Marqués de Sade - Las 120 jor...

Homarrrrr tarafından

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Sexta jornadaEditar

A monseñor le tocó el turno de ir a presentarse a la sesión de masturbaciones; fue. Si las discípulas de la Duelos hubiesen sido hombres, verosímilmente monseñor no hubiera resistido. Pero tener una pequeña hendidura en la parte baja del vientre era para él un enorme insulto, y aunque las mismas Gracias lo hubiesen rodeado, en cuanto aparecía esa maldita hendidura, era suficiente para calmarlo. Resistió, pues, como un héroe, y creo que a pesar de que las operaciones continuaron no llegó a ponérsele dura.
Era fácil advertir que existían grandes deseos de encontrar a las ocho jóvenes en falta a fin de proporcionarse para el día siguiente, que era el funesto sábado de los castigos, a fin de proporcionarse, digo, para tal momento, el placer de castigarlas a las ocho. Había ya seis; la dulce y bella Zelmira fue la séptima y, de buena fe, ¿lo había merecido? ¿El placer de castigarla no era mayor que cualquier consideración de equidad? Dejaremos el caso sobre la conciencia de Durcet, y nos contentaremos con narrar. Una dama muy hermosa vino también a aumentar la lista de las delincuentes: la tierna Adelaida. Durcet, su esposo, quería, afirmaba, dar ejemplo siendo más estricto con ella que con otra cualquiera, y había sido culpable con él mismo. El la había llevado a cierto lugar, donde los servicios que ella tenía que prestarle, después de ciertas funciones naturales, no eran muy limpios; no todo el mundo es tan depravado como Curval, y aunque se tratase de su hija, ésta no compartía sus gustos. Ella se resistió, o se comportó mal, o bien sólo hubo ganas de molestar por parte de Durcet. El caso es que ella fue inscrita en el libro de los castigos, con gran satisfacción de la reunión.
Como no había aportado nada la visita hecha al apartamento de los jóvenes, se pasó a los placeres secretos de la capilla, placeres tanto más picantes y singulares cuanto que incluso se rechazaba a los que pedían ser admitidos el permiso de ir a proporcionárselos. Aquella mañana sólo se vio allí a Constanza, a los dos jodedores subalternos y a Mimí.
Durante el almuerzo, Céfiro, de quien cada vez se estaba más contento por los encantos que parecían embellecerlo cada día más, y por el libertinaje voluntario a que se entregaba, Céfiro, digo, insultó a Constanza, quien, aun cuando no servía aparecía siempre a la hora del almuerzo. La llamó "fabricante de niños" y le dio algunos golpes en el vientre para enseñarle, dijo, a huevar con su amante, luego besó al duque, lo acarició, le meneó un momento la verga y supo tan bien calentarlo que Blangis juró que no pasaría la tarde sin que lo mojase de semen y el hombrecito lo provocaba diciendo que le desafiaba a hacerlo. Como estaba de servicio para el café, salió a la hora de los postres y volvió a aparecer desnudo para servir al duque. En el momento en que abandonó la mesa, el duque, muy animado, debutó con algunas tunantadas; le chupó la boca y la verga, lo colocó sobre una silla ante él con el trasero a la altura de su boca y lo estuvo hurgando de esta manera durante un cuarto de hora. Finalmente su pito se rebeló, levantó la cabeza orgullosa, y el duque vio que el homenaje exigía por fin incienso. Sin embargo, todo estaba prohibido, excepto lo que se había hecho la víspera; el duque resolvió, pues, imitar a sus compañeros. Tumba a Céfiro sobre el canapé, le. mete su instrumento entre los muslos, pero sucede lo que le sucedió a Curval: el instrumento sobresale seis pulgadas.
—Haz lo que yo hice —le dice Curval—. Menea la verga del muchacho sobre tu pito, de modo que su semen riegue tu glande.
Pero el duque encontró más placentero enfilar dos a la vez. Ruega a su hermano que acomode allí a Agustina, con las nalgas contra los muslos de Céfiro, y el duque, jodiendo, por decirlo así, a la vez a una muchacha y a un joven, para añadir a ello más lubricidad, menea el pito de Céfiro sobre las lindas nalgas redondas y blancas de Agustina y las inunda con ese semencito infantil que, como puede imaginarse, excitado por una cosa tan linda, no tarda en fluir abundantemente.
Curval, que halló el caso interesante, y que veía el culo del duque entreabierto y como suspirando por un pito, como son todos los culos de todos los individuos en los momentos en que su pito está empalmado, fue a devolverle lo que había recibido la antevíspera, y el querido duque, en cuanto sintió las voluptuosas sacudidas de esta intromisión, soltó su semen casi en el mismo momento en que Céfiro eyaculaba su verga orgullosa y nerviosa, amenazó al obispo, que se masturbaba entre los muslos de Gitón, con hacerle experimentar la misma suerte que acababa de infligir al duque. El obispo lo desafía, el combate se entabla, el obispo es enculado y pierde entre los muslos del lindo muchachito que acaricia un semen libertino tan voluptuosamente provocado. Mientras tanto, Durcet, espectador benévolo, disponiendo sólo de Hébé y de la dueña, no perdía su tiempo y se entregaba silenciosamente a infamias que debemos mantener aún secretas. Finalmente llegó la calma, se quedaron dormidos, y a las seis, cuando nuestros actores fueron despertados, se dirigieron hacia los nuevos placeres que les preparaba la Duelos.
