Tierra Mágica - 1 Corazón de...

By lbcasas

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En tiempos negros para la Tierra, un Oldgandor es llamado a cumplir una profecía. El Pacificador, como lo nom... More

Prólogo
1. La visita de la hechicera
2. Una buena compañía
3. Cuarimon
5. La verdad
6. Nueva vida
7. El viaje de Carmiel
8. La profecía
9. Secretos revelados
10. De vuelta al ruedo
11. El encuentro con Rash Corbar
12. Todo está listo
13. La fortaleza de Casaldir
14. La incursión en el río
15. Guerra

4. Geonomar

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By lbcasas


Cuando despertaron a la mañana siguiente, retomaron el viaje. Esta vez con mucho más ánimo que antes. El sol asomaba con fuerza aquel día y el grupo era más numeroso.

El poblado de Dixx comenzó a quedar detrás a medida que avanzaban y no tardó en desaparecer de la vista. Remontaron una pequeña pero empinada subida en la que tuvieron que desmontar para llegar a la parte superior de una estrecha meseta. Recorrieron un tramo llano que comenzaba a descender con lentitud para convertirse luego, en un camino que descendía áspero y repentino. Después de esto no vieron más la aldea.

Climo permanecía callado, perdido en sus propios pensamientos, mientras el resto hacía algunas bromas y cantaban distintas canciones despreocupados. Sentía que cada vez estaba más lejos de su amada Emaingh. En esos momentos, volvía a tomar el amuleto entre sus manos y parecía olvidar todo. El objeto que Carmiel le había obsequiado tenía algún poder que le daba fuerzas. Todo lo que la hechicera tocaba, siempre estaba envuelto en una magia benigna.

Se decía que Carmiel había nacido de la unión entre un hada y un noble caballero que había servido a Geonomar hacía ya mucho tiempo. Sin embargo, ella permanecía muy reservada respecto al tema. Su origen era un misterio para todos los que la conocían. Solo algunos de los magos más allegados a ella sabían la verdadera historia. De lo que no había duda alguna, era que su magia era muy poderosa.

Ya entrado el mediodía, cruzaron los límites de Dixx, entrando a las tierras de Geonomar. Todo marchaba tranquilo y aún debían recorrer un trecho considerable antes de llegar al primer pueblo. Pero al poco tiempo de haber entrado en esos dominios, un grupo de guardias del rey Sideron, Los Fronteros, los detuvieron para preguntarles quiénes eran y hacia dónde se dirigían. Al escuchar el nombre de Climo sus caras se transformaron y, haciendo una reverencia que ninguno de los cuatro compañeros comprendió, les dieron el paso sin hacer más preguntas.

—¿Por qué te han hecho esa reverencia Climo? —Preguntó Axul intrigado.

—Me gustaría mucho saberlo —respondió Climo un poco incómodo—. Supongo que Carmiel tendrá respuestas cuando lleguemos. O al menos, eso espero.

Los tres compañeros observaron a Climo con mucha intriga pero ninguno quiso incomodarlo con más preguntas. Continuaron la marcha en silencio por un rato, para luego cambiar el tema y comenzar a hablar acerca de cómo sería la fortaleza de Geonomar. Por supuesto, Climo ya lo conocía, así que no prestaba demasiada atención a la conversación

—¿Cuán grande crees que sea la fortaleza? —Preguntó Tifar.

—Más grande de lo que puedas imaginar Tifar —contestó Axul—. Aún para un gran enano como tú, sería difícil recorrerla en un solo año —todos rieron.

—¡No es gracioso, no es gracioso! —Bufó Tifar.

El sol comenzaba a calentar con fuerza sobre sus cabezas pero el terreno era bastante bueno y los árboles frondosos. De tanto en tanto, cruzaban algún arroyo pequeño en el cual cargaban agua y los caballos bebían. En Geonomar había varios pueblos separados unos de otros, a veces por llanura, otras por mesetas o ríos.

