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By CreativeToTheCore

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Segundo libro de la serie #GoodBoys. En físico gracias a Nova Casa Editorial (este es un borrador). Enigmátic... More

✿ S I N O P S I S ✿
A D V E R T E N C I A
R E P A R T O
C1: Dispar.
C2: Peculiar.
C3: Disminuir.
C4: Fanáticos.
C5: Eventualidad.
C6: Buitres.
C7: Fontanería.
C8: Recapitular.
C9: Tempestad.
C10: Destructores.
C11: Lectores.
C12: Deambuladores.
C13: Técnicas.
C14: Paranoia.
C15: Voltaire.
C16: Hiperventilar.
C17: Cafeína.
C18: Regresar.
C19: Atizar.
C20: Líos humanos.
W A T T P A D E R S
C22: Guayaba.
C23: Jökulsárlón
C24: Insospechado.
C25: Volar.
C26: Hasta pronto.
C27: Química avanzada.
C28: Oxígeno.
C29: Eres y serás.
C30: Ríete.
C31: Latiendo.
C32: Hoy.
C33: Magia.
C34: Aurora Boreal.
C35: Poético.
C36: Significar.
C37: Marcapáginas.
C38: Extraviado.
C39: El coco.
C40: Escenificar.
C41: Flujo sanguíneo.
W A T T P A D E R S
C42: El apunte perdido.
C43: Incandescencia.
C44: Tan bien y tan mal.
C45: Sábados.
C46: Código arcoíris.
C47: ¡Luz, cámara, acción!
C48: Brújula.
C49: Leamos.
C50: Serendipia.
C51: Amor al cubo.
Epílogo
¡Agradecimientos + aviso!
¡Oh, casi lo olvido!
CAPÍTULO EXTRA

C21: Petrolíferos.

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By CreativeToTheCore

—El tío de la prima de la hermana del cartero de mi abuela me dijo que San Diego es...

—¡Apártate antes de que incruste mi pie en tu trasero, Wasaik! —Bill aparece en la pantalla cubriendo con su mano el rostro de Shane y empujándolo lejos—. ¡Vete a tu casa! —ordena, y en cuanto sus ojos se encuentran con los míos veo llamas bordeando sus pupilas. Podría rostizar un ave o cocinar un huevo de simplemente mirarlo—. ¡Y tú, jovencita, vuelve inmediatamente a Owercity! ¡¿Por qué rayos he venido hasta aquí para hacerte de cenar y los desquiciados con los que vives han tenido que decirme que estabas a más de 3.000 kilómetros de distancia en la jodida California con Blake Hensley?! —La cólera y la exasperación se filtran a través de su potente tono de voz.

—Vas a averiar mi teléfono y harás que los aviones se estrellen si sigues gritando, Billy —lo reprendo mientras arrastro mi valija color flamenco a lo largo del aeropuerto, directo hacia la terminal de vuelos privados—. ¿Por qué no te tomas una taza de té mientras me esperas? Llegaré antes de que el hombre termine de explotar todos los yacimientos petrolíferos que quedan.

Mis chistes ecológicos no le causan gracia.

—¿Por qué no me dijiste ibas a atravesar el país, Zoella? —insiste con seriedad, pero su tono se torna mucho más suave y su enfado se disipa un poco.

Poquísimo.

—Porque te habrías subido al avión conmigo. —No evitar reír al verlo asentir en concordancia. Bajo toda la reprimenda y el enojo no hay más que un dulce y preocupado oso de peluche del tamaño de un elefante bebé—. Ya no tengo siete, y no te atrevas a decirme lo mismo que solías decirle a Kansas: eso de que en Mississippi la mayoría de edad es a los veintiún años.

—¡Pero es a los veintiún años y yo respeto la ley de los Estados Unidos, y tú también la respetarás, señorita! —insiste lanzando partículas de saliva al teléfono mientras grita y me apunta acusatoriamente con su dedo índice—. Cuando vuelvas tendremos un charla, una larga char... ¡¿qué diablos?! —Observa sobre la pantalla y sus ojos se abren de par en par.

—¡Fuego, fuego! ¡Me prendo fuego! —chilla alguien que reconozco como Elvis, totalmente desesperado. El estudiante de Literatura aparece corriendo alrededor de Bill mientras las llamas envuelven la manga de su camiseta y van extendiéndose y avivándose peligrosamente por su antebrazo—. ¡No quiero morir, tengo muchos libros que leer aún!