Aquella noche se cambió de sexo a las cuadrillas: las muchachas de marinero y los muchachos de modistillas, su vista era encantadora, nada excita tanto la lubricidad como este pequeño trueque voluptuoso; es agradable encontrar en un muchachito lo que lo asemeja a una muchachita, y ésta es mucho más interesante cuando, para complacer, imita el sexo que se desearía que tuviera. Aquel día, cada cual tenía a su mujer en el canapé; recíprocamente se felicitaban de un orden tan religioso, y como todo el mundo estaba dispuesto a escuchar, la Duelos reanudó el relato de sus lúbricas historias como se verá:
Había en casa de la Guérin una mujer de unos treinta años, rubia, un poco rolliza, pero singularmente blanca y lozana, la llamaban Aurore, tenía una boca encantadora, hermosos dientes y la lengua voluptuosa, pero ¿quién lo creería?, sea por defecto de educación o por debilidad del estómago, aquella adorable boca tenía el defecto de soltar a cada momento una cantidad prodigiosa de gases, y sobre todo cuando había comido mucho había veces que no cesaba de eructar durante una hora flatos que habrían hecho dar vueltas a un molino. Pero con razón se dice que en ese mundo no hay defecto que no encuentre su admirador, y aquella hermosa mujer, por razón del suyo, tenía uno de los más ardientes; se trataba de un sabio y serio doctor de la Sorbona que, cansado de demostrar inútilmente la existencia de Dios en la escuela, iba a veces a convencerse en el burdel de la existencia de la criatura humana. El día fijado, avisaba a Aurore para que comiera como una desenfrenada. Presa de curiosidad por tan devota entrevista, corro a mi agujero, y estando los amantes juntos, tras algunas caricias preliminares, dirigidas todas a la boca, veo que nuestro dómine coloca delicadamente a su querida compañera sobre una silla, se sienta delante de ella y, poniendo en sus manos sus deplorables reliquias, le dice:
—Actúa, mi hermosa pequeña. Actúa; ya sabes los medios de hacerme salir de este estado de languidez, utilízalos deprisa, pues me siento con grandes ganas de gozar.
Aurore recibe en una mano el blando instrumento del doctor y con la otra le coge la cabeza, pega su boca a la del hombre y suelta en su bocaza unos sesenta eructos, uno tras otro. Nada puede describir el éxtasis del servidor de Dios; estaba en las nubes, jadeaba, tragaba todo lo que le lanzaban, hubiérase dicho que habría lamentado perder el más mínimo aliento, y durante todo aquel tiempo sus manos manoseaban los pechos y se metían debajo de las faldas de mi compañera, pero estas caricias sólo eran episódicas; el objeto único y capital era aquella boca que lo colmaba de suspiros. Finalmente, con la verga dura, debido a los cosquilleos voluptuosos que aquella ceremonia le hacía experimentar, descargó sobre la mano de mi compañera y luego escapa diciendo que nunca en su vida había gozado tanto.
Un hombre más extraordinario exigió de mí, poco tiempo después, una particularidad que no merece ser silenciada. La Guérin me había hecho comer aquel día, casi forzándome, de una manera tan copiosa como había visto hacer algunos días antes a mi compañera en el almuerzo. Había tenido cuidado en hacerme servir todo lo que sabía me gustaba más, en el mundo, y habiéndome dicho, al levantarme de la mesa, todo lo que era necesario hacer con el viejo libertino con el que iba a unirme, me hizo tragar tres granos de un emético disueltos en un vaso de agua caliente. El libertino llega, era un cliente del burdel a quien ya había visto algunas veces sin ocuparme demasiado acerca de lo que buscaba allí. Me besa, hunde su lengua sucia y repugnante en mi boca, cuyo mal olor acentúa el efecto del vomitivo. Ve que mi estómago se rebela y él se muestra extasiado. "¡Valor, pequeña! —exclama—. ¡Valor! No me dejaré perder ni una sola gota". Prevenida sobre todo lo que tenía que hacer, lo siento en un canapé, hago que incline su cabeza sobre uno de los bordes; tenía abiertos los muslos, le desabrocho la bragueta, cojo una verga blanda y corta que no anuncia ninguna erección, se la sacudo, el hombre abre la boca; sin dejar de meneársela, recibiendo los manoseos de sus manos impúdicas que se pasean por mis nalgas, le lanzo a quemarropa dentro de la boca toda la digestión imperfecta de un almuerzo que el emético me hacía devolver. Nuestro hombre está en las nubes, se extasía, traga, va a buscar él mismo sobre mis labios la impura eyaculación que lo embriaga, sin perder una gota, y cuando cree que la operación va a cesar, provoca su continuación con los cosquilleos de su lengua; y su verga, aquella verga que apenas toco, tan abrumada estoy por la crisis, aquella verga que sólo se endurece sin duda después de tales infamias, se hincha, se levanta y deja, llorando, sobre mis dedos la prueba nada sospechosa de las impresiones que aquella suciedad le proporciona.
