡Ah! ¡Nada de eso! —dijo Curval—. Estoy besando la nalgas de tu hija, que ni siquiera ha tenido la amabilidad de soltar un simple pedo.
—Tengo más suerte que tú —contestó el obispo—, porque tu mujer, que acaba de dedicarme la más bella y copiosa cagada...
—¡Silencio, señores, silencio! —dijo el duque, cuya voz parecía ahogada por algo que le cubría la cabeza—.
¡Silencio, pardiez! Estamos aquí para escuchar y no para obrar.
—Es decir, no haces nada —repuso el obispo—. ¿Y es para escuchar para lo que te has instalado debajo de tres o cuatro culos?
—Bueno, tiene razón. Prosigue, Duclos. Será más prudente para nosotros escuchar tonterías que hacerlas, hay que reservarse para luego.
Iba la Duclos a proseguir sus relatos, cuando se oyeron los rugidos acostumbrados y las blasfemias corrientes de las descargas del duque, el cual, rodeado de su cuadrilla, perdía lubricamente su semen, excitado por Agustina, y haciendo con Gitón, Céfiro y Sofía pequeñas cochinadas, muy semejantes a las que salían en los relatos.
—¡Ah, santo Dios! —dijo Curval—. No puedo soportar esos malos ejemplos; no hay nada que haga descargar tanto como ver que alguien descarga, y he aquí a esa putita —dijo, dirigiéndose a Alina— que no podía hacer nada hace un rato y ahora hace todo lo que se quiere... No importa, me contendré... ¡Ah!, por más que cagues, puta, por más que cagues, no descargaré.
—Veo bien, señores —dijo la Duclos—, que después de haberos pervertido corre de mi cuenta volveros a la razón, y para lograrlo voy a reanudar mi relato, sin esperar vuestras órdenes.
—¡Oh, no, no! —dijo el obispo—. Yo no soy tan reservado como el señor presidente; el semen me pica y tengo que soltarlo.
Y tras haber dicho esto, se le vio hacer delante de todo el mundo ciertas cosas que el orden que nos hemos prescrito no nos permite revelar todavía, pero cuya voluptuosidad hizo derramar pronto el esperma que bullía en sus cojones. Durcet, entregado completamente al culo de Teresa, no oyó nada, y puede creerse que la naturaleza le negaba lo que concedía a los otros, porque no permaneció mudo generalmente cuando le concedía sus favores. La Duclos, al ver que reinaba la calma prosiguió el relato de sus lúbricas aventuras:
Un mes después, vi a un hombre que casi era preciso violar para una operación muy semejante a la que acabo de contar. Cago en un plato y se lo coloco bajo la nariz, en el sillón donde se encontraba instalado leyendo un libro, como si no hubiese advertido mi presencia. Me insulta, me pregunta cómo soy tan insolente para hacer semejantes cosas delante de él, pero cuando huele la mierda la mira y la manosea, yo me excuso por haberme tomado tal libertad, él sigue diciéndome tonterías y acerca la mierda a su nariz, no sin decirme que ya volveríamos a vernos otra vez y que sabría cómo las gastaba.
Un cuarto personaje sólo empleaba para semejantes fiestas a viejas de setenta años; lo vi actuar con una que tenía por lo menos ochenta. Estaba acostado en un canapé, la matrona, a horcajadas encima de él, le soltó el paquete sobre el vientre, mientras le meneaba una vieja y arrugada verga que casi no descargó nada.
En casa de la señora Fournier había otro mueble bastante singular: era un especie de silla agujereada en la que un hombre podía instalarse de tal manera que su cuerpo aparecía en otra habitación y su cabeza se encontraba en el lugar del orinal. Yo estaba a su lado, arrodillada entre sus piernas y chupándole entretanto la verga con gran afición. Esta singular operación consistía en que un hombre del pueblo, alquilado para eso, y sin saber a ciencia cierta qué hacía, entrase por el lado donde estaba el asiento de la silla, se sentase encima y soltase su paquete de mierda, el cual caía a bocajarro sobre la cara del paciente que yo trataba; pero era necesario que aquel hombre fuese precisamente de baja condición y crapuloso; era preciso, además, que fuese viejo y feo, sin lo cual no era aceptado por el cliente, quien lo veía antes de la operación. No vi nada, pero lo oí todo: el instante del choque fue el de la eyaculación de mi hombre, su semen se disparó hacia mi gaznate a medida que la mierda le cubría el rostro, y lo vi salir de la habitación en un estado que me confirmó que lo habían servido bien. El azar, una vez terminada la representación, me hizo topar con el gentilhombre que acababa de actuar; era un bueno y honrado auvernés un peón albañil que estaba encantado de haberse ganado un escudo con una ceremonia que le había aliviado el vientre y le resultaba más dulce y agradable que cargar la gaveta. Era espantosamente feo y debía tener más de cuarenta años.