—¡Preston, te dije que vigilaras la salsa! —dice un iracundo Bill enfundado en su delantal floreado. Toma el florero que hay sobre la mesa del comedor y vierte el agua y las Bellis perennis, mejor conocidas como margaritas, sobre Elvis—. ¡Casi arruinas la cena, zopenco! ¡Me debes ocho kilómetros y ochenta lagartijas por tu ineptitud! ¡¿Cómo te atreves a dejar de mirar la salsa?! ¡La tenías que cuidar!

—No tenía tiempo de leerle un cuento a la salsa porque me estaba, eh, no lo sé... ¡calcinando vivo! —recuerda moviendo los brazos en el aire con frenesí, ahora empapado y con flores adheridas al cabello.

—¿Alguien dijo calcinar? —se entromete una voz femenina, y segundos después Akira se está lanzando hacia Elvis y lo está estampando contra la pared—. ¡Incidente doméstico y posible quemadura de primer a segundo grado! —informa tras tomar un cuchillo de la mesa y cortar la camiseta de Preston para luego terminar de arrancársela con la manos—. ¡Necesito compresas frías, gasa estéril y que alguien llene la tina con agua a unos once grados centígrados, o sea 51.8 grados Fahrenheit!

—¡La salsa! ¡Que alguien salve la salsa! —chilla el coach de los Sharps, y es ahí cuando Steve llega corriendo mientras se ata un delantal estampado con fresas y se encarga de la posible catástrofe que una salsa mal hecha podría causar—. ¡Gracias al diablo que hay alguien útil en esta casa! ¡¿Por qué no puedes ser un ayudante de cocina como Timberg, Preston?! ¡Obesérvalo a él, aprende de él, sé como él! ¡Sé como Timberg, mentecato arruina salsas! —le grita a Elvis, quien abre la boca para replicar, pero Akira introduce prácticamente toda su nariz allí adentro mientras inspecciona su garganta.

No sé qué tiene que ver una quemadura en la muñeca con las amígdalas, la úvula y el trígono retromolar, así que sospecho que la futura doctora se está aprovechando de la situación para hacer un innecesario examen completo al paciente 002, como ella lo llama.

—¡Por Jesús y la Fashion Week! ¿Por qué se prendieron los rociadores de incendio? El señor Louis Vuitton apesta a perro callejero ahora —se queja una empapada Ingrid entrando a la cocina mientras carga a su Chihuahua y se tapa la nariz.

Si los rociadores se encendieron en toda la casa, a excepción de la cocina, fácilmente podríamos calcinarnos vivos en un incendio. Bill se percata de eso al mismo tiempo que yo, y en cuanto fija sus ojos en la pantalla le sonrío en el intento de disipar esa furia que sé que volcará en palabras.

—¡¿Además de vivir con lunáticos, planear una fiesta en mi estadio sin autorización y viajar a la jodida California sin decirme... te mudaste a una casa defectuosa?!

—Yo no soy ninguna lunática, señor con ropa del 2007 —lo corrige Ingrid apartando los mechones mojados que se han adherido a su rostro—. ¿Y de qué fiesta está hablando? ¿No saben la cantidad de horas que lleva encontrar el vestido y los zapatos adecuados, un maquillaje balanceado con la paleta de colores del outfit y una cartera a juego? Son unos desconsiderados de la moda —acusa ofendida, y noto que Louis Vuitton ya no está entre sus brazos.

Mientras Steve rebusca en los estantes por algunas especias, de alguna forma que no encuentro lógica, el chihuahua se ha subido a la mesada y se está devorando la...

Frijoles.

Hora de de despedirse.

—¡Los veo en un par de horas, intenten no prenderse fuego los unos a los otros! —digo con rapidez antes de lanzar un beso a Bill.

—¡No te atrevas a marcharte! ¡La conversación no ha terminado hasta que yo lo diga, Zoell...! — Las palabras se desvanecen en sus labios en el instante en que se percata que su salsa ha desaparecido y que la olla está tan vacía como reluciente.

Creo que por hoy Louis Vuitton hizo de lado la dieta canina.

Apago el teléfono y miro alrededor para divisar a Corbin o la señora MacQuoid, a quienes perdí de vista porque necesitaba ir al baño con urgencia y nutrirme con una no tan nutritiva caja de galletas.