—¡Ah, rediós! —dice Curval—. He aquí una deliciosa pasión, sin embargo, podría refinarse más.
—¿Cómo? —pregunta Durcet, con una voz entrecortada por los suspiros de la lubricidad.
—¿Cómo? —dice Curval—, ¡eh! Pues mediante la elección de la mujer y de la comida, ¡vive Dios!
—De la mujer... ¡Ah, comprendo! Tú desearías para eso a una Fanchón.
—¡Eh! Sin duda alguna.
—¿Y la comida? —preguntó Durcet, mientras Adelaida se la meneaba.
—¿La comida? —contestó el presidente—. ¡Eh! Rediós, la obligaría a devolver lo que yo le daría del mismo modo.
—¿Es decir —preguntó el financiero, cuya cabeza empezaba a extraviarse—, que tú devolverías en la boca de la mujer, la cual se tragaría lo tuyo y después lo devolvería?
—Exactamente.
Y como ambos corrieron hacia sus gabinetes, el presidente con la Fanchón, Agustina y Zelamiro, Durcet con la Desgrangés, Rosette y Bande-au-Ciel, hubo que esperar cerca de media hora para continuar los relatos de la Duclos. Por fin, regresaron.
—Acabas de hacer porquerías —dijo el duque a Curval, que había regresado primero.
—Algunas —contestó el presidente—, son la felicidad de mi vida, y por lo que a mí respecta, sólo estimo la voluptuosidad en tanto que sea la más puerca y repugnante.
—Pero por lo menos ha habido eyaculación, ¿no es verdad?
—¡Ni hablar! —dijo el presidente—. ¿Crees que nos parecemos a ti y que, como tú, hay eyaculación a cada momento? Dejo esas hazañas para ti y para los vigorosos campeones como Durcet —añadió, viendo regresar a éste sosteniéndose apenas sobre sus piernas a causa del agotamiento.
—Es verdad —dijo el financiero—, no lo he aguantado, esa Desgrangés es tan sucia, en su persona y en sus palabras, se presta tan fácilmente a todo lo que uno quiere...
—¡Vamos, Duelos! —dijo el duque—. Prosigue tu relato, pues si no le cortamos la palabra, el pequeño indiscreto nos dirá todo lo que ha hecho, sin reflexionar en lo horrible que resulta vanagloriarse así de los favores que se reciben de una linda mujer.
Y la Duelos, obedeciendo, reanudó así el hilo de su historia:
Puesto que a los señores les gustan tanto estas rarezas, dijo nuestra historiadora, lamento que no hayan refrenado un instante su entusiasmo, porque lo que tengo que contar aún esta noche surtirá mayores efectos. Lo que el señor presidente considera que faltaba para perfeccionar la pasión que acabo de narrar se encontraba palabra por palabra en la pasión que seguía; me molesta que no se me diera tiempo para acabarla. El viejo presidente Saclanges ofrece de un extremo a otro las singularidades que el señor Curval parecía desear. Se había escogido para enfrentarse con él a nuestra decana; era una alta y robusta muchacha de unos treinta y seis años, borracha, mal hablada, pendenciera, procaz, aunque, por otra parte, era bastante hermosa; el presidente llega, se le sirve cena, los dos se emborrachan, los dos pierden el control, los dos vomitan dentro de sus respectivas bocas, tragan y se devuelven mutuamente lo que se prestan, caen finalmente sobre los restos de la cena y sobre la porquería con que acaban de regar el suelo. Entonces me mandan a mí, porque mi compañera estaba ya fuera de sí y sin fuerzas. Sin embargo, era el momento más importante del libertino; lo hallo en el suelo, con la verga levantada y dura como una barra de hierro; empuño el instrumento, el presidente balbucea y blasfema, me atrae a él, chupa mi boca y descarga como un toro revolcándose una y otra vez sobre sus basuras.
Aquella misma muchacha nos dio poco después el espectáculo de una fantasía por lo menos tan sucia; un gordo monje que la pagaba muy bien se colocó a horcajadas sobre su vientre, los muslos de mi compañera estaban todo lo abiertos que era posible y fijados a unos grandes muebles, para que no pudieran moverse. En esta posición, se sirvieron algunos manjares sobre el bajo vientre de la mujer, a pelo y sin plato. El buen hombre coge algunos pedazos con su mano, los hunde en el coño abierto de su dulcinea, los revuelve una y otra vez y se los come sólo cuando se encuentran completamente impregnados de las sales que la vagina le proporciona.
—He aquí una manera de almorzar completamente nueva —dijo el obispo.
—Y que no os gustaría, ¿verdad, monseñor? —dijo la Duelos.
—¡No, me cago en Dios! —contestó el servidor de la iglesia—. No me gusta lo suficiente el coño para eso.