El centauro no estaba tranquilo. Miraba todo el tiempo alrededor en busca de algo. Sabía que, aunque estuvieran en las tierras de Geonomar, no eran épocas seguras. Su intranquilidad era tan evidente que, a veces, tropezaba con alguna roca tan pequeña que hasta el enano más bajo hubiera podido esquivar. Sus compañeros lo observaban, pero no preguntaban qué le ocurría, ya que se había puesto de muy mal humor.

En un momento dado, Tifar sobresaltó al grupo con una pregunta que más bien pareció un grito.

—¡¿Qué es aquello?! —Exclamó señalando hacia un monte sobre el cual se erguía una silueta negra que, desde esa distancia, no podían apreciar con mucho detalle.

—Es sólo una roca —replicó Axul.

—No, no lo es —dijo Climo deteniendo la marcha.

Antes de que pudieran decir nada más, Cuarimon se encontraba volando hacia aquel lugar a toda velocidad. A pesar de los llamados de sus compañeros, el metamorfo continuó.

Cuando Cuarimon era nada más que un punto, y apenas podía verse en el cielo, comenzó a descender hacia la figura que habían visto. Pero al ocurrir esto, la figura desapareció ante la mirada atónita de todos.

De nuevo Cuarimon comenzó a crecer, luego de haber dado dos rodeos por encima de aquel monte, para después regresar hacia sus compañeros.

Al descender, cayó sentado sobre su corcel y dijo con tono preocupado:

—Nos vigilan.

—¡¿Quién era?! —Preguntó Tifar tomando su hacha y colocándose el casco.

—Tranquilo —dijo Climo.

—No lo sé, no llegué a verlo. Desapareció antes de que pudiera estar cerca para distinguirlo. Pero en el lugar donde se encontraba ha quedado un aro de hierba quemada.

—¿Crees que haya alguna relación con aquella mujer de la que habló el posadero de Dixx? —Preguntó Axul.

—No lo sé. Esperemos saber de qué se trata. Debemos ser cautelosos —contestó Cuarimon, dejando entrever la preocupación que lo embargaba.

En ese momento todos sintieron que el peligro les pisaba los talones y pensaron que Geonomar ya no era un lugar tan seguro. Así que continuaron la marcha en silencio y expectantes. De vez en cuando, alguno de los cuatro se daba vuelta para ver si la figura había vuelto al monte pero el resultado de la búsqueda era inútil.

El sol ya estaba declinando cuando arribaron al primer poblado. Allí encontraron una posada no muy concurrida donde descansar. Charlaron un rato, aunque estaban en verdad exhaustos. Decidieron que lo mejor sería irse a dormir.

Los dos días posteriores transcurrieron sin sobresaltos. La amistad entre los integrantes del grupo iba madurando. Incluso, Cuarimon y Tifar a veces terminaban un tanto ebrios la jornada. Pero ninguno olvidaba lo que había ocurrido durante el trayecto.

En tanto, Axul seguía vigilando los alrededores sin parar y Climo pensaba mucho en su hogar mientras cada vez más preguntas rondaban su cabeza.

La mañana del quinto día los recibió con un sol radiante que los animó a cabalgar hacia su destino. Ya comenzaban a divisarse las montañas Darah desde allí, acercándose cada vez más y más, con sus altos picos perdiéndose entre las nubes.

Continuaron camino durante buen tiempo, hasta que llegaron a una meseta elevada. Desde allí la vieron, imponiéndose majestuosa, como un gran diamante clavado en la roca: era la fortaleza de Sideron, habían llegado a la capital de Geonomar. Se encontraban a una distancia prudencial pero desde allí ya se podía apreciar el tamaño de aquel lugar.

La antigua construcción se encontraba emplazada en la ladera suroeste de las montañas Darah. Éstas se encontraban cubiertas por una interminable cascada de abetos que pintaba de verde toda su extensión, entrecortada por arroyos y cascadas que descendían abriéndose paso entre los pinos. Luego, se separaban en diferentes direcciones.