—Reniego de Dios —dijo Durcet—. Eso es.
Y, tras haber dicho esto, pasó a su gabinete con el más viejo de los jodedores, Thérése y la Desgrangés. Unos minutos después se le oyó rebuznar, y al regresar, no quiso comunicar a la compañía los excesos a los que se había entregado.
Se sirvió una cena que por lo menos fue tan libertina como de costumbre. Como los amigos, habían tenido la idea, después de aquella cena, de ir cada uno por su lado, en vez de divertirse juntos unos momentos, como tenían por costumbre hacer, el duque ocupó el tocador del fondo con Hércules, la Martaine, su hija Julia, Zelmira, Hébé, Zelamire, Cupidón y María.
Curval se apoderó del salón de los relatos con Constanza, que se estremecía cada vez que tenía que encontrarse con él, y a la que estaba lejos de tranquilizar, con la Fanchón, la Desgrangés, Brise-Cul, Agustina, Fanny, Narciso y Céfiro.
El obispo pasó al salón de reuniones con la Duelos, quien aquella noche fue infiel al duque para vengarse de la infidelidad que cometía él llevándose a la Martaine, con Alina, Bande-au-Ciel, Teresa, Sofía, la encantadora muchachita Colomba, Celadón y Adonis.
Durcet se quedó en el comedor, tras quitar las mesas, donde se extendieron alfombras y colocaron cojines. Se encerró allí, digo, con Adelaida, su querida esposa, Antínoo, Luisona, la Champville, Mimí, Rosette, Jacinto y Gitón.
Un recrudecimiento de lubricidad, más que otra causa, había sin duda dictado aquel arreglo, porque las cabezas se calentaron tanto durante aquella velada, que por unanimidad nadie se acostó, y resulta difícil imaginar cuántas suciedades e infamias hubo en cada habitación.
Al amanecer quisieron regresar a la mesa, aunque se había bebido mucho durante la noche, fueron al comedor en tropel, mezclados, y las cocineras que fueron despertadas prepararon huevos revueltos, chincara, sopa de cebolla y tortillas. Volvieron a beber, pero Constanza era presa de una tristeza que nada podía calmar. El odio de Curval contra ella crecía al mismo tiempo que su vientre, como había podido comprobar durante las orgías de aquella noche, pero aunque él no la había golpeado, porque se había convenido que la dejarían engordar en paz, la había colmado de malos tratos; ella quiso quejarse de esto a Durcet y al duque, su padre y su marido, pero éstos la mandaron al diablo y le dijeron que debía tener algún defecto desconocido para ellos que disgustaba al más virtuoso y honrado de los humanos; eso fue, todo lo que ella obtuvo. Tras esto, fueron a acostarse.

===Decimoprimera jornada

Se levantaron muy tarde y, suprimiendo aquel día todas las ceremonias usuales, se sentaron a la mesa al levantarse de la cama. El café, servido por Gitón, Jacinto, Agustina y Fanny, fue bastante tranquilo, aunque Durcet se empecinó en que Agustina lanzara pedos y el duque trató de meter su verga en la boca de Fanny. Pero como del deseo a su realización, para aquellos personajes, no había más que un paso, fueron satisfechos; felizmente Agustina iba preparada y pudo lanzar una docena de pedos en la boca del pequeño financiero que casi tuvieron la virtud de ponérsela dura. En cuanto a Curval y al obispo, se limitaron a manosear las nalgas de los dos muchachitos, y se pasó al salón de los relatos.