—Bueno —dijo nuestra narradora—, escuchad entonces el relato que cerrará mis narraciones de esta noche, estoy segura de que os divertirá más.
Hacía ocho años que vivía yo en casa de madame Guérin. Acababa de cumplir diecisiete años, y durante todo aquel tiempo no había habido un solo día sin que viera todas las mañanas a cierto recaudador de impuestos con el que se tenían toda clase de atenciones. Era un hombre de unos sesenta años, gordo, bajo, y que se parecía bastante al señor Durcet. Como él, tenía lozanía y era entrado en carnes. Necesitaba una nueva muchacha cada día y las de la casa sólo le servían como mal menor o cuando la de fuera faltaba a la cita. El señor Dupont, tal era el nombre de nuestro financiero, era tan exigente en la elección de las muchachas como en sus gustos, no quería de ninguna manera que la muchacha fuera una puta, excepto en los casos obligados, como he dicho; era necesario que fuesen obreras, empleadas de tiendas, sobre todo de modas. La edad y el color de la tez estaban también reglamentados, tenían que ser rubias, entre los quince y los dieciocho años, ni más ni menos, y por encima de todas las cualidades era preciso que tuvieran el culo bien moldeado y, de una lisura tan absoluta que el más pequeño grano en el ojete era un motivo de exclusión. Cuando eran vírgenes, las pagaba doble.
Aquel día se esperaba para él una joven encajera de dieciséis años cuyo culo era considerado como un verdadero modelo, pero él ignoraba que se le había preparado este regalo, y como la joven mandó aviso de que no la esperaran porque aquella mañana no había podido zafarse de sus padres, la Guérin, que sabía que Dupont no me había visto nunca, me ordenó que me vistiera de burguesa, que tomase un coche al final de la calle y que llegara a la casa un cuarto de hora después que hubiese llegado Dupont, ante quien debería representar mi papel, haciéndome pasar por una empleada de una casa de modas. Pero por encima de todo, lo más importante era que me llenase el estómago con media libra de anís y después con un gran vaso de un licor balsámico que ella me dio y cuyo efecto debía ser el que se verá en seguida. Todo se realizó lo mejor que se pudo; felizmente habíamos dispuesto de algunas horas para que nada faltase. Llego poniendo cara de boba, me presentan al financiero, quien al principio me mira atentamente, pero como yo estaba muy alerta, no pudo descubrir en mí nada que desmintiera la historia que le habían contado.
—¿Es virgen? —preguntó Dupont.
—No por aquí —dijo la Guérin, poniendo una mano sobre mi vientre—, pero lo es por el otro lado, respondo de ello.
Y mentía descaradamente. Pero no importa, nuestro hombre se tragó la mentira, que es lo que se necesitaba.
—Arremángala, arremángala —dijo Dupont.
Y la Guérin levantó mis faldas por detrás, haciéndome inclinar ligeramente hacia ella, y descubrió al libertino el templo entero de su homenaje. El hombre mira, toca un momento mis nalgas, las abre con sus dos manos, y satisfecho sin duda de su examen, dice que el culo está en condiciones de ser aceptado. Luego me hace algunas preguntas sobre mi edad y mi oficio y, contento con mi pretendida inocencia y el aire de ingenuidad que adopto, me hace subir a su aposento, porque tenía uno en casa de la Guerín, donde sólo entraba él y no podía ser observado desde ninguna parte. En cuanto entramos, cierra la puerta con cuidado y, tras haberme contemplado unos momentos, me pregunta en un tono bastante brutal, carácter que marca toda la escena, me pregunta, digo, si es realmente verdad que nunca me han jodido por el culo. Como formaba parte de mi papel ignorar semejante expresión, me hice repetir, asegurándole que no comprendía lo que quería decir, y cuando por gestos me dio a entender lo que quería decir de una manera en que no había medio de seguir demostrando ignorancia, le contesté, asustada y pudorosa, que nunca me había prestado a tales infamias. Entonces me dijo que quitara solamente las faldas, y en cuanto hube obedecido, dejando que mi camisa continuase ocultando la parte de delante, él la levantó por detrás todo lo que pudo debajo de mi corsé, y como al desnudarme mi pañuelo del cuello había caído y mis pechos quedaron al descubierto, se enfadó.
—¡Qué el diablo se lleve tus tetas! —exclamó—. ¿Quién te pide las tetas? Esto es lo que me hace perder la paciencia con todas esas criaturas, siempre esa impúdica manía de mostrar las tetonas.
Y cubriéndome rápidamente, me acerqué a él como para pedirle excusas, pero advirtiendo que le mostraba la parte delantera de mi cuerpo en la actitud que iba a tomar, se enfureció una vez más:
—¡Eh!, no te muevas de como te había colocado, ¡Dios! —dijo, agarrándome por las caderas y poniéndome de modo que sólo le presentase el culo—. Quédate así, joder, me importan un bledo tus pechos y tu coño, lo único que necesito es tu culo.