El majestuoso lugar tenía un gran cuerpo central que parecía tocar el cielo y erguidas torres más altas aún, que pretendían ganarle a este cuerpo central. Los muros, que lo rodeaban por completo, eran gruesos y altos. Tenían colores grises mezclados con blanco amarillento y se teñían por partes con algunos musgos y las manchas propias del paso del tiempo. Se sabía que Geonomar era uno de los reinos más antiguos del mundo.

En el pico más alto de las montañas se encontraba una de las torres de vigilancia, donde los guardianes pasaban semanas enteras custodiando el reino, hasta que llegaba su relevo. Desde allí bajaba un sendero por toda la falda de la montaña, el cual llegaba hasta la entrada trasera de la fortaleza. También, bordeando el sendero, había una soga muy gruesa sostenida por unos postes de madera, por medio de la cual, con una pequeña canasta, subían y bajaban provisiones y mensajes, desde y hacia la torre. Cuando el tiempo apremiaba, los mensajes eran enviados con enormes halcones entrenados para la tarea. Incluso, en algunas oportunidades, las aves más grandes cargaban pequeñas bolsas con víveres que subían hasta la torre. La gente de Geonomar estaba muy orgullosa de su habilidad para entrenar a los halcones.

Era casi el mediodía y el sol calentaba con fuerza iluminando todo hasta donde llegaban a ver. El enano entrecerraba sus ojos no acostumbrados a la luz solar. No se quejaba. Hacía tiempo que Tifar quería conocer el reino de Geonomar. Ningún sol o tormenta le negaría aquel momento.

Al acercarse a la fortaleza, parecía hacerse cada vez más alta y más ancha. Su tamaño era impresionante, una ciudadela. Climo ya la había conocido hacía muchos años pero cada vez que la veía no dejaba de asombrarse.

El enano sólo pudo balbucear abriendo los ojos más grandes de lo que podía:

—Nunca había visto algo así. ¡Qué maravilla!

Poco antes de alcanzar la entrada a la fortaleza, cruzaron un arroyo por un puente de roca. A ambos lados se erguían varias estatuas, tres veces más altas que un hombre.

—Los Dynaron, los fundadores del reino —dijo Climo aminorando la marcha.

—Los primeros hijos de los antiguos dioses que llegaron al mundo —acotó Cuarimon—, he oído esa leyenda hace tiempo. Los bardos aún las cuentan en las aldeas.

Al llegar a la entrada, las imponentes puertas construidas en una madera de color oscuro y con intrincados tallados, se abrieron ante ellos.

La guardia real, que estaba esperándolos, los escoltó hacia un patio en donde dejaron los caballos y los bultos. Luego, fueron acompañados hasta un salón muy amplio, en el primer piso, subiendo a través de las enormes escaleras de piedra, bordeadas por una baranda tallada también en piedra, con preciosos ornamentos. Allí permanecieron esperando el arribo de Sideron.

Por la ventana podía verse una gran extensión de tierras sembradas al oeste y más allá, a lo lejos, el bosque Numulus en las tierras de Lefand, donde habitaban los elfos. En el otro extremo de la sala había un fuego muy grande en cuya parte superior colgaba un escudo con el halcón dorado, perteneciente a la familia real. Tenía una inscripción grabada en letras de oro y parecía ser muy antiguo.

La mesa central tenía lugar para albergar a varios invitados donde el rey celebraría grandes fiestas y banquetes y por donde habrían pasado muchos de los manjares que los Oldgandor preparaban en Emaingh.

Tifar no dejaba de admirar, embelesado, las guardas en la parte superior de las paredes hábilmente talladas por los artesanos de Geonomar, con incrustaciones de oro en la piedra. Las columnas del salón, también revestían increíbles grabados que habían sido hechos hacía mucho tiempo.

—Bueno. Aquí estamos al fin —dijo Climo.