—Mira, —me dijo un día la pequeña Eugénie, que empezaba a familiarizarse con nosotras, y a quien seis meses de burdel habían hecho más linda—, mira, Duclos —me dijo, levantándose las faldas—, cómo quiere la Fournier que tenga el culo todo este día.
Y diciendo esto me hizo ver una capa de mierda de una pulgada de espesor que cubría el bonito agujerito de su culo.
—¿Y qué quiere que hagas con eso? —le pregunté.
—Es para un viejo caballero que vendrá esta noche —contestó ella— y desea ver mierda en mi culo.
—Bueno —contesté—, quedará contento, porque es imposible tener más.
Y la muchacha me dijo que, después de haber cagado, la Fournier se había encargado de esparcirle la mierda. Llena de curiosidad por ver aquella escena, cuando llamaron a la linda criatura corrí al agujero. Era un monje, pero de los de categoría; pertenecía a la orden de Císter, gordo, alto, vigoroso y frisaba en los sesenta años. Acaricia a la niña, la besa en la boca, y tras haberle preguntado si iba muy limpia, le levanta las faldas para verificar un estado constante de limpieza que Eugénie le había asegurado, aunque ella sabía muy bien que era todo lo contrario, pero le habían dicho que hablara así.
—¡Cómo, pequeña bribona! —le dijo el monje, viendo cómo estaba la cosa—. ¿Cómo te atreves a decirme que vas limpia con un culo como ése lleno de mierda? Hace más de quince días por lo menos que no te has limpiado el culo; eso me apena de veras; pero como lo quiero ver limpio, será necesario que me ocupe yo mismo del asunto.
Y dicho esto, apoya a la muchacha contra la cama y, arrodillándose, le abre las dos nalgas con las manos. Al principio parecía que sólo deseaba observar la situación, se muestra sorprendido, poco a poco se acerca, con la lengua arranca pedazos, sus sentidos se inflaman, su verga se levanta, la nariz, la lengua, la boca, todo parece trabajar a la vez, su éxtasis parece tan delicioso que apenas puede hablar y el semen sube por fin; coge su verga, la menea y, descargando, termina de limpiar tan completamente aquel ano, que nadie hubiera dicho que hubiese estado tan sucio poco antes.
Pero el libertino no se quedó allí y aquella voluptuosa manía no era para él más que el prólogo; se levanta, besa otra vez a la chiquilla, le muestra un gordo y feo culo y le ordena que lo sacuda y socratice, operación que tiene por consecuencia ponérsela dura de nuevo, entonces se apodera del culo de mi compañera, lo colma con nuevos besos, y como lo que hizo luego no es de mi incumbencia ni encaja en estos relatos preliminares, estaréis de acuerdo en que deje a la señora Martaine que os hable de los extravíos de un miserable que ella conoció demasiado bien, y Para evitar las preguntas que me podríais hacer, señores, a las cuales no me sería permitido contestar, de acuerdo con vuestras leyes, paso a otro detalle.
—¡Sólo una cosa, Duclos! —dijo el duque—; hablaré con palabras disimuladas para que tus respuestas no infrinjan nuestras leyes. ¿El monje la tenía gorda y era la primera vez que Eugénie...?
—Sí, monseñor, era la primera vez, y el monje la tenía casi tan gorda como vos.
—¡Ah, joder! —dijo Durcet—. ¡Qué hermosa escena! ¡Cómo me hubiera gustado verla!
Quizás hubierais tenido la misma curiosidad —dijo la Duelos, prosiguiendo su relato— por el personaje que pasó por mis manos algunos días después. Provista de un orinal que contenía ocho o diez cagadas de diversas procedencias (le hubiera molestado mucho saber quiénes eran sus autores), era preciso que mis manos le Trotasen todo el cuerpo con esa aromática pomada. Nada fue respetado, ni siquiera la cara, y cuando llegué a la verga que se estaba meneando al mismo tiempo, el infame cerdo, que se contemplaba complacido ante un espejo, me dejó en las manos las pruebas de su triste virilidad.
Y he aquí, señores, que finalmente se rendirá homenaje en el verdadero templo. Se me había avisado que estuviese lista, estuve aguantándome durante dos días. Esta vez se trataba de un comendador de la orden de Malta que, para esta operación, se ocupaba todos los días con una muchacha diferente; la escena se desarrollaba en su casa.