Mientras decía esto se levantó y me condujo al borde de la cama, sobre la cual me instaló tumbada sobre el vientre, luego, sentándose en un taburete muy bajo, entre mis piernas, se encontró en esta disposición con que su cabeza estaba justamente a la altura de mi culo. Me mira un instante más, luego, no encontrándome aún tal como quería, se levantó para colocarme un cojín bajo el vientre, para que mi culo quedara más atrás, vuelve a sentarse, me examina, y todo esto con la mayor sangre fría, con la flema de un deliberado libertinaje. Al cabo de un momento, se apodera de mis dos nalgas, las abre, pone su boca abierta en el agujero sobre el cual la pega herméticamente y, en seguida, siguiendo la orden que había recibido e impulsada por la necesidad que de ello tenía, le largo a la garganta el pedo más ruidoso que había recibido en su vida, se aparta furioso.
—¡Vaya, pequeña insolente —me dijo—, tienes la desfachatez de lanzar un pedo dentro de mi boca!
—¡Oh, señor —le contesté, disparando una segunda andanada—, así es como trato a los que me besan el culo!
—Bueno, suelta pedos, suelta pedos, bribona, ya que no puedes retenerlos, suelta tantos pedos como quieras y puedas.
Desde aquel momento, ya no me contuve más, nada puede expresar la necesidad de soltar ventosidades que me dio la droga que había bebido, y nuestro hombre, extasiado, ora los recibe en la boca, ora en las narices. Al cabo de un cuarto de hora de semejante ejercicio, se acuesta finalmente en el canapé, me atrae hacía él, siempre con mis nalgas sobre su nariz, me ordena que se la menee en este posición, sin interrumpir un ejercicio que le proporciona divinos placeres. Suelto pedos, meneo una verga blanda y no más larga ni gruesa que un dedo, a fuerza de sacudidas y de pedos, el instrumento finalmente se endurece. El aumento de placer de nuestro hombre, el instante de su crisis, me es anunciado por un redoblamiento de iniquidad de su parte; es su lengua ahora lo que provoca mis pedos, es ella la que se mete hasta el fondo de mi ano, como para provocar las ventosidades, es sobre ella donde quiere que los suelte, desvaría, me doy cuenta de que pierde la cabeza, y su pequeño instrumento riega tristemente mis dedos con siete u ocho gotas de un esperma claro y gris que lo calman por fin. Pero como en él la brutalidad fomentaba el extravío y lo reemplazaba inmediatamente, apenas me dio tiempo para que me vistiera. Gruñía, rezongaba, en una palabra, me ofrecía la imagen odiosa del vicio cuando ha satisfecho su pasión, y esa inconsecuente grosería que, cuando el prestigio se ha desvanecido, trata de vengarse despreciando el culto usurpado por los sentidos.
—He aquí un hombre que me gusta más que todos los que lo han precedido —dijo el obispo—: ¿no sabes si al día siguiente tuvo a su pequeña novicia de dieciséis años?
—Sí, monseñor, la tuvo, y al otro día una virgen de quince, aún más linda. Como pocos hombres pagaban tanto, pocos eran tan bien servidos.
Como esta pasión había calentado cabezas tan acostumbradas a los desórdenes de esta especie, y recordado un gusto al que ofrendaban de una manera tan completa, no quisieron esperar más para practicarla. Cada uno recogió lo que pudo y tomó un poco de todas partes, llegó la hora de la cena, en la que se insertaron casi todas las infamias que acababan de escuchar, el duque emborrachó a Teresa y la hizo vomitar en su boca, Durcet hizo lanzar pedos a todo el serrallo y recibió más de sesenta durante la velada. En cuanto a Curval, por cuya cabeza pasaban toda clase de caprichos, dijo que quería hacer sus orgías solo y fue a encerrarse en el camarín del fondo con la Fanchón, María, la Desgrangés y treinta botellas de champaña. Tuvieron que sacar a los cuatro, los encontraron nadando en las olas de su porquería y al presidente dormido, con la boca pegada a la de la Desgrangés, quien aún vomitaba en ella. Los otros tres se habían despachado a su gusto en cosas parecidas o distintas; habían celebrado sus orgías bebiendo, habían emborrachado a sus bardajes, los habían hecho vomitar, habían obligado a las muchachas a soltar pedos, habían hecho qué sé yo qué, y sin la Duelos, que no había perdido el juicio y lo puso todo en orden y los mandó a acostarse, es muy verosímil que la aurora de dedos rosados, al entreabrir las puertas del palacio de Apolo, los hubiera encontrado sumergidos en su porquería, más semejantes a cerdos que a hombres.
Necesitados de descanso, cada uno se acostó solo, para recobrar en el seno de Morfeo un poco de fuerzas para el día siguiente.

Séptima jornadaEditar

Los amigos no se preocuparon más de ir cada mañana a prestarse a una hora de lección de la Duelos. Fatigados de los placeres de la noche, temiendo además que esta operación les hiciera eyacular demasiado temprano, y juzgando además que esta ceremonia los hartaba muy de mañana en perjuicio de las voluptuosidades y con personas que tenían interés en tratar con miramientos, convinieron en que cada mañana les sustituiría uno de los jodedores.