—Así es —respondió Cuarimon, mientras observaba los sembrados por la ventana—. Tal vez ahora sepamos, de qué se trata todo esto. Espero que Carmiel ya esté aquí —continuó Climo.

La puerta del salón se abrió y por ella ingresó un hombre alto y de rasgos duros, que llevaba ropas de Geonomar y, para sorpresa de Climo, una daga en la cintura muy pero muy parecida a la que le había dado su padre. Sin embargo, Climo se limitó a escuchar y a no hacer ninguna pregunta por el momento.

—Buenos días. Mi nombre es Badel, soy consejero real. Mi tarea será guiarlos durante su estadía e indicarles las actividades que se desarrollarán aquí. En unos instantes les será servido un almuerzo en este salón y luego, los guiaré a sus recámaras.

El centauro se reincorporó y habló:

—Agradezco su amabilidad señor Badel —dijo haciendo una reverencia—, pero un centauro no duerme en habitaciones lujosas. Prefiero buscar un lugar más cómodo para mí. Puede ser un establo o algún lugar donde haya buena bebida —se rio con ganas.

—Como lo desee usted. Sólo permítame advertirle que tendrá que avisarme el lugar que decida y también debo decirle que, durante la noche, las guardias son muy estrictas. Deberá tener mucho cuidado al desplazarse por la ciudadela, podrían confundirlo con un intruso y eso sería terrible. Son tiempos difíciles y la gente está muy nerviosa.

Los cuatro compañeros comieron solos en aquel enorme salón. Se preguntaban qué habría pasado con Sideron que no se había hecho presente pero los manjares que les habían servido acaparaban toda su atención en aquel momento.

Más tarde, Badel volvió a aparecer en el lugar, les dijo que los aposentos aún no estaban listos y los condujo hacia otra recámara.

Axul salió en busca de un sitio para descansar, mientras el resto del grupo, guiado por Badel, se dirigió al lugar donde permanecieron por el resto de la tarde.

Antes de irse, Badel les dijo que la cena sería en el salón donde habían estado. Allí se reunirían todos los invitados del rey Sideron quien daría una gran reunión.

Cuando despertaron, ya había oscurecido, el enano roncaba en su cama a pesar de los sacudones de Climo. Cuarimon se acercó al lecho de Tifar y, poniendo su boca al lado de la oreja del enano, emitió un aterrador rugido de león que lo despertó bruscamente.

—¡Aaah! —Fue el grito de Tifar que llenó la habitación mientras saltaba de la cama y caía al suelo rodando. Su cabeza golpeó contra la pata de una mesa. Se incorporó con dificultad mientras Climo y Cuarimon reían a carcajadas limpias, al tiempo que refunfuñaba y sacudía la cabeza.

En ese momento golpearon la puerta. Era Badel, que venía para llevarlos al gran salón. Cuarimon preguntó a Badel por Axul.

—El centauro ya se ha dirigido al lugar de la reunión señor Cuarimon. Al parecer, encontró un lugar de su agrado para descansar y se ha hecho amigo de los guardias. Espero que esta noche no tengan muy cerca el hidromiel. Al parecer su amigo Axul tiene una debilidad por esa bebida y los guardias parecen festejar el hecho con mucho gusto.

Al llegar al salón, las antorchas estaban encendidas y la mesa repleta de manjares, muchos de los cuales Climo podía reconocer, habían sido preparados por su pueblo.

Había gran cantidad de invitados sentados a la mesa con forma de herradura, algunos de pueblos muy lejanos. En el centro se encontraba el rey Sideron, a su derecha la silla estaba vacía, a su izquierda se encontraba Hertal, su hija, a quien Climo ya había conocido en uno de sus viajes. La joven, de cabellos dorados, delgada y muy bella, era una buena amiga de Climo. En una oportunidad le había mostrado sus habilidades con las armas. Esto había sorprendido mucho a Climo en aquel momento pero ya se había hecho a la idea. Incluso luego de saberlo, luchaban con espadas y lanzas de madera cuando Climo visitaba Geonomar y hasta, en ocasiones, apostaban en aquellas contiendas.