Tras la boda de Amelia y Robert, la cual fue un éxito, nos hospedados en un lujuso hotel en el corazón de la ciudad. Antes de esto el muchacho de lindos globos oculares y yo permanecimos todos los minutos que pudimos sentados en la playa, sin hablar, simplemente intercalando la mirada entre las olas y el otro.
Compartir el silencio con él fue un acto de confianza, de comodidad, una posibilidad de afianzar una futura amistad. No todos los días puedes encontrar a alguien que haga de la soledad de tus silencios un momento de reflexión en compañía.

Sin embargo, la escena de película no duró mucho. Betty me llamó exigiendo que me presentara para solucionar un problema con el catering, el cual había servido salmón al vino blanco en lugar de salmón al champagne. Sumamemte catastrófico.

Llegamos al hotel a la madrugada, y no fue hasta las diez de la mañana que alguien me envío el desayuno a la cama para despertarme dado que nuestro vuelo salía a la una. Con las delicias presentadas en bandejas de plata llegó una nota, y por un segundo vacilé en tomarla, pero al final lo hice. Era de Corbin, el contador de la señora MacQuoid, quien me deseaba un buen despertar.
Sé que fue un acto gentil de su parte enviarme el desayuno, pero de alguna manera algo en él me estaba y está iinquietando un poco. A pesar de mi intranquilidad respecto al hombre fue un alivio saber que ningún extraño había enviado, junto con una serie de cuatro dígitos, mis tostadas francesas.

Abordo el avión privado de Betty mientras me preguntó qué es lo que podemos tener Mila y yo en común, y lo único que veo que nos relaciona es Hensley, quien partió en su viaje por la carretera al terminar la fiesta.

¿Por qué alguien me enviaría mensajes de ese tipo? ¿Qué le dijo el desconocido a Mila como para que se marchara a la otra punta del país? Y lo más importante: ¿por qué no acudió a la policía? Solamente se me ocurre que no lo hizo porque alguien podría haberla amenazado, pero me quito esa idea de la cabeza dado que mis teorías jamás son correctas; ni las de los libros que leo, las series y películas que veo, y mucho menos las que están estrechamente relacionadas con mi vida.

Parece que al escritor de mi libro le gusta la intriga y los giros inesperados, pero, sobre todo, demostrarme que no puedo descubrir qué pasará a lo largo de la historia. Se debe divertir observándome hacer suposiciones que, para él o ella, son puros disparates.

Impredecible, medianamente diabólico y con cierto toque humorístico. Así lo describiría.

Intento ignorar el tema de los mensajes mientras me abrocho el cinturón y me dedico a observar a través de la ventana mientras ascendemos en el aire. La primera hora pasa y no hago más que maravillarme con el paisaje, pero, sin embargo, cuando estamos a punto de alcanzar los ciento viente minutos en el aire, mi corazón comienza a acelerarse. Las nubes van perdiendo el aspecto níveo y adquieren una tonalidad gris, una que me obliga a tragar con fuerza y apartar la vista de la ventanilla.

Cierro los ojos y me digo que pasará, que esas nubes grisáceas son tan pasajeras como el temblor de mis dedos, con los cuales me aferro al reposabrazos del asiento. Pasan los minutos e intento que la respiración no se me acelere porque sé que eso llamaría la atención y, honestamente, no tengo intención de que la tripulación, mi jefa o mi compañero de oficina se enteren de los miedos procedentes de la infancia.

Hago el esfuerzo por tranquilizarme porque sé que si entro en pánico haré algo de lo que me lamentaré, y a su vez intento alejar el pensamiento de que podríamos estar por atravesar una tormenta. La idea de estar encerrada a tantos pies de altura en medio de la tempestad incrementa mis latidos, me hiela la sangre y quita el aliento. El miedo que estoy intentando mantener bajo dominio se zafa de mi control en cuanto la aeronave se sacude con repentina brusquedad. 

—Estamos presenciando unas pequeñas turbulencias, se les pide a los pasajeros que se mantengan en sus asientos y se abrochen el cinturón de seguridad como precaución —dice una voz femenina de forma aplacada, pero en cuanto vuelvo a abrir los ojos no soy capaz de seguir sus órdenes. 

A través de mi ventanilla no se ve absolutamente nada, solamente un oscuro color gris. Giro la cabeza y me percato de que a través de cada vidrio no hay más que el plomizo color del que están compuestas mis pesadillas. El interior del avión se torna más oscuro, como el cielo con la cercanía de la tempestad. Me deshago del cinturón con manos trepidantes, y en cuanto me pongo de pie otra turbulencia azota el avión, obligándome a aferrarme al asiento de junto.