Las visitas se efectuaron, de las ocho muchachas sólo faltaba una para que hubiesen pasado todas por la lista de los castigos, era la bella e interesante Sofía, acostumbrada a respetar todos sus deberes; por ridículos que pudieran parecer, los respetaba, pero Durcet, que había prevenido a Luisona, su guardiana,;upo tan bien hacerla caer en la trampa, que fue declarada culpable e inscrita por consiguiente en el libro fatal. La dulce Mine, igualmente examinada con rigor, fue también declarada culpable, con lo cual la lista de la noche se llenó con los nombres de las ocho muchachas, de las dos esposas y de los cuatro muchachos.
. Cumplidas estas obligaciones, ya sólo se pensó en ocuparse del matrimonio que debía celebrarse en la proyectada fiesta del final de la primera semana. Aquel día no se concedió ningún permiso para las necesidades públicas en la capilla, monseñor se revistió pontificalmente, y todos se dirigieron hacia el altar. El duque, que representaba al padre de la muchacha, y Curval, que representaba al del muchacho, condujeron a Mimí y a Gitón respectivamente. Ambos iban magníficamente ataviados en traje de ciudad, pero en sentido contrario, es decir, el muchacho iba vestido de mujer, y la muchacha, de hombre. Desgraciadamente, nos vemos obligados, por el orden que hemos dado a las materias, a retrasar todavía por algún tiempo el placer que sin duda experimentaría el lector al enterarse de los detalles de esta ceremonia religiosa; pero ya llegará sin duda el momento en que podremos informarlo de esto.
Pasaron al salón, y fue mientras esperaban la hora del almuerzo, cuando nuestros cuatro libertinos, encerrados solos con la encantadora pareja, los hicieron desnudarse y los obligaron a cometer juntos todo lo que su edad les permitió respecto a las ceremonias matrimoniales, excepto la introducción del miembro viril en la vagina de la muchachita, la cual hubiera podido efectuarse porque el muchacho tenía una erección muy intensa, y que no se permitió tal cosa para que nada marchitara una flor destinada a otros usos. Sin embargo, se les permitió que se tocaran y acariciaran, la joven Mimí se la meneó a su maridito, y Gitón, con ayuda de sus amos, masturbó muy bien a su mujercita. Sin embargo, ambos empezaron a darse cuenta de la esclavitud en que se encontraban para que la voluptuosidad, incluso la que su edad permitía experimentar, pudiera nacer en sus pequeños corazones.
Se comió, los dos esposos fueron al festín, pero a la hora del café, cuando las cabezas se habían ya calentado, fueron desnudados, como lo estaban Zelamiro, Cupidón, Rosette y Colomba, que aquel día estaban encargados de servir el café. Y en ese momento del día como estaba de moda la jodienda entre los muslos, Curval se apoderó del marido, y el duque de la mujer, y los enmuslaron a los dos. El obispo, después de haber tomado café, se envició con el encantador culo de Zelamiro, que chupaba mientras lanzaba pedos, y pronto lo enfiló en el mismo estilo, mientras Durcet efectuaba sus pequeñas infamias en el hermoso culo de Cupidón. Nuestros dos principales atletas no eyacularon, mas pronto se apoderaron de Rosette y de Colomba y las enfilaron como los galgos y entre los muslos, de la misma manera que acababan de hacer con Mimí y Gitón, ordenando a estas encantado
ras niñas que meneasen con sus lindas manos, según las instrucciones recibidas, los monstruosos extremos de las vergas que sobresalían de sus vientres; y mientras tanto, los libertinos manoseaban tranquilamente los orificios de los culos frescos y deliciosos de sus pequeños goces. Sin embargo, no se eyaculaba; sabiendo que habría placeres deliciosos aquella noche, se contuvieron. A partir de aquel momento, se desvanecieron los derechos de los jóvenes esposos, y su matrimonio, aunque formalmente efectuado, no fue más que un juego; cada uno de ellos regresó a la cuadrilla que le estaba destinada, y todos fueron a escuchar a la Duclos, que continuó así su historia:
Un hombre que tenía más o menos los mismos gustos que el financiero que acabó el relato de ayer, empezará, si lo aprobáis, señores, el relato de hoy. Era un relator del Consejo de Estado, de unos sesenta años de edad, y que añadía a la singularidad de sus fantasías la de querer sólo mujeres más viejas que él. La Guérin le dio una vieja alcahueta, amiga suya, cuyas nalgas arrugadas semejaban un viejo pergamino para humedecer el tabaco. Tal era el objeto que debía servir para que nuestro libertino efectuara sus ofrendas. Se arrodilla delante de aquel culo decrépito, lo besa amorosamente; se le lanzan algunos pedos en la nariz, se extasía, abre la boca, se le lanzan más pedos y su lengua va a buscar con entusiasmo el viento espeso que se le destina. Pero no puede resistir al delirio a que lo arrastra tal operación. Saca de su bragueta una verga vieja, pálida y arrugada como la divinidad a la que inciensa. —¡Ah! pee pee, queridita —exclama, meneándose la verga con todas sus fuerzas—. Pee, corazón, sólo de tus pedos espero el desencantamiento de este enmohecido instrumento. La alcahueta redobla sus esfuerzos, y el libertino, ebrio de voluptuosidad, deja entre las piernas de su diosa dos o tres desgraciadas gotas de esperma a las que debía todo su éxtasis.