También estaban Carmiel y otros magos, con largas barbas blancas y ropas extrañas. Uno en particular, al que todos escuchaban mientras hablaba, parecía ser el más viejo, el líder de los magos, imaginó Climo.

Al lado de la silla vacía, permanecía sentado un hombre con capucha a quién no se le llegaba a ver el rostro, de tanto en tanto, intercambiaba señas con Sideron.

Axul hablaba con otros centauros y algunos generales de Geonomar. Climo se dirigió a saludar al rey Sideron quien lo recibió con un abrazo y le pidió que se sentara a su lado. Esto sorprendió mucho a Climo que, por supuesto, no tenía en mente contradecir al rey, por más que fuera su amigo. Agradeció la cortesía y, sin hacer preguntas, tomó su lugar. El hombre de la capucha pareció incomodarse con la presencia de Climo.

—¿Cuánto tiempo ha pasado sin que nos viéramos Climo? —Preguntó Sideron.

—Mucho señor. Pero es un placer volver a estar aquí.

—Me alegro de verte. ¿Trajiste tu espada? —Preguntó Sideron, haciendo una seña para que llenaran la copa de Climo.

—Sí señor, la tengo aquí. Y también una daga que mi padre me ha prestado.

—¡Ah! Excelente —contestó Sideron y una gran sonrisa se dibujó en su rostro.

—Señor, ¿sabe usted de qué se trata todo esto? —Preguntó Climo tratando de terminar de una vez con todo aquel misterio.

—¡Por supuesto que lo sé Climo! Yo he convocado a toda esta gente. Los magos me han ayudado, pero aquí hay más gente de la que ellos han convocado. Ya lo sabrás, por ahora dediquémonos a disfrutar del banquete.

Dicho esto, Sideron dio la orden de comenzar.

—Señor, quisiera saber quién es el hombre que se encuentra sentado a mi lado —preguntó Climo en voz baja a Sideron.

—Ya lo sabrás, todo a su tiempo, por ahora disfruta de la comida —repitió Sideron engullendo un trozo de jugosa carne sin prestar demasiada atención.

Los comensales no tardaron en deglutir los manjares que la gente de Emaingh había preparado. Climo trataba de observar al hombre que estaba a su lado pero, cada vez que se acercaba, éste se daba vuelta y escondía su cara.

Carmiel saludó a Climo desde su lugar. Él la miró y le respondió con una sonrisa.

Al fin, decidió dejar quietos sus pensamientos por un rato y comer tranquilo, aunque era una tarea difícil. "Cuánto misterio" pensaba Climo mientras comía y miraba a su alrededor, "cuánta gente extraña" se decía a sí mismo.

Allí se encontraban personas y seres que jamás había visto. Enanos, elfos, centauros, magos, metamorfos y hombres, todos reunidos en un mismo sitio. No era algo muy común de ver desde hacía mucho tiempo.

El banquete se extendió bastante hasta que, en un momento dado, luego de que la servidumbre real hubo retirado todo de la mesa, Sideron se puso de pie. Los presentes hicieron silencio y miraron al rey. Sólo el hombre de la capucha parecía no prestarle demasiada atención y, aunque a Climo lo inquietaba esta actitud, a los demás no parecía importarles.

Al fin el rey Sideron habló:

—Ante todo, debo dar las gracias a todos los presentes por haber respondido a mi llamado en estos tiempos difíciles. Sé que muchos de ustedes han viajado grandes distancias y sorteado grandes peligros para estar hoy aquí. Es por eso que los he agasajado con esta humilde reunión. Son tiempos oscuros. Pero déjenme decirles que el motivo es importante y más aún, nos atañe a todos. Por esto, voy a contarles una historia que muchos de los presentes conocen en su totalidad, otros sólo la conocen en parte y algunos nunca la han oído —dijo Sideron mirando a Climo y poniendo una mano en su hombro.

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