—¿Qué estás haciendo? Vuelve a tu asiento —ordena con el ceño fruncido la señora MacQuoid, pero en cuanto nuestros ojos se encuentran algo en su voz cambia y aquel ceño desaparece siendo remplazado por una expresión que jamás podría describir haciéndole justicia—. ¿Qué...?

No oigo el resto de la oración, al igual que me niego a escuchar las voces alarmadas y autoritarias de las azafatas y la preocupada de Corbin. Me tambaleo hacia el baño y me encierro antes de dejarme caer contra el retrete y vomitar.

Encerrada en un cubículo dentro de un avión, a miles de metros de altura mientras atravesamos Nuevo México: la astrafobia es realmente inoportuna, y nuevamente no estoy preparada para lo que me tiene deparado.

—¿Hay algún problema? —pregunto a la azafata en cuanto se apresura a pasar por mi lado.

—Creo que la asistente de la señora MacQuoid se asustó por las turbulencias, no se preocupe. —Le resta importancia antes de seguir con su camino, pero en cuanto oye el sonido de mi cinturón de seguridad siendo desabrochado se gira de golpe—. Toda está controlado, señor Hensley —asegura, pero sé que nada lo está—. Vuelva a su asiento, no puede estar... ¡Señor Hensley! —llama en cuanto paso por su lado a toda velocidad, tambaleándome cuando el avión lo hace.

No tenía la intención de volver a Owercity en el avión de mi madre, pero teniendo en cuenta que me llevaría más de un día entero regresar y que tengo que cuidar a Kassian, asistir al entrenamiento y recuperar mis clases perdidas, no pude darme el lujo de desperdiciar más horas en la carretera. Betty me mandó a decir mediante Corbin que podía dormir en una de las habitaciones de la aeronave, sabiendo que jamás dejaría que me pagase un hotel, y, trangándome miles de palabras y el orgullo, me quedé.

Y ahora, mientras observo a dos azafatas golpeando la puerta del baño con urgencia, no me arrepiento de haberlo hecho.

—Permítanme—pido abriéndome paso hasta ellas. 

—Vuelva a su asiento, debe... 

—Déjalo —interrumpe mi madre a una de las tripulantes, con ese tono glacial y autoritario. Mis ojos se encuentran con los suyos y un sentimiento indescifrable se vislumbra en ellos. 

—Pero...  —insiste la mujer.

—La turbulencia parece haber pasado, así que aléjense de esa puerta y vuelvan a trabajar que por algo les pago. —Su hostilidad obliga a las azafatas a vacilar por un momento, e internamente sé que se están disputando entre hacer lo que su profesión les demanda o lo que mi madre les exige que hagan, pero terminan cumpliendo sus órdenes.

Por un segundo miro a Betty, a esos ojos de una tonalidad pálida y fría, y le agradezco con un pequeño asentimiento de cabeza. Ella no responde, no se mueve, simplemente se limita a observarme mientras me inclino hacia la puerta y tomo una bocanada de aire antes de hablar.

—Ábreme, por favor —pido mientras silencio los alrededores y me obligo enfocar toda mi atención en lo que sea que está pasando tras la puerta cerrada. Al principio no se oye nada, y me percato de que está conteniendo el aliento en el intento de aparentar que nada marcha mal—. No puedes quedarte ahí, debes salir, lo sabes.

—¿Blake? —inquiere, y el desconcierto viene acompañado de un ligero temblor en su voz.

Mi nombre no sale de sus labios como siempre suele hacerlo: alegre, despreocupado, ornamentado con dulzura. Pronuncia la palabra con temor, temor de que no sea real, de forma insegura y perpleja.

No contesto, sino que doy un paso atrás y espero. Tengo la esperanza de que abra la puerta, que no intente ocultarse de sus miedos tras un pestillo. Los segundos pasan y puedo sentir la fija mirada de mi madre y Corbin sobre mí, y entonces se oye el débil sonido de la puerta siendo abierta. 

Antes de que mi hermana y Betty se enfrentaran, una noche de verano, escuché sollozar a Kendra. La puerta del baño estaba cerrada, ella la había bloqueado por dentro, me senté en el corredor y pacientemente esperé a que me abriera. No sé cuánto tiempo estuve diciendo su nombre, pero en un momento me dejó entrar. Ella se dejó caer una esquina, abrazada a lo que en aquel entonces yo no sabía que era una prueba de embarazo.