¡Oh terrible efecto del ejemplo! ¡Quién lo hubiera dicho! En aquel momento, como si se hubieran dado la señal para ello, nuestros cuatro libertinos llaman a las dueñas de sus cuadrillas. Se apoderan de sus viejos y feos culos, solicitan pedos, los obtienen y se encuentran a punto de ser tan felices como el viejo relator del Consejo de Estado, pero el recuerdo de los placeres que los esperan en las orgías los contiene, y despiden a las dueñas.
La Duclos prosigue su relato:
No haré hincapié en lo que viene ahora, señores, porque sé que tiene pocos seguidores entre vosotros, pero como me habéis ordenado que lo diga todo, obedezco. Un hombre muy joven y gallardo tuvo la fantasía de hurgarme el coño cuando tenía la regia; yo me encontraba tumbada de espalda, con los muslos abiertos, él se había arrodillado delante de mí y chupaba, con sus dos manos debajo de mis nalgas, que levantaba para que mi coño estuviera a su alcance. Tragó mi semen y mi sangre, porque obró con tanta habilidad y era tan guapo que descargué. Él mismo se meneaba la verga, se hallaba en el séptimo cielo, diríase que nada en el mundo podía causarle más placer, y me convenció de ello la ardiente y calurosa eyaculación que pronto soltó. Al día siguiente vio a Aurore, poco después a mi hermana, al cabo de un mes nos había pasado revista a todas y prosiguió así hasta despachar sin duda todos los burdeles de París.
Esta fantasía, convendréis en ello, señores, no es sin embargo más singular que la de un hombre, amigo en otro tiempo de la Guérin, la cual le proporcionaba la materia que necesitaba, y cuya voluptuosidad nos aseguró que consistía en tragar abortos; se le avisaba cada vez que una pupila de la casa se encontraba en tal caso, él acudía y se tragaba el embrión, extasiado de la voluptuosidad.
—Yo conocí a ese hombre —dijo Curva]—, su existencia y sus gustos son la cosa más cierta del mundo.
—Sea —dijo el obispo—, pero también es cierto que yo no lo imitaría nunca.
—¿Y por qué razón? —preguntó Curval—. Estoy seguro de que eso puede producir una descarga, yo si Constanza quiere dejarme hacer, le prometo, ya que está embarazada, provocar la llegada de su señor hijo antes de término y de comérmelo como si fuese una sardina.
—¡Oh, sabemos el horror que le inspiran las mujeres embarazadas! —contestó Constanza—. Sabemos perfectamente que usted se deshizo de la madre de Adelaida porque estaba embarazada por segunda vez, y si Julia quiere seguir mis consejos, se cuidará.
—Cierto es que detesto la progenitura —dijo el presidente—, y que cuando la bestia está repleta me inspira una furiosa repugnancia; mas pensar que maté a mi mujer por eso, podría engañarte; has de saber, puta, que no necesito ningún motivo para matar a una mujer, y sobre todo una vaca como tú, a la que te impediría que parieras tu ternero si me pertenecieses.
Constanza y Adelaida se echaron a llorar, lo cual empezó a poner en evidencia el odio secreto que el presidente sentía por aquella encantadora esposa del duque, quien, lejos de sostenerla en esta discusión, contestó a Curval que debía perfectamente saber que la progenitura le gustaba tan poco como a él, y que si Constanza estaba embarazada, todavía no había parido. Aquí las lágrimas de Constanza se hicieron más abundantes; se encontraba en el canapé de su padre, Durcet, quien, por todo consuelo, le dijo que si no se callaba inmediatamente la sacaría afuera a patadas en el culo a pesar de su estado. La infeliz mujer hizo caer sobre su corazón lastimado las lágrimas que se le reprochaban y se limitó a decir: 64 ¡Ay, Dios mío, qué desgraciada soy! Pero es mi destino, al que me resigno". Adelaida, que tenía los ojos llenos de lágrimas, era hostigada por el duque, que deseaba hacerla llorar más, logró contener sus sollozos, y como esta escena un poco trágica, aunque muy regocijante para el alma perversa de nuestros libertinos, llegó a su fin, la Duelos reanudó el relato en los siguientes términos:
Había en casa de la Guérin una habitación bastante agradablemente construida y que nunca servía más que para un solo hombre; tenía doble techo, y esta especie de entresuelo bastante bajo, donde sólo podía permanecer acostado, servía para instar al libertino de singular especie cuya pasión calmé yo. Se encerraba con una muchacha en esta especie de escotilla, y su cabeza se situaba de manera que estaba a la misma altura de un agujero que daba a la habitación superior; la muchacha encerrada con el mencionado hombre no tenía otra faena que la de menearle la verga, y yo, colocada arriba, tenía que hacer lo mismo a otro hombre, el agujero era poco ostensible y estaba abierto como por descuido, y yo, por limpieza o para no ensuciar el piso, tenía que hacer caer, al masturbar a mi hombre, el semen a través del agujero, y así lanzarlo al rostro del que estaba al otro lado. Todo estaba construido con tal ingenio que nada se veía y la operación tenía un gran éxito: en el momento en que el paciente recibía sobre sus narices el semen de aquel que estaba arriba, él soltaba el suyo, y todo estaba dicho.