—¡Qué hermosas nalgas! —me dijo, besando mi trasero—. Pero, niña, —prosiguió— tener un bello culo no lo es todo, además es preciso que ese bello culo cague. ¿Tienes ganas?
—¡Tantas que casi me muero, señor! —le contesté.
—¡Oh, pardiez, es delicioso! —dijo el comendador—. Esto es servir bien a la clientela ¿Pero no desearías cagar, pequeña, en el orinal que te voy a traer?
—A fe mía, señor —le contesté—, tengo tantas ganas que cagaría en cualquier parte, hasta en su boca...
—¡Ah, en mi boca! ¡Eres una chiquilla deliciosa! Bueno, mi boca será el único orinal que os ofreceré.
—¡Oh! Bien, dádmela, señor, dádmela de prisa —respondí—, porque ya no aguanto más.
Se instala, me pongo a horcajadas sobre él, le meneo la verga, él sostiene mis caderas con las manos y recibe, trozo a trozo, lo que voy depositando en su pico. Mientras tanto, se extasía, mi puño apenas bastaba para hacer surgir los chorros de semen que pierde; sigo meneándosela, termino de cagar, nuestro hombre se encuentra en el séptimo cielo y dejo satisfecho de mí a quien por lo menos tiene la amabilidad de hacer decir a la Fournier que le mande otra muchacha al día siguiente.
El que sigue, con más o menos los mismos episodios, añadía el de conservar la caca en la boca más rato. La convertía en líquido, se enjuagaba con ello la boca y luego la escupía.
Un quinto personaje tenía un capricho más extraño aún, si es posible, quería cuatro cagadas sin una sola gota de orina en el orinal. Se le encerraba solo en la habitación donde se encontraba su tesoro, nunca tomaba a ninguna mujer con él, y era preciso tener buen cuidado de que todo estuviera bien cerrado, para que no pudiera ser visto desde ninguna parte, entonces operaba, pero me resulta imposible deciros, señores, qué hacía, porque nunca nadie lo vio; todo lo que se sabe es que cuando se regresaba a la habitación después de haber él salido, se encontraba el orinal muy vacío y muy limpio; pero lo que hacía de las cuatro cagadas, creo que ni el mismo diablo hubiera podido contestar. Podía arrojarlas a otro sitio pero tal vez hacía con ellas otra cosa.
Lo que puede hacer pensar que no hacía con la mierda ninguna otra cosa que podríais sospechar, es que dejaba a la Fournier el cuidado de proporcionarle las cuatro cagadas sin jamás informarse de dónde venían y sin hacer nunca sobre ellas la menor recomendación. Un día, para ver si lo que íbamos a decirle lo alarmaría, alarma que hubiera podido darnos alguna pista sobre la suerte de las cagadas, le dijimos que los mojones de excremento que se le habían dado aquel día procedían de personas enfermas y atacadas de viruela. Se echó a reír con nosotras, sin enfadarse, lo que es verosímil sin embargo que hubiese hecho si hubiese empleado los mojones en otra cosa distinta a la de tirarlos. Cuando algunas veces queríamos llevar más lejos nuestras preguntas nos hacía callar, y nunca supimos más.
Es todo lo que tengo que deciros por esta noche —dijo la Duelos—, y espero que mañana podré entrar en un nuevo orden de cosas, por lo menos en lo que respecta a mi existencia; pues en lo que atañe a ese gusto encantador que idolatráis, os podré entretener, señores, todavía durante dos o tres días, por lo menos.
Las opiniones se dividieron acerca de la suerte de los mojones de excrementos del hombre de quien se había hablado, y mientras argumentaban, hicieron hacer algunos; y el duque, que deseaba que todo el mundo viera cómo le gustaba la Duelos, hizo ver a toda la reunión la manera libertina en que se divertía con ella y la facilidad, destreza y prontitud acompañada de las frases más ingeniosas con que lo satisfacía ella.
La cena y las orgías fueron bastantes tranquilas, y como no hubo ningún acontecimiento notable hasta la velada que siguió, empezaremos la historia de la duodécima jornada por los relatos con que la Duelos lo distrajo.

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