Intenté hablar, pero ella se llevó el índice a los labios indicándome que no lo hiciera. Terminé sentándome a su lado, enfrentándome a ese temor apremiante que había en sus ojos, y de alguna forma supe que de nada serviría decirle que no tuviera miedo. Estaba asustada y yo no podía hacer nada al respecto, así que me aferré al miedo con ella. Le demostré que podíamos estar asustados juntos, creí que eso la haría pensar que también podíamos enfrentarnos a cualquier cosa si permanecíamos uno al lado del otro. 

Entro al reducido espacio y cierro la puertas tras de mí. Ella me mira abrazándose a sí misma, pegada a una de las paredes mientras sigue mis movimientos con esos ojos que simulan ser cristal fragmentado. Su cuerpo tiembla de forma incontrolable, sus lágrimas se deslizan como gotas de lluvia a través del vidrio y sus labios se mueven al compás de esos sollozos que intenta reprimir. El pánico y la desolación la consumen, hacen desaparecer su alegría, apagando la usual luz que suele irradiar.

Luce frágil, atrapada dentro de una pesadilla de la que no es capaz de despertar.

Me imagino a una niña en cirugía, luchando por su vida, a una niña despertándose en medio de una carretera con el cristal de un parabrisas incrustándose en sus palmas. La imagino despidiéndose de su mamá sabiendo que jamás la volverá a ver, la veo contemplando una explosión para luego perderse en la oscuridad. La imagino rogando a la estrellas que alguien la vaya a buscar, a rescatar. 

Me acerco despacio, cuidadoso de no espantarla. Pronto su agitada respiración se siente casi como mía, y estoy tan cerca que puedo ver a través de sus lágrimas: el color de sus ojos, habitualmente del color del cielo, se ve más opaco, como si la tempestad a la que tanto le teme se estuviera posando sobre ella y bloqueando el sol. 

La envuelvo en un abrazo intentando que mi cuerpo le pueda dar algo de ese calor que acaba de perder. Al principio se mantiene estática, con cada músculo de su cuerpo tenso, pero llega un punto en que se deshace: esconde su rostro en mi pecho y sus manos agarran con fuerza la parte posterior de mi camiseta. Siento sus puños en mi espalda, la fuerza con la que se aferra al material, el temor de dejarlo ir. 

Aspiro el aroma de su cabello revuelto y mis labios rozan su frente antes de que la arrastre conmigo. Me siento en el piso del cubículo y dejo que se siga aferrando a mí mientras descansa en mi regazo, hecha un pequeño ovillo. Hunde su rostro en mi cuello de forma inconsolable y su cuerpo vuelve a temblar en cuanto el avión vuelve a sacudirse. Lo ahoga todo contra mi piel: los sollozos, los gritos, el miedo. Me deja ser espectador de lo único capaz de detenerle el corazón, de cortarle la respiración.

Uno supondría que debería decir algo para calmarla, para despojarla de cualquier temor, para darle la valentía que parece necesitar para enfrentar la astrafobia. Sin embargo, de mi boca no sale ningún consuelo porque sé que las palabras no funcionan. A veces hay que permitir que el dolor nos alcance para luego sentir el verdadero alivio, darle la bienvenida a las pesadillas para luego soñar. Y, en el fondo, sé que llegará el día en que Zoe anhele volver a contemplar las tormentas, pero para que eso pase es necesario haber sido vencida y haber vencido a la fobia primero.

Nos quedamos así por horas, hasta que una azafata toca la puerta para indicarnos que es necesario volver a los asientos para el descenso. Zoe se ha quedado dormida, aferrada a mí tras largas horas de padecer un infierno en carne propia.
La llevo en brazos hasta su asiento y me aseguro de no despertarla mientras acomodo su cabeza y le abrocho el cinturón en silencio.

—Debería llamarse Madison, no Zoe —susurra Corbin mientras ambos la observamos sumidos en mutismo, y es entonces cuando ella pestañea aletargada y gira la cabeza para mirarme, haciéndome olvidar de lo que sea que el contador de mi madre acaba de decir.

El sol ha vuelto a vislumbrarse y parece recobrar su espíritu y seguridad en cuanto nota los cálidos rayos que entran a través de la ventanilla. Una sonrisa adormilada y cargada con tanta vergüenza como gratitud curva lentamente sus labios mientras se restriega la palma contra un ojo con torpeza, intentando despertarse.

La abrazaría en las alturas por días con tal de verla sonreír así otra vez.

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