Sin embargo, la vieja de la que acabo de hablar, volvió a presentarse, pero tuvo que tratar con otro campeón. Este, hombre de unos cuarenta años, hizo que se desnudara y le lamió en seguida todos los orificios de su viejo cadáver: culo, coño, boca, nariz, axilar, orejas, nada fue olvidado, y el malvado, a cada lamida, tragaba todo lo que había recogido. No se limitó a esto, hizo que mascara pedazos de pastel, que tragó también a pesar de que ella los hubiese triturado. Quiso también que conservara en la boca tragos de vino, con los que ella se lavó y gargarizó, y que él luego se tragó igualmente, y mientras tanto, su verga había tenido una erección tan prodigiosa que el semen parecía listo para dispararse sin necesidad de provocarlo. Cuando se sintió en trance de soltarlo, volvió a precipitarse sobre su vieja, le hundió profundamente la lengua en el agujero del culo y descargó como una fiera.
—¡Y, Dios! —exclamó Curval—. ¿Es necesario ser joven y linda para hacer que el semen corra? Una vez más diré que, en los placeres, es la cosa sucia lo que provoca la eyaculación, y cuanto más sucia, más voluptuosidad ofrece.
—Son las sales —dijo Durcet— que se exhalan del objeto de voluptuosidad las que irritan a nuestros espíritus animosos y los ponen en movimiento; ahora bien, ¿quién duda de que todo lo que es viejo, sucio y hediondo contiene una gran cantidad de estas sales y, por consiguiente, más medios para suscitar y determinar nuestra eyaculación?
Se discutió todavía durante un rato esta tesis, pero como había mucho trabajo por hacer después de la cena, se sirvió un poco antes de la hora, y en los postres, las jóvenes castigadas volvieron al salón donde deberían soportar los castigos junto con los cuatro muchachos y las dos esposas igualmente condenadas, lo que representaba un total de catorce víctimas. A saber: las ocho muchachas conocidas, Adelaida y Alina, y los cuatro muchachos, Narciso, Cupidón, Zelamiro y Gitón. Nuestros amigos, ya ebrios ante la idea de las voluptuosidades tan de su gusto que los esperaban, terminaron de calentarse la cabeza con una prodigiosa cantidad de vinos y licores, y se levantaron de la mesa para pasar al salón, donde los esperaban los pacientes, en tal estado de embriaguez, furor y lubricidad que no existe nadie seguramente con deseos de encontrarse en el lugar de aquellos desgraciados delincuentes.
En las orgías, aquel día, sólo debían asistir los culpables y las cuatro viejas encargadas del servicio. Todos estaban desnudos, todos se estremecían, todos lloraban, todos esperaban su suerte, cuando el presidente, sentándose en un sillón, preguntó a Durcet el nombre y la falta de cada persona. Durcet, tan borracho como su compañero, tomó la libreta y quiso leer, pero como todo lo veía borroso y no lo lograba, el obispo lo reemplazó, y aunque tan ebrio como su compañero, pero llevando mejor el vino, leyó en voz alta alternativamente el nombre de cada culpable y su falta; el presidente pronunciaba inmediatamente una sentencia de acuerdo con las fuerzas y la edad del delincuente, siempre muy dura. Terminada esta ceremonia, se impusieron los castigos. Lamentamos muchísimo que el orden de nuestro plan nos impida describir aquí los lúbricos castigos, pero rogamos a nuestros lectores que nos perdonen; estamos seguros de que comprenderán la imposibilidad en que nos encontramos de satisfacerlos por ahora. No perderán nada con ello.
La ceremonia fue muy larga: catorce personas tenían que ser castigadas, y hubo episodios muy agradables. Todo fue delicioso, no hay duda, puesto que nuestros cuatro canallas descargaron y se retiraron tan fatigados, tan borrachos de vino y de placeres, que sin la ayuda de los cuatro jodedores que vinieron a buscarlos no hubieran podido llegar nunca a sus aposentos, donde, a pesar de todo lo que acababan de hacer, les esperaban todavía nuevas lubricidades.
El duque, que aquella noche tenía que acostarse con Adelaida, no quiso. Ella formaba parte del número de las castigadas, y tan bien castigada que, habiendo eyaculado en su honor, no quiso saber nada de ella aquella noche, y tras ordenarle que se acostara en un colchón en el suelo dio su lugar a la Duelos, que como nunca disfrutaba de su favor.

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